POTOSÍ NUNCA MÁS EXTRACTIVISTA, NUNCA MÁS COLONIAL. LOS SALARES Y LOS HUMEDALES NO SERÁN ZONAS DE SACRIFICIO AMBIENTAL.

Por: Milenka Almanza

Desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

Litio potosino, litio boliviano en disputa y sus narrativas actuales

El litio, un elemento químico perteneciente a los metales alcalinos, ha generado disputas en Bolivia, un país marcado por un extractivismo histórico. En este contexto, las narrativas predominantes se reducen exclusivamente a las regalías, al crecimiento económico y a una visión de «desarrollo» limitada únicamente a lo financiero, sin considerar las implicaciones socioambientales y estructurales de su explotación.

Por un lado, los cívicos —con discursos politizados, capitalistas y reduccionistas—, representados por el Comité Cívico Potosinista, no reflejan nuestras luchas ni se alinean con la justicia ambiental; por otro, los discursos del propio pueblo potosino y las políticas del gobierno insisten en una visión que se limita al discurso capitalista de las regalías, una atroz forma de “compensación” por la extracción de los recursos naturales. En este contexto, el modelo económico del neoextractivismo cobra relevancia. A diferencia del extractivismo clásico —de carácter colonial y neoliberal—, el neoextractivismo, promovido principalmente en América Latina desde la década de 2000, se desarrolla en escenarios de gobiernos progresistas que buscan redistribuir la renta de los recursos a través de políticas sociales; sin embargo, no rompe con la dependencia estructural de la explotación de materias primas, perpetuando la lógica extractivista bajo nuevas justificaciones (Gudynas, 2012). Tanto los cívicos como las políticas gubernamentales contribuyen a profundizar los extractivismos y neoextractivismos, reforzando una estructura económica que continúa sometiendo los territorios a la expoliación de sus bienes naturales en nombre del desarrollo.

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Algunos grupos con ciertas tendencias ambientalistas manejan el discurso de la transición energética y el rol crucial de los minerales “estratégicos”, como el litio, justificando su extracción desde la perspectiva del llamado extractivismo verde. Este modelo se presenta como ecológicamente sostenible y alineado con la transición energética; sin embargo, sigue reproduciendo las mismas dinámicas de saqueo, explotación y daño ambiental del extractivismo tradicional, solo que bajo el discurso de la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático.

Pero desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

El Sur Global es una categoría geopolítica y socioeconómica que designa a los países históricamente marginados dentro del sistema mundial, generalmente ubicados en América Latina, África, Asia y Oceanía. No se trata solo de una ubicación geográfica, sino de una posición dentro de las estructuras globales de poder, producción y dependencia (Wallerstein, 2004). En contraste, el Norte Global se refiere a los países más desarrollados, industrializados y con mayor poder económico y político, que continúan beneficiándose del saqueo de recursos naturales del Sur. Por ello, hablar de la extracción y explotación del litio en Bolivia implica debatir sobre una transición energética justa, la cual no será posible sin una verdadera justicia global.

Tampoco sin justicia local, pues las narrativas actuales en Potosí reflejan una profunda preocupación por la apropiación minera del territorio, la identidad minera inherente y la despolitización de los temas ambientales entre la población potosina.

Las connotaciones geopolíticas de la extracción

La discusión desde la potosinidad no debería centrarse únicamente en la consigna “Potosí se respeta”, entendida solo desde una visión de resentimiento y anhelos desarrollistas promovidos, en muchos casos, por medios de comunicación que refuerzan una identidad minera sin cuestionar sus implicaciones. Es necesario mirar más allá de lo evidente y comprender las connotaciones geopolíticas de las dinámicas extractivas del litio, que están ligadas al control de los recursos por parte de un país o grupo de países sobre los bienes naturales de Bolivia. En estos escenarios, los componentes ambientales se reducen a meros recursos económicos, sin que a estos países les importe el despojo ni los conflictos socioambientales que surgen en torno a su explotación.

La extracción del litio boliviano, además de los altos impactos ambientales potenciales que pueden suscitarse y que ya se generan actualmente, también exacerba la deuda ecológica de los países del Norte Global con los países del Sur Global. Si alguien lo sabe bien, somos los potosinos: la ciudad de Potosí es una zona de sacrificio ambiental, un territorio explotado intensivamente por actividades extractivas con un alto costo social y ambiental para sus comunidades (Elias, 2016). ¿Acaso vamos a garantizar el estilo de vida de los ricos a costa del sacrificio de nuestra naturaleza eternamente?

La mal llamada transición energética y el litio boliviano

Bolivia y los salares que albergan litio se encuentran en el llamado «Triángulo del Litio», al que en los últimos tiempos se le ha asignado un papel “fundamental” en la transición energética. Sin embargo, esta transición energética es totalmente desigual y jerárquica, ya que no cuestiona el modelo extractivista de producción ni la explotación de materias primas en el Sur Global. Tampoco problematiza los vínculos sociales y ambientales de las poblaciones humanas y no humanas que han habitado históricamente el salar de Uyuni, evolucionando y especializándose en torno a él, ni los ecosistemas vulnerables que dependen de su equilibrio. Pero, sobre todo, no cuestiona el nivel exorbitante de consumo energético de los países del Norte Global.

Se trata de una transición energética corporativa que promueve y justifica la mercantilización de los bienes comunes, potenciando las desigualdades estructurales ya existentes. Ejemplo de ello son los contratos con la empresa rusa Uranium One y el consorcio chino Hong Kong CBC, en el que participa CATL y su dominio en la cadena de suministro. Estos casos evidencian la inmersión del país en un capitalismo tecnocrático, que pretende presentar las tecnologías actuales y de «punta» como la solución absoluta, mientras que las multinacionales solo ven el litio desde una perspectiva económica y de negocios, utilizándolo como instrumento para reforzar su poder geopolítico.

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Estamos seguros de que este o cualquier otro gobierno apostaría igualmente por el extractivismo; la única diferencia serían los matices con los que se lleve a cabo. Por lo tanto, no se trata solo de un tema de administración gubernamental, sino de una lucha de poder y posicionamiento de las economías a nivel global. Por esta razón, sabemos que un cambio de gobierno no resolverá el problema de la extracción del litio, ya que cualquier administración, tarde o temprano, terminaría entregando este recurso; lo único que cambiaría sería la disputa por el control del poder.

Desde Acontravía, apostamos por que el litio no se explote ni ahora ni en el futuro, pues el único desenlace de su explotación es el colapso socioecológico y sistémico. Cualquier otra postura significaría asumir los discursos hegemónicos de la transición energética bajo el pretexto de la descarbonización y la mitigación del cambio climático, sin considerar los impactos ambientales, sociales e incluso culturales de su explotación, tanto en el presente como en el futuro. Esto parte de la falacia de que la transición energética es uniforme en todas las latitudes, como si las necesidades energéticas fueran las mismas en cualquier parte del mundo. Por tanto, una verdadera transición energética solo es posible si incorpora justicia global y justicia socioecológica.

Desde Acontravía, alzamos nuestra voz para proclamar con firmeza: ¡Ni los salares ni los humedales andinos serán zonas de sacrificio ambiental! No aceptaremos que los seres vivos que allí habitan, ni los milenios que les ha tomado especializarse en su entorno, sean ignorados y destruidos en nombre del «desarrollo».

Desde Acontravía, sabemos y reconocemos que: ¡Somos hijos de mineros, pero no hijos de la minería. Somos los hijos de la transformación¡

mileoxka@gmail.com

 

EL LITIO Y LA FARSA DESARROLLISTA. EL ORO BLANCO Y LA MISERIA DE SIEMPRE

Por Nulfo Yala

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles.

Como si se tratara de un destino fatal, Potosí vuelve a ser el escenario de una disputa que trasciende las fronteras nacionales. No es la primera vez que el subsuelo potosino es condenado a la expoliación en nombre del progreso, ni será la última. Lo curioso no es el saqueo en sí, sino la manera en que se escenifica: con discursos nacionalistas, arengas soberanistas y la indispensable participación de los actores políticos, todos convenientemente repartidos en sus respectivos papeles.

De un lado, el oficialismo proclama que los contratos con empresas extranjeras asegurarán el desarrollo del país, porque la industrialización del litio será, esta vez sí, la vía para convertir a Bolivia en una potencia. Del otro, la oposición, en un giro de guion esperable, denuncia el entreguismo del gobierno mientras propone exactamente lo mismo, pero con otros socios y otras condiciones. Sumado ello el discurso transnochado de los autodenominados cívicos, que serviles a sus mezquinos intereses económicos y políticos, embanderan el falso discurso de las regalías para la región, como problema pincipal. No importa cuál sea la bandera, el libreto es siempre el mismo: la patria en venta, con la ilusión de que esta vez el botín se repartirá de manera más equitativa.

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Pero si hay algo que caracteriza a los recursos estratégicos, es que nunca pertenecen a quienes viven sobre ellos. Detrás de cada decisión política están las manos invisibles de las potencias mundiales, disputando en la sombra la hegemonía tecnológica y económica del siglo XXI. China, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea no se molestan en ocultar su interés en el oro blanco. Con discursos que oscilan entre la transición energética y la seguridad estratégica, sus embajadores y corporaciones negocian, presionan y financian a los intermediarios locales, asegurando que la decisión final sea siempre funcional a sus intereses.

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles. Mientras el discurso oficialista promete industrialización y tecnología, lo que se perpetúa es la misma matriz extractivista que desde hace siglos reduce la economía a una ecuación simplista: extraer, vender y repartir migajas.

Ejemplos sobran. En Argentina, las comunidades indígenas han resistido la expansión del extractivismo del litio, denunciando la contaminación de sus fuentes de agua. En Chile, el modelo de concesiones ha beneficiado a transnacionales mientras los beneficios reales para la población local son insignificantes. En Bolivia, el proyecto de industrialización estatal ha sido una promesa eterna, mientras las corporaciones extranjeras siguen asegurándose su parte del pastel. En cada uno de estos escenarios, los gobiernos han defendido sus decisiones con el mismo lenguaje de modernización, justificando la devastación ecológica con la promesa de una prosperidad futura que nunca llega.

El litio no es la solución al subdesarrollo, es su continuidad. La insistencia en explotar estos recursos sin un replanteamiento estructural sólo refuerza la dependencia de la economía nacional a la extracción de materias primas. Detrás del lenguaje tecnocrático de «progreso», «inversión» y «soberanía económica» está el mismo mecanismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos a costa de la expoliación de muchos. Y cuando el litio se agote, como ocurrió con la plata y el estaño, quedarán las mismas heridas de siempre: tierras secas, comunidades desplazadas, los nuevos barones del mineral como hoy en día prevalecen las cooperativas mineras y sus emporios empresariales multimillonarios, y la ilusión de que esta vez, al menos esta vez, pudo haber sido diferente.

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Lo más irónico es que, a pesar de las advertencias, la maquinaria extractivista sigue avanzando, envuelta en nuevas justificaciones. Ahora no se habla de simple explotación, sino de «minería sostenible», «responsabilidad social empresarial» y «transición energética justa». Sin embargo, en el fondo, el mecanismo sigue intacto: territorios convertidos en zonas de sacrificio, poblaciones locales ignoradas y riqueza que fluye siempre hacia los mismos destinos.

La verdadera alternativa, aquella que cuestionaría de raíz esta lógica de expoliación, ni siquiera es considerada. Imaginar un Potosí que no dependa de la extracción minera es un acto de rebeldía intelectual demasiado subversivo para los arquitectos del desarrollo. Lo cierto es que cualquier modelo económico que suponga la explotación ilimitada de los recursos naturales está condenado al fracaso. Pero en este teatro, la sostenibilidad real es una palabra prohibida.

Y así, el ciclo se repite. Con cada nueva generación, se reescriben las mismas promesas, se reciclan los mismos discursos y se perpetúa la misma tragedia. Potosí sigue siendo el botín de las potencias extranjeras y sus lacayos políticos serviles, que llamaremos “intermediarios locales”, mientras el «progreso» se traduce, una vez más, en miseria disfrazada de oportunidad. En este escenario de falsa modernidad, la gente que vive en el lugar, siguen siendo víctimas de un modelo extractivista que no solo les niega el derecho a un futuro viable, sino que también perpetúa las mismas lógicas de despojo que han definido la historia del continente desde hace siglos.

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CUANDO LAS INSTITUCIONES DE COLEGIATURA PROFESIONAL OBLIGATORIA EN BOLIVIA CONVIERTEN DERECHOS EN PRIVILEGIOS

Por Nulfo Yala

En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

En Bolivia, los colegios de profesionales son organizaciones que agrupan a titulados en distintas áreas del conocimiento, brindándoles representación y regulando ciertos aspectos de su ejercicio profesional. La afiliación algunos de estos colegios es generalmente voluntaria, lo que permite a los profesionales decidir si desean o no formar parte de estas instituciones sin que ello afecte su derecho a ejercer. Un ejemplo claro de esta voluntariedad es el caso de los abogados, arquitectos, economistas y otras profesiones, quienes pueden optar por registrarse en sus respectivos colegios para acceder a ciertos beneficios sin que esto sea un requisito obligatorio para desempeñar su labor.

A diferencia de estos casos, el ejercicio de la ingeniería en Bolivia está regulado por la Ley N° 1449 del Ejercicio Profesional de la Ingeniería. Esta norma establece que para trabajar legalmente como ingeniero, es obligatorio estar inscrito y habilitado en el Registro Nacional de Ingenieros, administrado por la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (S.I.B.). La ley también determina que cualquier persona que ejerza la ingeniería sin estar registrada en la S.I.B. incurrirá en un acto ilegal, bajo delito de ejercicio ilegal de la profesión, lo que puede derivar en la nulidad de sus contratos o  servicios, además de las sanciones legales correspondientes.

Esta imposición resulta contradictoria en un Estado que proclama la inclusión y el respeto al derecho al trabajo. Una vez más se demuestra que, en el juego de poder que subyace en la construcción de lo legal y lo legítimo, esta promesa se desdibuja, se fragmenta, y termina por convertirse en un espejismo. La Constitución Política del Estado (CPE) boliviano, proclama el derecho al trabajo libre y sin discriminación, un enunciado que, en su aparente claridad, oculta las sutiles redes de control que lo socavan. ¿Cómo es posible que un derecho tan fundamental se vea cercado por requisitos que lo condicionan, que lo someten a la lógica de la burocracia y la exclusión? La exigencia del registro en la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (SIB) como condición para ejercer la profesión no es más que un dispositivo de poder que transforma un derecho en un privilegio, en un acto de sumisión a una estructura que se erige como guardiana de lo permitido.

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También la CPE establece que ninguna norma sublegal puede restringir derechos laborales. Sin embargo, en la práctica, esta disposición parece desvanecerse ante la imposición de requisitos adicionales que no encuentran fundamento en la ley ni en la Constitución. La colegiación obligatoria, lejos de ser un mecanismo de garantía profesional, se convierte en un instrumento de exclusión, en un filtro que decide quién puede y quién no puede acceder al ejercicio de su profesión. ¿Acaso no es esto una violación flagrante del derecho al trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación encubierta, una restricción que niega la esencia misma de lo que significa trabajar libremente?

Asimismo, la CPE reconoce que la formación profesional se materializa en títulos otorgados por universidades públicas y privadas legalmente reconocidas, y que estos títulos, en provisión nacional, habilitan para el ejercicio de la profesión en todo el territorio del Estado. Sin embargo, esta habilitación parece no ser suficiente. El título, ese documento que debería ser la llave que abre las puertas del ejercicio profesional, se ve despojado de su valor ante la exigencia de una afiliación obligatoria a una organización privada como la SIB. ¿No es esto una contradicción? ¿No es acaso una forma de subordinar el derecho al trabajo a los intereses de una entidad que se arroga el poder de decidir quién es digno de ejercer su profesión?

La libertad de asociación, consagrada en la CPE, es otro de los principios que se ven vulnerados por la colegiación obligatoria. La Constitución establece que este derecho es fundamental, que nadie puede ser obligado a formar parte de una organización contra su voluntad. Sin embargo, en el caso de los ingenieros, esta libertad se convierte en una ficción. La colegiación obligatoria se transforma en una forma de coerción, un mecanismo que obliga a los profesionales a someterse a una estructura de poder que decide sobre su capacidad para trabajar. ¿Dónde queda, entonces, la libertad de asociación? ¿Dónde queda el derecho a decidir si se quiere o no formar parte de una organización?. Esto no solo contradice este principio, sino que lo pervierte, transformando un derecho en un deber y una libertad en una carga. Este mecanismo, justificado bajo el argumento de garantizar la calidad profesional, refuerza las estructuras de exclusión y desigualdad, pues excluye a quienes no pueden costear la afiliación o no desean someterse a una organización que no representa sus intereses. En este juego de poder, el derecho al trabajo se convierte en un campo de batalla donde se disputan intereses y exclusiones, y los individuos, lejos de ser sujetos autónomos, se transforman en objetos de un poder que decide sobre sus vidas y sus destinos. La ironía, por supuesto, es que todo esto se hace en nombre del bien común, mientras se vulneran los derechos fundamentales que se pretenden proteger.

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En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

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NOMBRES PERMITIDOS Y PROHIBIDOS, LA REGULACIÓN AUTORITARIA DEL ESTADO PLURINACIONAL DE BOLIVIA

Por: Nulfo Yala

La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no.

En Bolivia, la normativa vigente establece un control sobre los nombres que los padres pueden asignar a sus hijos, con el propósito de evitar denominaciones que puedan ser consideradas ofensivas, ridiculizantes o inadecuadas, protegiendo así la dignidad e identidad del menor. Este control es administrado por el Servicio de Registro Cívico (SERECÍ), con base en disposiciones del Código Civil y otras normativas complementarias que facultan a la institución a rechazar nombres que atenten contra la integridad del niño, sean culturalmente incoherentes o puedan generar confusión. La regulación también promueve el uso de nombres tradicionales y culturales, respondiendo a casos previos de registro de nombres extravagantes que motivaron un mayor control en este ámbito.

Sin embargo, esta normativa refleja la constante expansión del control estatal sobre la vida privada, llevándolo al extremo de dictar hasta los nombres que las personas pueden portar. Bajo la excusa de proteger la dignidad del menor, el Estado boliviano se erige como árbitro supremo de lo correcto, estableciendo un criterio homogéneo que ignora la riqueza de la diversidad individual. Esta intromisión no solo despersonaliza, sino que transforma a los ciudadanos en simples piezas de un engranaje diseñado para obedecer y conformarse.

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La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no. Paradójicamente, esta regulación que pretende proteger, en realidad anula la subjetividad y autonomía de las personas, imponiendo una visión que beneficia únicamente a quienes detentan el poder.

Así, lo que debería ser un acto íntimo y libre, como elegir el nombre de un hijo, se convierte en un proceso de dominio y sometimiento del individuo al poder estatal y a las ideologías de los nuevos grupos de poder emergentes. Estos, bajo la bandera de la plurinacionalidad, moldean al ciudadano a su imagen y semejanza, estableciendo normas que privilegian la conformidad sobre la creatividad y la autonomía. Este enfoque no solo aliena al individuo desde su nacimiento, sino que consolida un modelo social donde la ciudadanía es concebida como una masa uniforme, privada de la libertad de cuestionar, innovar o desafiar las estructuras impuestas. En este escenario, el Estado boliviano no protege: domina, utilizando la regulación de los nombres como un símbolo de su capacidad de controlar hasta los aspectos más personales de la vida de sus ciudadanos.

La irracionalidad de esta imposición normativa no solo raya en lo absurdo del subjetivismo, sino que adopta prácticas autoritarias, con listas distribuidas a los funcionarios para que las apliquen con rigor, acompañadas de amenazas y coerciones en caso de incumplimiento. Lo risible del asunto se presenta, por ejemplo, en casos donde los padres deciden poner nombres como «Adolfo» o «Benito», aprobados por el Estado boliviano, pese a ser nombres asociados con figuras históricas que desangraron a la humanidad mediante ideologías fascistas, racistas y nacionalistas. Mientras tanto, nombres que representan significados hermosos o que tienen raíces culturales diversas, como «Opal» del sánscrito, que significa «piedra preciosa», serían rechazados por desconocimiento del funcionario o por no figurar en la lista de nombres permitidos. Por tanto, la imposición de criterios subjetivos por parte de los funcionarios del Estado, quienes, con base en sus propias interpretaciones, determinan qué nombres son aceptables y cuáles no. Esta arbitrariedad genera inconsistencias y vulnera la confianza en un sistema que debería ser imparcial. En un país plurinacional como Bolivia, donde coexisten múltiples culturas y cosmovisiones, esta subjetividad no solo es una falta de respeto hacia la diversidad, sino una muestra del desconocimiento del contexto sociocultural que caracteriza a la nación. Es una triste y patética realidad que evidencia cómo el autoritarismo puede disfrazarse de normativa administrativa para perpetuar una hegemonía cultural, anulando la diversidad y los derechos individuales en Bolivia.

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La restricción de la libertad de los padres se presenta como una de las mayores vulneraciones de esta normativa. Al limitar la capacidad de las familias para decidir un aspecto tan esencial como el nombre de sus hijos, el Estado invade un ámbito que debería estar protegido por la autonomía familiar. Este derecho, reconocido por instrumentos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establece que la familia tiene el deber y la libertad de tomar decisiones que no violenten el respeto mutuo, algo que aquí queda completamente ignorado bajo la sombra de un control autoritario disfrazado de protección.

La desigualdad cultural que emerge de esta normativa pone en evidencia una discriminación inversa. Mientras que los nombres tradicionales reciben prioridad, aquellos que buscan reflejar una identidad global, moderna o incluso innovadora, son desestimados bajo argumentos de «desconexión cultural». Esto afecta particularmente a familias que desean proyectar aspiraciones distintas para sus hijos, enfrentándose a un sistema que, en lugar de respetar esa elección, la reprime bajo el peso de una supuesta defensa de la tradición.

PALESTINA VIVE, PALESTINA LIBRE

Por: Milenka Almanza

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla.

Palestina vive hoy más que nunca; sus sollozos y gritos se multiplican y resuenan en todos aquellos que imploramos su libertad. A días de declararse un supuesto alto al fuego -ya que no cesan los ataques contra Gaza- urge abordar las heridas abiertas que deja la ocupación de un territorio donde la vida en todas sus formas libra una lucha desigual contra la maquinaria de muerte, desposesión y despojo. Palestina, desde hace décadas, ha sido el epicentro de una de las injusticias más brutales de nuestra era: un pueblo sometido a un régimen colonial y neocolonial que perpetúa un ciclo de violencia estructural de «limpieza racial» y genocidio.

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla. Desde 1948, con la declaración del «Estado de Israel», los palestinos han sido despojados de su tierra, fragmentados por fronteras que no respetan sus historias, sus culturas, ni sus derechos.

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La ocupación militar israelí no solo se traduce en la expropiación de hogares, sino en un sistema que criminaliza la resistencia y normaliza la violencia contra un pueblo desarmado donde habita una cultura milenaria. Desalojos forzados, bombardeos sistemáticos, control de la ayuda humanitaria, son las herramientas de un control despiadado que busca borrar a Palestina del mapa y de la memoria.

En ese contexto, es importante comprender que el conflicto en Palestina es el reflejo moderno de un régimen colonial disfrazado de democracia. Israel, como potencia ocupante, se ha beneficiado del respaldo incondicional de potencias occidentales que, al igual que en los tiempos de los imperios coloniales, consideran que ciertas vidas valen más que otras y que vidas pueden ser sacrificadas. Esta neocolonia no opera de manera aislada; se inserta en una economía global que lucra con la militarización, el comercio de armas, el extractivismo, el neoextractivismo y el despojo. Palestina, tristemente para Israel, es hoy un laboratorio del autoritarismo moderno, donde se experimentan tecnologías de vigilancia y represión que luego son exportadas al resto del mundo.

El Estado de Israel, lejos de ser un refugio seguro tras el Holocausto, ha adoptado la lógica opresora que juró combatir. Con el apoyo incondicional de la mayoría de los países del mundo occidental, ha consolidado una alianza que utiliza la narrativa del «terrorismo» para justificar crímenes de lesa humanidad. La industria armamentista estadounidense encuentra en la ocupación de Palestina un mercado perpetuo, mientras las resoluciones internacionales contra el apartheid israelí son vetadas o ignoradas. Aquí no hay neutralidad posible: el silencio de las potencias globales es complicidad directa con el sufrimiento de millones de palestinos.

La palabra apartheid no es una exageración; es una descripción precisa de la segregación sistémica que sufren los palestinos. Desde las leyes que limitan sus movimientos hasta las que restringen su acceso a servicios básicos, el apartheid israelí ha institucionalizado la desigualdad como forma de gobierno. Este sistema se sostiene en la deshumanización, en la idea de que los palestinos son menos merecedores de derechos que sus opresores. La narrativa oficial los presenta como amenaza, cuando en realidad son la víctima de una maquinaria colonial que busca eliminarlos de su propia tierra, de su vida, de su historia: presente y futuro.

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Las cicatrices del pueblo palestino no son solo físicas; son también culturales, sociales y psicológicas; así como las cicatrices de los miles de especies de fauna y flora que perecieron por la supuesta superioridad israelí. Cada generación hereda el dolor de la anterior, mientras los niños crecen entre los escombros de hogares destruidos y familias desmembradas. Estas cicatrices son el recordatorio constante de que el genocidio no es un acto único, sino un proceso continuo que busca quebrar la voluntad de un pueblo entero, su territorio y la naturaleza que los acoge.

Lo que no se nombra no existe: lo que ocurre en Palestina es ¡genocidio! No solo por las muertes, sino por el intento sistemático de borrar una cultura, un idioma y una historia. Cada ataque, cada bombardeo y cada acto de represión es parte de un plan macabro para hacer desaparecer a los palestinos como pueblo. Este genocidio no es solo un crimen contra ellos; es un crimen contra la humanidad, contra todos los principios que supuestamente sostienen nuestra civilización.

A pesar de todo, Palestina vive. Vive en las canciones que cruzan fronteras, en los grafitis que denuncian el apartheid, en las marchas solidarias que llenan las calles del mundo. Vive en la resistencia cotidiana de quienes se niegan a ser borrados, en las manos que siembran olivos como acto de rebeldía y esperanza. El pueblo palestino nos recuerda que la lucha por la libertad no tiene fronteras ni caducidad. Palestina no es solo una causa local; es un llamado global a combatir todas las formas de opresión y a construir un mundo donde la vida, y no el capital, sea el centro.

El grito de Palestina es también el nuestro. Que su resistencia nos inspire a cuestionar los sistemas que perpetúan el despojo y la violencia, y a luchar por un mundo donde la justicia no sea una utopía, sino una realidad tangible. Palestina vive porque su resistencia es inmortal.

Este grito se enmarca también en las promesas vacías de altos al fuego que, lejos de traer una verdadera solución, operan como estrategias de distracción y desgaste para el pueblo palestino. Estas treguas, anunciadas como avances hacia la paz, no son más que espejismos en un desierto de injusticias. Mientras se negocian supuestos acuerdos, las estructuras del apartheid y la ocupación permanecen intactas, perpetuando el sufrimiento y retrasando cualquier posibilidad real de justicia. Es imprescindible denunciar estos falsos altos al fuego y exigir una paz que no sea simplemente la ausencia de violencia directa, sino la restitución de derechos, dignidad, vida para Palestina y vida para el territorio y la naturaleza que los acoge.

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A NO VOTAR EN NOMBRE DE LA DEMOCRACIA EN EL ESTADO BOLIVIANO

Por Nulfo Yala

Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.

En Bolivia, el sistema electoral se basa en el principio de obligatoriedad del voto, tal como establece la Constitución Política del Estado y la Ley del Régimen Electoral. Según la normativa, el sufragio no solo es un derecho, sino también un deber y una función política de carácter obligatorio. Todas las personas mayores de 18 años inscritas en el padrón electoral deben participar en los procesos electorales, y esta participación se acredita mediante un certificado de sufragio. Este documento es indispensable para realizar trámites administrativos, bancarios y notariales en los 90 días posteriores a las elecciones, garantizando así que el voto sea cumplido por la mayoría de la población.

Este mecanismo busca fortalecer la democracia participativa y asegurar una representación amplia de la ciudadanía en las decisiones políticas. Sin embargo, la obligatoriedad también incluye sanciones para quienes no voten sin una justificación válida, como restricciones para realizar ciertos trámites.

No obstante, esta misma obligatoriedad, que se promueve como un pilar democrático, pone en evidencia profundas contradicciones que terminan socavando los principios fundamentales de una verdadera democracia. Bajo el pretexto de garantizar la participación, el Estado decide imponer el voto como una obligación ineludible, olvidando que en una democracia auténtica, la libertad individual debería incluir el derecho a no votar si así se desea. Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.

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El voto como derecho y no solo como deber plantea una reflexión aún más profunda sobre este conflicto entre libertad y obligación. En su esencia, la participación política, incluido el voto, es un derecho que debería ejercerse de manera voluntaria para reflejar auténticamente la voluntad ciudadana. Sin embargo, al transformarlo en un deber obligatorio, el sistema electoral desvirtúa su naturaleza voluntaria, reduciendo el voto a un acto burocrático que pierde significado como expresión auténtica de decisión política. Un derecho, por definición, no debería implicar una obligación automática; su ejercicio debería ser una opción consciente y no una imposición. De lo contrario, se corre el riesgo de que el voto, en lugar de ser una herramienta poderosa de decisión individual, se convierta en un mero trámite que erosiona la confianza en la democracia que pretende reforzar.

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Las sanciones administrativas asociadas a no votar, como las restricciones para realizar trámites, generan exclusión y contradicen el principio de inclusión que debería regir en una democracia plena. Estas medidas, diseñadas para fomentar la participación electoral, terminan siendo discriminatorias, afectando especialmente a sectores que enfrentan barreras logísticas, económicas o personales, o que simplemente deciden no ejercer su voto por razones individuales. En lugar de promover una inclusión genuina, estas sanciones perpetúan desigualdades y dificultan la representación equitativa, debilitando así los ideales de una democracia auténtica y pluralista, que garantice el derecho a no votar, en tanto sociedad democrática como se pretende enarbolar.

La obligatoriedad del voto puede interpretarse como un rasgo de autoritarismo dentro del sistema democrático, pues impone una participación forzada, lo que contradice la esencia de la democracia como un espacio de libertad y decisión individual. Resulta casi irónico que un sistema que se vanagloria de su compromiso con la libertad recurra a la coerción para llenar urnas. Al parecer, la confianza en el juicio ciudadano no basta, y el Estado opta por dictar un deber travestido de derecho. ¿Qué valor tiene una democracia que necesita obligar para legitimar su existencia? Más que un ejercicio de soberanía, este mandato se convierte en un recordatorio constante de que, a veces, el poder se siente más cómodo con la obediencia que con la auténtica elección.

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En un Estado como el boliviano, donde la corrupción parece haberse normalizado como parte de la idiosincrasia y donde el sistema judicial está marcado por la podredumbre y la desconfianza, la obligatoriedad del voto intensifica el daño. En un contexto donde las opciones electorales suelen ser percibidas como igualmente corruptas e injustas, el acto de votar deja de ser una expresión de soberanía para convertirse en un ejercicio vacío, una obligación que legitima un sistema fallido. Más que un mecanismo de participación, esta obligatoriedad busca utilizar al ciudadano como instrumento para avalar una trágica realidad de mediocridad y corrupción institucional. Al forzar el sufragio, el Estado no solo impone una apariencia de democracia ante el mundo, sino que convierte a los ciudadanos en cómplices involuntarios de un sistema que perpetúa la desigualdad y la falta de justicia. Este disfraz de democracia, lejos de empoderar, socava los principios de libertad democrática y hunde al país en una noche interminable de complicidad y tragedia, que lamentablemente parece no tener un final a la vista.

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REFLEXIONES ACERCA DEL PRÓXIMO CONGRESO INSTITUCIONAL DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA TOMÁS FRÍAS 2025

Por Nulfo Yala

En este contexto, es inevitable cuestionar si la autonomía universitaria, concebida originalmente como una garantía de independencia académica, no ha sido malinterpretada y utilizada como un escudo para perpetuar prácticas nocivas. En lugar de fomentar la innovación y la excelencia, muchas universidades públicas han caído en un estado de autocomplacencia y corrupción estructural, donde las transformaciones son vistas como amenazas al equilibrio de poder existente.

Un congreso institucional de la Universidad Autónoma Tomás Frías, en teoría, se perfila como un hito trascendental en la historia de esta institución. Se trata de un evento que tiene la responsabilidad de redefinir sus políticas académicas, investigativas y de extensión, además de establecer su estructura organizacional, modelo educativo, sistema curricular y política económica. Con la creación de comisiones de cogobierno docente-estudiantil, se promete garantizar una participación inclusiva en los procesos decisorios. Sin embargo, detrás de estas atribuciones aparentemente prometedoras se oculta un conjunto de dinámicas y contradicciones que ponen en entredicho la posibilidad real de alcanzar un cambio significativo y sustentable.

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En los discursos oficiales, los congresos son presentados como mecanismos democratizadores, capaces de canalizar las demandas de la comunidad universitaria hacia una transformación institucional. Pero, ¿hasta qué punto estos espacios pueden cumplir con sus propósitos cuando los actores principales son parte inherente del problema? La idoneidad, la integridad y el compromiso son virtudes escasas entre quienes, a lo largo de los años, han contribuido a la descomposición de la universidad como institución. Así, las esperanzas depositadas en el congreso se ven diluidas por la realidad de una institucionalidad que, en lugar de aspirar a transformar, busca perpetuar de una manera incomprensible perpetuar sus modos y formas de control, para heredarlas ¿tal vez a una nueva camada?

La politización de la universidad es una de las principales problemáticas que comprometen su misión académica. En las últimas décadas, las estructuras universitarias han sido manipuladas hasta convertirse en espacios donde la mediocridad, la corrupción y el intercambio de prebendas prevalecen y se normalizan en el día a día. Lejos de ser un espacio de formación y generación de conocimiento, la universidad ha devenido en un reflejo de las mismas patologías que aquejan al sistema político nacional y a sus funestos actores: ¿es posible esperar un cambio genuino de quienes, en su mayoría, han instrumentalizado a la universidad como un medio para extender sus beneficios personales alargando indefinidamente sus tentáculos de poder?

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La situación es aún más preocupante cuando se analiza el impacto de estas dinámicas en los estudiantes, quienes ingresan con la intención de formarse académicamente pero terminan siendo cooptados por una cultura de politiquería prebendal. Los llamados «estudiantes dinosaurios», que son de conocimiento público, aquellos que han prolongado su vida universitaria más allá de lo razonable, representan un síntoma visible de esta degeneración. Estas figuras, lejos de contribuir al desarrollo intelectual y profesional de la comunidad estudiantil, perpetúan un sistema corrupto que privilegia el oportunismo sobre el mérito. Así, los ideales de ciencia y conocimiento quedan relegados, mientras que las becas y otros beneficios estudiantiles son utilizados como herramientas de control y perpetuación del mal llamado cogobierno. O en el otro extremo los “docentes dinosaurios” que les interesa un comino si enseñan bien o no y que gracias a este sistema corrupto y prebendal, de la mano de las autoridades que apoyaron políticamente, logran distribuirse a su gusto y antojo materias, horarios y demás beneficios para mantenerse seguros, indefinidos, buscando el máximo rédito económico posible en lo que les queda de actividad, hasta que les de la gana de liberar al fin a la universidad del yugo asfixiante de esta suerte a la que han sido sometidos no solo los estudiantes, que en muchos casos son cómplices directos o indirectos, sino de otros docentes de vocación que por cansancio terminan agotándolos, aislándolos o llevándolos a abandonar la enseñanza.

En este contexto, es inevitable cuestionar si la autonomía universitaria, concebida originalmente como una garantía de independencia académica, no ha sido malinterpretada y utilizada como un escudo para perpetuar prácticas nocivas. En lugar de fomentar la innovación y la excelencia, muchas universidades públicas han caído en un estado de autocomplacencia y corrupción estructural, donde las transformaciones son vistas como amenazas al equilibrio de poder existente.

La instrumentalización política de las universidades públicas alcanza su clímax en momentos de crisis nacional, como el golpe de Estado de 2019 en Bolivia. En lugar de desempeñar un rol mediador y reflexivo, éstas se convirtieron en actores activos de la confrontación y la violencia. De la mano de sectores radicales como los comités cívicos, estas universidades fueron utilizadas como plataformas para exacerbar el caos, socavando aún más su legitimidad y alejándose de su propósito educativo. La universidad, lejos de ser un bastión de pensamiento crítico, ha sido cooptada por intereses externos que la han reducido a un instrumento más de la fratricida y malograda politiquería en la que está sumergido este país.

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Con todo esto, surge una pregunta que resuena con fuerza: ¿puede algo viejo, decadente y corrupto construir algo nuevo, vital y sano? La respuesta, por desalentadora que sea, es un contundente NO. Los procesos de cambio, tal como están planteados, no solo carecen de la capacidad para generar una transformación auténtica, sino que podrían consolidar aún más las dinámicas autoritarias y corruptas que han caracterizado a la institución. En lugar de emerger como un espacio renovador, la universidad corre el riesgo de convertirse en el epítome de lo que debería combatir: un ente caduco, incapaz de responder a las demandas de una sociedad en crisis.

Lo más irónico de este panorama es que, bajo el pretexto de buscar transformaciones, se perpetúa la decadencia. Aquellos que han contribuido a la degradación de la universidad buscan ahora erigirse como los grandes reformadores, como si su legado no fuese ya un testimonio elocuente de su incapacidad. En este ciclo de corrupción y mediocridad, las nuevas generaciones quedan atrapadas, privadas de la oportunidad de reimaginar y reconstruir la institución desde fundamentos éticos y académicos.

La reflexión final no puede sino ser amarga: los resultados de este congreso, lejos de inaugurar una nueva era, probablemente reforzarán las viejas prácticas, consolidando un sistema que no solo ha fallado en cumplir con su propósito, sino que ha contribuido activamente a su propia descomposición.

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LOS INCENDIOS FORESTALES EN BOLIVIA: LA QUEMA DE UN PAÍS EN NOMBRE DEL DESARROLLO ECONÓMICO

Por Nulfo Yala

La ironía más cruel es que este discurso de desarrollo económico no solo se ha normalizado, sino que se exige con fervor casi religioso. En muchos lugares de Bolivia, la búsqueda de riqueza se ha convertido en un mandato cultural, impuesto incluso a fuerza de imposiciones. ¿El resultado? Una sociedad que, en su mayoría, acepta este modelo sin cuestionamientos, asistiendo a misa para bendecir su complicidad, mientras el humo de los incendios se eleva como una plegaria torcida hacia un cielo que se oscurece cada vez más.

En el año 2024, Bolivia marcó un hito devastador: diez millones de hectáreas de bosque, flora, fauna y, en última instancia, esperanza, fueron reducidas a cenizas. Para contextualizar, esa cifra equivale a quintuplicar la superficie combinada de los diez países más pequeños de Europa. ¿Qué explica semejante catástrofe? No fue un capricho de la naturaleza ni un accidente aislado. Fue, más bien, la consecuencia lógica de un sistema que prioriza la voraz acumulación de riqueza sobre la preservación del único hogar que todos compartimos.

En el guion de esta tragedia, todos tienen un papel. Los chaqueos, presentados como una tradición «necesaria», se llevan a cabo con el entusiasmo ciego de quienes ven el bosque no como un ecosistema, sino como un obstáculo para el progreso. Las expansiones agrícolas, en apariencia emprendimientos loables, se desarrollan con un trasfondo oscuro: la habilitación de tierras mediante fuego. Y todo esto, con la bendición de una legislación que premia estas prácticas, asegurando que el espectáculo continúe. Porque, después de todo, en un país donde la economía se idolatra como una religión, ¿quién se atrevería a criticar a los «emprendedores capitalistas»?

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Pero, ¿quiénes son estos denominados emprendedores? Desde los pequeños agricultores que intentan sobrevivir en un sistema que los oprime, hasta los grandes terratenientes que poseen más tierra de la que podrían recorrer en toda su vida, todos participan en este juego macabro. Sin embargo, no nos engañemos: el peso de la culpa no se reparte equitativamente. En la región de Santa Cruz, por ejemplo, hay propiedades tan extensas que rivalizan con países enteros. Lo inconcebible no es solo su tamaño, sino la avaricia desmedida de sus dueños, que no tienen reparos en reducir a cenizas áreas aún mayores para alimentar su insaciable hambre de tierra para exprimirlas hasta inutilizarlas con tal de satisfacer sus deseos de posesión económica y riqueza.

¿Y el gobierno? Bien, gracias. Mientras el humo oscurece el cielo y la biodiversidad desaparece, el gobierno observa desde la comodidad del poder. No vaya a ser que arriesgue réditos políticos al enfrentarse a esta desoladora situación, pues los votos pesan más que la vida misma de los ecosistemas. La connivencia entre política y economía se revela en toda su crudeza: un sistema donde el Estado prefiere el silencio a la acción, el cálculo electoral a la responsabilidad ambiental.

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Este modelo, que algunos llaman modelo de desarrollo, incluso regionalizándolo y pasando a denominarle «modelo cruceño» no es otra cosa que una fantasía disfrazada de pragmatismo. Promete riqueza y bienestar para todos, pero entrega un presente de desigualdad y un futuro de devastación. Su verdadero evangelio no es el progreso, sino el enriquecimiento de unos pocos, siempre a expensas de los muchos. En este relato, los pobres, engañados con la promesa de que algún día también serán ricos, aplauden desde las gradas, mientras los ricos continúan su festín.

No contentos con destruir el presente, estos mismos actores moldean un futuro aún más sombrío. Las especies que se extinguen, los suelos que se vuelven estériles y el aire que se contamina no son problemas abstractos; son señales de un colapso inminente que afectará a todos. Pero en la lógica del modelo actual, estas consecuencias no importan. Porque, al final, ¿qué es un ecosistema devastado frente a la posibilidad de aumentar un porcentaje en los balances económicos de los poderosos?

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La ironía más cruel es que este discurso de desarrollo económico no solo se ha normalizado, sino que se exige con fervor casi religioso. En muchos lugares de Bolivia, la búsqueda de riqueza se ha convertido en un mandato cultural, impuesto incluso a fuerza de imposiciones. ¿El resultado? Una sociedad que, en su mayoría, acepta este modelo sin cuestionamientos, asistiendo a misa para bendecir su complicidad, mientras el humo de los incendios se eleva como una plegaria torcida hacia un cielo que se oscurece cada vez más.

El problema es que, cuando el próximo incendio inevitable arrase con lo que aún queda, todos repetirán la misma coreografía. Los poderosos empresarios capitalistas culparán a «los invasores de sus tierras» como si la tierra no fuera de todos los bolivianos, los políticos culparán al clima, los cívicos al gobierno, y la sociedad civil mirará hacia otro lado. La memoria colectiva, tan efímera como el humo, garantizará que nada cambie. Y cuando llegue el día en que no quede aire para respirar ni tierra donde plantar, tal vez se recuerde que todo esto fue permitido por la ambición desmedida de unos pocos y la pasividad de todos los demás. Para entonces, sin embargo, será demasiado tarde.

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DESARROLLO A CUALQUIER COSTO Y LA CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: “EL MODELO DE DESARROLLO ECONÓMICO CRUCEÑO”

Por Nulfo Yala

Este «gran» modelo económico no solo está diseñado para colapsar, sino para hacerlo de manera espectacular, dejando tras de sí una estela de injusticia social, pobreza y degradación ambiental. Pero hasta que ese momento llegue, al menos podremos disfrutar de la ironía de ver cómo se celebra un sistema que, en el fondo, no es más que una maquinaria de desigualdad disfrazada de éxito.

En una tierra tan bendecida como Santa Cruz, Bolivia, donde parece que la naturaleza ha conspirado para ofrecerlo todo, ¿quién podría cuestionar el magnífico “modelo económico cruceño”? Un modelo tan brillante que ha logrado erigirse como el motor de Bolivia, dejando en el polvo cualquier preocupación por el bienestar social, el medio ambiente o incluso la sostenibilidad a largo plazo. Claro, ¿para qué pensar en el futuro cuando se dice que el presente puede ser tan lucrativo como el modelo promete?

El modelo cruceño, con su deslumbrante visión de crecimiento a toda costa, ha convertido el capitalismo en un deporte extremo, donde solo los más fuertes sobreviven. Y, ¿qué mejor manera de asegurar ese crecimiento que a través de la explotación intensiva de los recursos naturales? Si Santa Cruz tiene tierras fértiles, lo lógico es arrasar con ellas. Después de todo, ¿quién necesita biodiversidad cuando se tiene soya y caña de azúcar? En un mundo tan generoso, los suelos nunca se agotan, y los ecosistemas, ¡pues claro que se regeneran solos!

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Y ahí está, por supuesto, el verdadero héroe de esta epopeya: el capitalista cruceño, con su espíritu emprendedor que tanto se celebra en el modelo. ¡Qué fascinante es que este “espíritu” se traduzca en un capitalismo salvaje, depredador, que no se detiene ante nada! Para ellos, las montañas son minas, los bosques simples campos de cultivo a la espera de ser explotados, y el agua… bueno en el futuro, lo que quede, se la mercantilizará, y si no, se la disputará. El cambio climático tiene sus propios planes. En este cuento, el progreso no se mide en bienestar humano, sino en toneladas de exportación.

Pero, ¿quién necesita preocuparse por el desarrollo humano y social cuando el crecimiento económico es el único indicador que importa? En esta tierra prometida, los migrantes que llegan no vienen en busca de oportunidades, sino, al parecer, como simples peones de un granero global. ¿Y qué decir de las comunidades indígenas, esas que han vivido durante siglos en armonía con la naturaleza? ¿anticuados? No entienden que la modernidad requiere sacrificios. Seguro agradecerán ver sus tierras convertidas en monocultivos.

Y en cuanto a la visión de futuro, ¡qué admirable es su ambición! Un plan que se proyecta a 2061, pero que parece ignorar que el cambio climático podría convertir todo ese suelo fértil en desiertos. Quizás en ese entonces se descubra un nuevo recurso que explotar, porque en este “modelo” siempre hay una próxima gran oportunidad, una próxima hectárea que talar, un próximo río que desviar. Es fascinante cómo el discurso de progreso parece estar en contradicción con el hecho evidente de que, sin un medio ambiente saludable, no habrá futuro que sostener.

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Ah, y por supuesto, la sostenibilidad. Esa palabra tan de moda. Pero en Santa Cruz, ¿para qué complicarse con términos que suenan a restricciones? Mejor dejar que la tierra y los recursos den todo lo que puedan hasta que ya no quede nada. Total, siempre habrá algún otro lugar por conquistar, algún otro recurso por agotar. Y si no, siempre está la posibilidad de echarle la culpa al cambio climático, como si este fuera un fenómeno que ocurre aislado de las prácticas que tanto defiende el modelo cruceño.

Es que, realmente, ¿quién necesita preocuparse por la sobreexplotación de los recursos cuando el crecimiento económico es tan rápido y aparentemente inagotable? La deforestación, la pérdida de biodiversidad, la contaminación de los ríos… todo esto parece un pequeño precio a pagar por el éxito económico de la región. Después de todo, ¿qué es más importante, preservar el planeta o mantener las exportaciones de soya? Al parecer, la respuesta es obvia para los defensores de este modelo y aunque pese, también al gobierno de Bolivia, que no solo se creyó el cuento, sino que lo asume como propio como una consecuencia del modelo capitalista del actual gobierno; que, aunque jure y perjure, los hechos pesan más que las promesas y las ficciones utópicas de un socialismo que nos vender y que falazmente dicen defender.

Lo más encantador de todo es cómo este modelo perpetúa la idea de que todos tienen las mismas oportunidades de éxito. ¡Qué mentira tan bien contada! En realidad, el supuesto “modelo cruceño” no es más que un sistema diseñado para favorecer a los que ya tienen el poder económico, mientras que el resto, los campesinos, los trabajadores, las comunidades indígenas, son dejados de lado, convertidos en meros engranajes de una máquina que los explota para beneficio de unos pocos. Y por supuesto, en nombre del «desarrollo», porque todo vale cuando se trata de hacer crecer la economía.

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Este «gran» modelo económico no solo está diseñado para colapsar, sino para hacerlo de manera espectacular, dejando tras de sí una estela de injusticia social, pobreza y degradación ambiental. Pero hasta que ese momento llegue, al menos podremos disfrutar de la ironía de ver cómo se celebra un sistema que, en el fondo, no es más que una maquinaria de desigualdad disfrazada de éxito.

Finalmente, uno no puede evitar preguntarse: ¿será que este brillante modelo de desarrollo, con su enfoque en el extractivismo y el capital por encima de todo, es realmente sostenible? ¿O estamos presenciando una ilusión que, aunque próspera en el presente, está destinada a colapsar en el futuro cuando ya no queden recursos que explotar? Quizás el «modelo cruceño» no sea más que un espejismo de éxito económico, que ignora la inviabilidad de su enfoque frente al desarrollo humano, social y ambiental. Pero, claro, ¿quién necesita esas preocupaciones cuando se necesita que el dinero fluya, al menos por ahora, cuando como anillo al dedo, no existen los dólares que son la gasolina para poner en funcionamiento el motor de la maquinaria expoliadora capitalista?

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LA MERCANTILIZACIÓN DE LA EDUCACIÓN EN LAS UNIVERSIDADES PÚBLICAS DE BOLIVIA

Por: Nulfo Yala

La mercantilización de la universidad pública en Bolivia no es solo una tragedia educativa, sino una traición a los ideales que alguna vez la definieron. Lo que queda es una institución vacía, moldeada por intereses personales y desprovista de su misión original: formar ciudadanos y no clientes.

Desde hace un tiempo atrás, las universidades públicas en Bolivia han comenzado a mercantilizarse. No se trata de un fenómeno abrupto o sorprendente, sino más bien de un proceso insidioso, donde la educación superior se ha convertido en un lucrativo negocio, especialmente a través de los posgrados. Es irónico, considerando que estas mismas universidades están subvencionadas por el Estado boliviano, pero ¿qué más se puede esperar en un país donde la paradoja es la norma?

En este nuevo mercado, los posgrados son la joya de la corona. Desde diplomados—los cuales abundan como si fueran pan caliente—hasta maestrías, doctorados y hasta posdoctorados, se ofrecen a precios de mercado, como si el conocimiento fuera un simple bien de consumo. El precio, por supuesto, depende de la universidad que los promocione, creando una suerte de subasta educativa donde los estudiantes, cual postores, compiten por acceder a la mejor oferta. ¿La educación como un bien universal? No, eso es cosa del pasado. Ahora, la ley de la oferta y la demanda rige incluso en los claustros que deberían ser sagrados.

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Pero, seamos justos, los defensores de esta mercantilización tienen sus argumentos. Se dice, con la convicción de quien cuenta una mentira que ya se cree, que estos recursos son necesarios para subvencionar los gastos de funcionamiento de las universidades. Estos gastos, conviene recordar, han crecido hasta convertirse en un monstruo ingobernable, resultado de épocas de derroche y contrataciones irresponsables. La moda de los «docentes consultores», a precio de rebaja en el mercado, que engrosan las planillas salariales para cubrir la desenfrenada creación de carreras con títulos tan rimbombantes como inútiles, ha llegado para quedarse.

Y en este escenario de austeridad, impuesto con la frialdad de una daga por el Ministerio de Economía, las universidades públicas se ven obligadas a pedir recursos extraordinarios, no para mejorar la calidad educativa, sino para cubrir los gastos descontrolados del pasado. En lugar de fiscalizar estos excesos o auditar las cuentas para identificar a los responsables, el gobierno ha optado por mirar hacia otro lado. Es más fácil dejar que las universidades continúen en su espiral descendente, aceptando este plan de austeridad que, de hecho, es un tiro de gracia a la autonomía universitaria y una rendición absoluta al fracaso en la administración eficiente de los recursos.

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Este desmoronamiento de la universidad pública ha legitimado, por fin, lo que muchos temían: el inicio de una privatización velada. Hoy, se evalúa la pertinencia de las carreras no por su valor académico o su contribución al bien común, sino por los recursos que generan. Así, el mercantilismo de los cursos de posgrado se ha convertido en la tabla de salvación para cubrir los derroches pasados, transformando a las universidades en empresas que persiguen el lucro a cualquier costo.

La ironía no puede ser más evidente. La Constitución Política del Estado asume como un principio fundamental el derecho de las personas a recibir una educación gratuita, en condiciones de igualdad y equidad, orientada a eliminar las diferencias sociales y económicas entre bolivianos. Pero, ¿acaso este principio tiene algún valor cuando las universidades públicas, que deberían garantizar ese derecho, están inmersas en un comercio descarado de la educación superior? ¿Qué pasa con aquellos que no tienen los recursos para acceder a estos costosos programas de posgrado? Parece que la igualdad y la equidad son conceptos que se evaporan en el aire cuando el dinero entra en escena.

Resulta entonces incoherente que universidades públicas, parte integral de la institucionalidad del Estado, se conviertan en entidades con fines de lucro, ahora incluso en carreras de posgrado, que el negocio ha llamado convenientemente con el título mercantil de “programas”. ¿Cómo puede justificarse que los estudiantes deban pagar matrículas para «contratar docentes consultores privados»? Esto no es más que una contradicción flagrante, un sinsentido que desdibuja la esencia misma de lo que debería ser la educación pública.

La universidad pública en Bolivia, antaño un bastión de lucha ideológica contestataria y de desarrollo intelectual, ha cedido ante las presiones del capitalismo, transformándose en una empresa que lucra con la necesidad de especialización de la educación superior. Irónicamente, parece que el destino de estas instituciones es convertirse en lo que siempre combatieron: un engranaje más en la maquinaria mercantilista que reduce todo a la búsqueda de lucro, como lo hacen las empresas privadas y corporaciones dedicadas al negocio de la educación. Solo que, a diferencia de estas últimas, las universidades públicas están subvencionadas por el Estado. Qué conveniente, ¿no?

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Las consecuencias de esta transformación son múltiples, pero la causa principal es clara: la misma gente que compone estas universidades. Docentes y estudiantes, movidos por prebendas, contubernios y corrupción—cosas que ya no son secretos—, han erosionado la autonomía universitaria, convirtiéndola en un escudo de impunidad. Este proceso ha resquebrajado no solo la institucionalidad, sino la esencia misma de la universidad pública, transformándola a imagen y semejanza de quienes, al tomar el poder, han visto en ella una oportunidad para consolidar un salvaje mercantilismo que solo busca lucrar, sin importar el costo.

Entonces, ¿es este el final de la educación pública en Bolivia? Todo parece indicar que el daño es irremediable y que estamos en un punto de no retorno. La educación superior, convertida en un negocio de certificación profesional al que solo pueden acceder aquellos que tienen dinero para pagar, ha perdido su propósito original. Y todo esto sin siquiera entrar en el debate sobre la calidad, pertinencia y la corrupción que acechan detrás de estos cursos—un tema que, sin duda, merecería otro ensayo.

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