Por Nulfo Yala:
No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.
La minería, ese ídolo de barro con pies de dinamita, no solo saquea territorios, sino que impone su dominio a sangre y fuego, como si el suelo estuviera escrito en su nombre y el aire debiera pagar tributo a sus explosivos. Se apropia de los espacios sin más justificación que su propia voracidad, reduciendo montañas a escombros y comunidades a meros obstáculos en su insaciable expansión. No hay fronteras para su dominio hoy ni siquiera se detiene ante las escuelas, porque el conocimiento y la conciencia son más peligrosos que cualquier pleito de tierras.
El reciente estallido de dinamita en cercanías a la escuela Jaime Mendoza de Potosí, Bolivia el 15 de marzo del 2025 pasado, no es un accidente ni una anécdota aislada; es la síntesis brutal de un sistema que normaliza la violencia para garantizar el extractivismo. No se trata solo de quienes encienden la mecha, sino de una estructura entera que tolera, financia y aplaude la lógica del saqueo. En este régimen de poder, la educación no tiene prioridad, la salud es un daño colateral y la vida misma es un recurso expendible. Los niños que intentaban aprender algo en ese momento recibieron una lección más profunda que cualquier contenido curricular: en la jerarquía del poder, ellos y sus derechos están por debajo del estruendo minero. Aquí no se discute ni se negocia; se impone. Se dinamita. Se silencia.

Lo verdaderamente alarmante no es solo la violencia minera en sí misma, sino la arquitectura política que la sostiene, la encubre y la alimenta con una mezcla de oportunismo y cobardía. No se trata de un fenómeno espontáneo ni de meros desbordes del sector cooperativista, sino de una estructura diseñada con precisión quirúrgica para garantizar que estos grupos se conviertan en los nuevos dueños del país, con licencia para contaminar, saquear y, cuando sea necesario, dinamitar cualquier forma de oposición. Es un régimen de poder donde el gobierno, lejos de actuar como regulador o garante de derechos, ha preferido convertirse en cómplice. No por error ni por descuido, sino por cálculo político, por la necesidad de mantener una base de apoyo que, en su ambición de perpetuarse en el poder, terminó por devorarlo desde adentro.
El Movimiento al Socialismo (MAS) es el arquitecto de esta distopía minera. Su visión de una Bolivia socialista quedó enterrada bajo toneladas de escombros, no porque haya sido derrotada por sus enemigos históricos, sino porque fue destruida desde dentro, consumida por los monstruos que él mismo creó. El gran proyecto de transformación social terminó convertido en una versión exacerbada del capitalismo extractivo, donde el proletariado minero, en lugar de ser emancipado, fue transformado en una élite rapaz con más privilegios que la oligarquía que supuestamente se pretendía erradicar. Irónicamente, este modelo no eliminó a la burguesía que tanto despotricaban los ideólogos del MAS (recuérdese por ejemplo a Linera) ,sino que la reforzó, la expandió y la vistió con un disfraz de cooperativismo revolucionario, un eufemismo conveniente para lo que en la práctica es un grupo empresarial con capacidad de extorsión política y licencia para operar a punta de explosiones y violencia extrema (recuérdese la muerte del Viceministro Illanes que fue muerto a golpes por mineros cooperativistas en conflictos mineros del 2016).
Es trágico y a la vez irónico que quienes alguna vez fueron presentados como la vanguardia del pueblo trabajador sean hoy los nuevos barones del extractivismo, con un poder tan descomunal que ya ni siquiera necesitan la aprobación del gobierno para actuar. No solo han tomado el control de la riqueza del subsuelo, sino que se han apropiado de los mecanismos de decisión política, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado, con sus propias reglas y su propia lógica de acumulación. Mientras el MAS se fragmenta en luchas internas y su base social se erosiona, este nuevo grupo de poder minero ha demostrado ser el verdadero poder fáctico, un bloque inamovible con capacidad de chantaje, negociación y, cuando es necesario, violencia abierta.
El socialismo del siglo XXI, al menos en Bolivia, terminó pariendo su peor pesadilla: una nueva burguesía que no solo se adueñó de las riquezas naturales, sino que lo hizo con una narrativa de justicia social que hoy suena a broma de mal gusto. La misma maquinaria que en el discurso decía combatir el capitalismo terminó generando su versión más grotesca: una clase dominante que se autoidentifica como proletaria, pero que vive de la acumulación de riqueza, la explotación de recursos y la imposición de su voluntad por la fuerza. No es un accidente ni un desvío inesperado, sino la consecuencia lógica de un modelo que, al intentar garantizar la lealtad de ciertos sectores, les otorgó un poder sin límites.
Hoy Bolivia no enfrenta solo el problema de la contaminación minera o la apropiación de territorios, sino la consolidación de una élite con poder económico, político y, lo más peligroso armado con explosivos. Porque mientras otros sectores de la sociedad deben acatar normativas y regulaciones, este grupo tiene en su arsenal algo que nadie más posee: explosivos y dinamita, una metáfora perfecta del país que han construido. Un país donde la palabra “cooperativa” ya no significa trabajo comunitario ni economía solidaria, sino poder corporativo, violencia descomunal y una maquinaria de destrucción disfrazada de lucha social.
Si algo queda claro en este escenario es que la gran obra política del MAS no fue la justicia social ni la redistribución equitativa de la riqueza, sino la creación de un nuevo Leviatán minero que no reconoce más autoridad que la suya propia. En su intento de moldear un nuevo orden político, el gobierno terminó por fabricar su propia caída, entregando el poder a un sector que ahora lo devora sin el menor remordimiento. No es solo una crisis política, es el epílogo de un experimento que creyó estar construyendo una revolución y terminó engendrando un régimen donde la verdadera soberanía no la tiene el pueblo, sino quienes poseen la dinamita y los títulos de concesión.
Mientras tanto, los demás nos vemos reducidos a voces que claman en el desierto, gritos apagados por el estruendo de la dinamita y el rugido de las maquinarias extractivas. No hay espacio para ilusiones ni para la ingenuidad de creer que el Estado intervendrá en favor de la gente. No lo hizo cuando las concesiones mineras devastaron ríos y montañas, no lo hizo cuando los bosques ardieron y se produjeron cruentos y dolorosos ecocidios para abrir paso a la fiebre de la expansión de las fronteras agrícolas para cultivar soya (y que año a año se queman con la permisitivad e inacción del gobierno), y no lo hará ahora que los explosivos retumban junto a las aulas de niños que solo querían aprender algo más que la lección impuesta por el miedo.
El gobierno, en sus múltiples niveles y rostros, hace mucho que se quitó la máscara. La izquierda, si es que alguna vez lo fue, terminó rendida ante el poder más antiguo y resistente: el del capital, ese al que juraban combatir y que ahora sostienen con pactos de sangre. Pactos que no solo se firmaron con los falsos caudillos autodenominados socialistas (que por supuesto no solo no entendieron sino la usaron para sus fines y delirios de poder como lo hizo Evo Morales), sino que se sellaron con la contaminación de ríos, la destrucción de comunidades y la impunidad de los nuevos barones mineros. Lo que antes se llamaba «proceso de cambio» ha mutado en una maquinaria despiadada de acumulación, una distorsión tan grotesca que ni siquiera intenta disimular su naturaleza.

Aquí yace la gran mentira de la historia reciente: la idea de que este país fue alguna vez socialista. Si lo fue, lo fue en el discurso, en la retórica encendida de quienes usaron las palabras como arma para alcanzar el poder, pero que, una vez en él, terminaron ejecutando con precisión la hoja de ruta del capitalismo más brutal. En este país, que alguna vez prometió romper con la explotación, lo único que se rompió fue la ilusión de que el Estado podía estar al servicio de su gente. Lo que quedó fue una estructura que defiende con pólvora y fuego los intereses de una nueva élite, tan voraz como las de antaño, pero con el agravante de que se presenta con un disfraz de revolución y justicia social.
No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.
El desenlace de esta historia es predecible, porque los monstruos que se alimentan del poder siempre terminan por devorar a sus creadores. Y cuando ese día llegue, cuando el estruendo de la dinamita ya no sirva para silenciar el descontento y la crisis lo consuma todo, solo quedará la amarga certeza de que el gran legado de esta era no fue la igualdad ni la justicia, sino el haber convertido el país en un experimento fallido, donde el socialismo fue solo un espejismo y el capitalismo más voraz terminó reinando con dinamita en mano.