Por Nulfo Yala:
Trump no es un accidente, sino el resultado lógico y previsible de una sociedad que ha internalizado la idea de que el mundo existe para obedecer, consumir y someterse. Su figura no es ajena a la historia del poder, pero sí representa una mutación inédita: el tirano que ríe, que baila, que tuitea su furia y ejecuta su voluntad como si se tratara de un guion de espectáculo global. Su mandato es simple y brutal: el planeta debe alinearse a sus intereses, o enfrentar las consecuencias.
La sociedad estadounidense, sumida en su desvarío capitalista, ha cometido un acto revelador de su decadencia al consagrar como líder al arquetipo perfecto de su tiempo: Trump, un empresario inmobiliario convertido en figura mediática, un ídolo de masas moldeado por el mercado, por la pantalla, por la lógica del espectáculo. No fue un error casual, sino la consecuencia directa de una cultura que glorifica el éxito material sin escrúpulos, que confunde riqueza con virtud y que aplaude al que aplasta sin mirar atrás. La figura del showman millonario, Donald Trump, se convirtió en el espejo más nítido del alma vacía de esta sociedad: una amalgama de consumo, ambición y banalidad. Y mientras las masas lo aclamaban, creían elegir libertad, pero estaban entregándose, esta vez, a un tirano disfrazado.

Detrás de los gestos estudiados, de las frases provocadoras que encantaban a la audiencia acostumbrada de rating y escandalizaban a los progresistas inertes, se escondía un ser forjado en el molde del fascista imperial moderno: un megalómano sin límites, adicto a la adulación, que manipula con maestría los deseos más oscuros del pueblo —miedo, odio, orgullo —. Este nuevo emperador no necesita uniforme ni saludo romano: le basta con un micrófono, cobertura mediática y una puesta en escena. Es la culminación del capitalismo en su fase más grotesca, donde el poder se ejerce a través de la ficción mediática y la economía de la emoción. Seduce como un artista, actúa como un dictador, destruye como un imperio.
Pero el verdadero horror de este momento histórico radica en que nunca antes el emperador ha tenido tanto poder para destruirlo todo. A diferencia de los déspotas de antaño, que al menos estaban limitados por las distancias y los tiempos del hierro y la pólvora, este nuevo César tiene bajo su control la tecnología, los mercados globales, los arsenales nucleares y el imaginario colectivo adormecido e idiotizado. El capitalismo tardío, en su paroxismo, no ha producido simplemente desigualdad y devastación: ha engendrado su propia criatura terminal, un monstruo que, mientras baila en el escenario de un imperio decadente, amenaza con el colapso total. Y aún así, no pocos estadounidenses lo aclaman, lo siguen, lo consumen… como quien aplaude el espectáculo del fin.
Saber si este emperador es simplemente un síntoma de la locura terminal del imperialismo en su fase agónica o la encarnación de un plan deliberado de dominación absoluta es una pregunta cuya respuesta quizá solo se revele en la ruina. Lo que sí es claro —y visible a los ojos de quienes aún se resisten al embrutecimiento general— es el avance de un régimen cada vez más autoritario que disfraza de “seguridad nacional” la represión, y de “patriotismo” el miedo. Paradójicamente es en Estados Unidos mismo, que el terror se instala como política de Estado: el aparato judicial ya no administra justicia sino venganza y sumisión a Trump; las universidades, antes bastiones de pensamiento crítico, ahora enfrentan la asfixia económica si osan disentir (Véase el caso de la universidad de Harvard); las deportaciones inhumanas y en muchos casos incluso ilegales (Véase el caso de Kilmar Abrego) se ejecutan con frialdad industrial; las visas se revocan como castigo ideológico. La maquinaria del poder se ajusta para instalar un nuevo orden basado en el castigo, el control y el pánico, donde la voz del emperador es la única ley.
Este viraje fascista no es fortuito: responde a una lógica de poder que necesita enemigos constantes para sostener su legitimidad interna. Así, la guerra de aranceles —una guerra sin sangre visible pero con víctimas múltiples— no solo persigue redibujar el mapa del comercio, sino reinstaurar una hegemonía que el capitalismo globalizado, en su propia contradicción, ha empezado a corroer. Estados Unidos, que antaño diseñó y propagó el orden neoliberal como instrumento de dominio, ahora observa con pánico cómo ese mismo orden se vuelve en su contra. China, emerge como un jugador astuto, que ha aprendido a operar dentro de las lógicas del capitalismo global con más disciplina, cálculo y eficacia que el propio país que lo ideó. No es solo un rival económico: es el reflejo deformado de un sistema que ha dejado de estar bajo el control exclusivo de sus creadores. Y eso desquicia aún más al emperador. Porque su proyecto no es simplemente gobernar: es no perder jamás, es humillar, dominar, aplastar. Pero al enfrentarse a un adversario que no puede doblegar sin desatar una catástrofe global, sus decisiones se tornan más erráticas, más violentas, más suicidas. Así, mientras la sociedad estadounidense aplaude o calla, el emperador avanza, no hacia la gloria, sino hacia la distopía final que aguarda al capitalismo cuando se mira en el espejo de su propia monstruosidad.
Trump no es un accidente, sino el resultado lógico y previsible de una sociedad que ha internalizado la idea de que el mundo existe para obedecer, consumir y someterse. Su figura no es ajena a la historia del poder, pero sí representa una mutación inédita: el tirano que ríe, que baila, que tuitea su furia y ejecuta su voluntad como si se tratara de un guion de espectáculo global. Su mandato es simple y brutal: el planeta debe alinearse a sus intereses, o enfrentar las consecuencias. No hay diplomacia, no hay convivencia, solo dos opciones: servidumbre o aniquilación. País tras país es empujado a someterse a su visión distorsionada del orden mundial, en la que el valor de las naciones no se mide por su soberanía ni su dignidad, sino por su grado de utilidad para el imperio. El multilateralismo, la paz, los pactos, son ruinas obsoletas ante la imposición de un neofeudalismo global con centro en Estados Unidos.
Los multimillonarios del mundo, antaño operadores invisibles tras bastidores, han abandonado toda pretensión de neutralidad o filantropía y se han lanzado de lleno a la escena política, consolidando una oligarquía fascista global que ya no teme mostrarse como el verdadero poder detrás del poder. Con sus fortunas obscenas —acumuladas sobre el sudor precarizado de millones—, estos titanes del capital se han aliado, de forma abierta o encubierta, con el nuevo emperador, financiando campañas, algoritmos, guerras culturales y legislaciones a su medida. Sus intereses son claros: desmantelar los restos del Estado social, privatizar todo lo que se pueda privatizar y colocar al planeta entero como una mercancía más en sus portafolios de inversión. Han abolido toda frontera entre el mercado y el Estado, convirtiendo la política en una rama menor de la economía especulativa. Lo que antes era dominio sutil hoy es dictado directo: los ricos gobiernan, los pueblos obedecen, o son descartables.
Las consecuencias de la guerra comercial desatada por el emperador Trump contra China no son meras disputas arancelarias: son el preludio de una tormenta global. Lo que comenzó como una disputa por hegemonía tecnológica y control de cadenas de suministro podría desencadenar una inflación desbocada en todos los rincones del planeta, encareciendo alimentos, medicinas, energía y bienes esenciales. En esta nueva fase del capitalismo de guerra, es muy posible que las economías periféricas colapsen, que las deudas se tornen impagables y que los conflictos sociales sean sofocados mediante una represión brutal y sistemática. El caos podría generalizarse, con países que tal vez se desmoronen, regiones que entren en guerra y oleadas migratorias que huyan desesperadamente de territorios transformados en desiertos económicos y ecológicos. No sería improbable que, mientras tanto, los amos del capital se rearmen y vendan armas a todos los bandos, participando así de un banquete necropolítico que podría convertir cada crisis en una nueva oportunidad de negocios obscena.
Lo que vendría, entonces, podría no ser simplemente una etapa más de decadencia, sino un escenario en el que la escasez sea administrada deliberadamente, donde el hambre funcione como herramienta de dominación y las naciones se vean obligadas a escoger entre la servidumbre o el colapso. En este horizonte posible, la humanidad podría rendirse ante su propia pulsión de muerte, aplaudiendo y consumiendo, como último acto de negación, el espectáculo terminal de su autodestrucción.