¡FELIZ COLAPSO GLOBAL!. ENTRE LA GUERRA COMERCIAL Y LA SUMISIÓN PLANETARIA AL NEOFASCISMO DEL PODER IMPERIAL DE TRUMP

Por Nulfo Yala:

Trump no es un accidente, sino el resultado lógico y previsible de una sociedad que ha internalizado la idea de que el mundo existe para obedecer, consumir y someterse. Su figura no es ajena a la historia del poder, pero sí representa una mutación inédita: el tirano que ríe, que baila, que tuitea su furia y ejecuta su voluntad como si se tratara de un guion de espectáculo global. Su mandato es simple y brutal: el planeta debe alinearse a sus intereses, o enfrentar las consecuencias.

La sociedad estadounidense, sumida en su desvarío capitalista, ha cometido un acto revelador de su decadencia al consagrar como líder al arquetipo perfecto de su tiempo: Trump, un empresario inmobiliario convertido en figura mediática, un ídolo de masas moldeado por el mercado, por la pantalla, por la lógica del espectáculo. No fue un error casual, sino la consecuencia directa de una cultura que glorifica el éxito material sin escrúpulos, que confunde riqueza con virtud y que aplaude al que aplasta sin mirar atrás. La figura del showman millonario, Donald Trump, se convirtió en el espejo más nítido del alma vacía de esta sociedad: una amalgama de consumo, ambición y banalidad. Y mientras las masas lo aclamaban, creían elegir libertad, pero estaban entregándose, esta vez, a un tirano disfrazado.

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Detrás de los gestos estudiados, de las frases provocadoras que encantaban a la audiencia acostumbrada de rating y escandalizaban a los progresistas inertes, se escondía un ser forjado en el molde del fascista imperial moderno: un megalómano sin límites, adicto a la adulación, que manipula con maestría los deseos más oscuros del pueblo —miedo, odio, orgullo —. Este nuevo emperador no necesita uniforme ni saludo romano: le basta con un micrófono, cobertura mediática y una puesta en escena. Es la culminación del capitalismo en su fase más grotesca, donde el poder se ejerce a través de la ficción mediática y la economía de la emoción. Seduce como un artista, actúa como un dictador, destruye como un imperio.

Pero el verdadero horror de este momento histórico radica en que nunca antes el emperador ha tenido tanto poder para destruirlo todo. A diferencia de los déspotas de antaño, que al menos estaban limitados por las distancias y los tiempos del hierro y la pólvora, este nuevo César tiene bajo su control la tecnología, los mercados globales, los arsenales nucleares y el imaginario colectivo adormecido e idiotizado. El capitalismo tardío, en su paroxismo, no ha producido simplemente desigualdad y devastación: ha engendrado su propia criatura terminal, un monstruo que, mientras baila en el escenario de un imperio decadente, amenaza con el colapso total. Y aún así, no pocos estadounidenses lo aclaman, lo siguen, lo consumen… como quien aplaude el espectáculo del fin.

Saber si este emperador es simplemente un síntoma de la locura terminal del imperialismo en su fase agónica o la encarnación de un plan deliberado de dominación absoluta es una pregunta cuya respuesta quizá solo se revele en la ruina. Lo que sí es claro —y visible a los ojos de quienes aún se resisten al embrutecimiento general— es el avance de un régimen cada vez más autoritario que disfraza de “seguridad nacional” la represión, y de “patriotismo” el miedo. Paradójicamente es en Estados Unidos mismo, que el terror se instala como política de Estado: el aparato judicial ya no administra justicia sino venganza y sumisión a Trump; las universidades, antes bastiones de pensamiento crítico, ahora enfrentan la asfixia económica si osan disentir (Véase el caso de la universidad de Harvard); las deportaciones inhumanas y en muchos casos incluso ilegales (Véase el caso de Kilmar Abrego)  se ejecutan con frialdad industrial; las visas se revocan como castigo ideológico. La maquinaria del poder se ajusta para instalar un nuevo orden basado en el castigo, el control y el pánico, donde la voz del emperador es la única ley.

Este viraje fascista no es fortuito: responde a una lógica de poder que necesita enemigos constantes para sostener su legitimidad interna. Así, la guerra de aranceles —una guerra sin sangre visible pero con víctimas múltiples— no solo persigue redibujar el mapa del comercio, sino reinstaurar una hegemonía que el capitalismo globalizado, en su propia contradicción, ha empezado a corroer. Estados Unidos, que antaño diseñó y propagó el orden neoliberal como instrumento de dominio, ahora observa con pánico cómo ese mismo orden se vuelve en su contra. China, emerge como un jugador astuto, que ha aprendido a operar dentro de las lógicas del capitalismo global con más disciplina, cálculo y eficacia que el propio país que lo ideó. No es solo un rival económico: es el reflejo deformado de un sistema que ha dejado de estar bajo el control exclusivo de sus creadores. Y eso desquicia aún más al emperador. Porque su proyecto no es simplemente gobernar: es no perder jamás, es humillar, dominar, aplastar. Pero al enfrentarse a un adversario que no puede doblegar sin desatar una catástrofe global, sus decisiones se tornan más erráticas, más violentas, más suicidas. Así, mientras la sociedad estadounidense aplaude o calla, el emperador avanza, no hacia la gloria, sino hacia la distopía final que aguarda al capitalismo cuando se mira en el espejo de su propia monstruosidad.

Trump no es un accidente, sino el resultado lógico y previsible de una sociedad que ha internalizado la idea de que el mundo existe para obedecer, consumir y someterse. Su figura no es ajena a la historia del poder, pero sí representa una mutación inédita: el tirano que ríe, que baila, que tuitea su furia y ejecuta su voluntad como si se tratara de un guion de espectáculo global. Su mandato es simple y brutal: el planeta debe alinearse a sus intereses, o enfrentar las consecuencias. No hay diplomacia, no hay convivencia, solo dos opciones: servidumbre o aniquilación. País tras país es empujado a someterse a su visión distorsionada del orden mundial, en la que el valor de las naciones no se mide por su soberanía ni su dignidad, sino por su grado de utilidad para el imperio. El multilateralismo, la paz, los pactos, son ruinas obsoletas ante la imposición de un neofeudalismo global con centro en Estados Unidos.

Los multimillonarios del mundo, antaño operadores invisibles tras bastidores, han abandonado toda pretensión de neutralidad o filantropía y se han lanzado de lleno a la escena política, consolidando una oligarquía fascista global que ya no teme mostrarse como el verdadero poder detrás del poder. Con sus fortunas obscenas —acumuladas sobre el sudor precarizado de millones—, estos titanes del capital se han aliado, de forma abierta o encubierta, con el nuevo emperador, financiando campañas, algoritmos, guerras culturales y legislaciones a su medida. Sus intereses son claros: desmantelar los restos del Estado social, privatizar todo lo que se pueda privatizar y colocar al planeta entero como una mercancía más en sus portafolios de inversión. Han abolido toda frontera entre el mercado y el Estado, convirtiendo la política en una rama menor de la economía especulativa. Lo que antes era dominio sutil hoy es dictado directo: los ricos gobiernan, los pueblos obedecen, o son descartables.

Las consecuencias de la guerra comercial desatada por el emperador Trump contra China no son meras disputas arancelarias: son el preludio de una tormenta global. Lo que comenzó como una disputa por hegemonía tecnológica y control de cadenas de suministro podría desencadenar una inflación desbocada en todos los rincones del planeta, encareciendo alimentos, medicinas, energía y bienes esenciales. En esta nueva fase del capitalismo de guerra, es muy posible que las economías periféricas colapsen, que las deudas se tornen impagables y que los conflictos sociales sean sofocados mediante una represión brutal y sistemática. El caos podría generalizarse, con países que tal vez se desmoronen, regiones que entren en guerra y oleadas migratorias que huyan desesperadamente de territorios transformados en desiertos económicos y ecológicos. No sería improbable que, mientras tanto, los amos del capital se rearmen y vendan armas a todos los bandos, participando así de un banquete necropolítico que podría convertir cada crisis en una nueva oportunidad de negocios obscena.

Lo que vendría, entonces, podría no ser simplemente una etapa más de decadencia, sino un escenario en el que la escasez sea administrada deliberadamente, donde el hambre funcione como herramienta de dominación y las naciones se vean obligadas a escoger entre la servidumbre o el colapso. En este horizonte posible, la humanidad podría rendirse ante su propia pulsión de muerte, aplaudiendo y consumiendo, como último acto de negación, el espectáculo terminal de su autodestrucción.

MENSTRUAR SIN AGUA, MENSTRUAR EN LA CLANDESTINIDAD, EN LA PRECARIEDAD

Por: Milenka Vanessa Almanza López

Pero escasamente se ha hablado y contextualizado sobre como es menstruar en territorios afectados por el extractivismo minero. Los territorios donde la minería opera, esta doble opresión se vuelve brutalmente visible. Las empresas mineras acaparan o contaminan fuentes de agua, y al mismo tiempo, las mujeres y personas menstruantes enfrentamos condiciones indignas para gestionar nuestros ciclos menstruales, agravados por la falta de agua, baños, insumos, privacidad y educación menstrual.

La menstruación en la historia, ha sido motivo de vergüenza, de suciedad, ha sido un tabú. Actualmente muchos de los movimientos feministas están rompiendo estos esquemas, y se ha recorrido un camino muy largo en la desestigmatizacion de la menstruación y avanzar hacia la dignidad menstrual de todxs, quienes menstruamos o hemos menstruado

Pero escasamente se ha hablado y contextualizado sobre como es menstruar en territorios afectados por el extractivismo minero. Los territorios donde la minería opera, esta doble opresión se vuelve brutalmente visible. Las empresas mineras acaparan o contaminan fuentes de agua, y al mismo tiempo, las mujeres y personas menstruantes enfrentamos condiciones indignas para gestionar nuestros ciclos menstruales, agravados por la falta de agua, baños, insumos, privacidad y educación menstrual.

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En ese contexto, la niñas, mujeres menstruantes  y personas menstruantes en zonas donde el extractivismo minero se ha emplazado y se ha quedado sin permiso alguno, transitamos y hemos transitado nuestra menstruación en la clandestinidad, en el miedo, la vergüenza, en la duda, e incluso en el asco, más aun en un contexto minero machista que tilda, que invisibiliza y que utiliza a las mujeres como objetos meramente de reproducción.

En ese escenario me permito llevarlos a volar sobre el Cerro Rico de Potosí, una de las montañas con más minerales y riquezas importantes para los humanos. En las faldas de esa montaña, en las áreas aledañas a este cerro, la menarquia no llega sola, llega con la vergüenza, la falta de agua, el estigma y la soledad.

No hay agua en nuestras casitas tipo cubículos, solo hay agua en piletas públicas pero por horas definidas, no hay baños en las casas y estamos en pleno siglo XX.

En los baños públicos la cuya privacidad es escasa,  unos cubículos divididos por dos paredes inconclusas, que hacían de divisoria; estos cubículos, carecían de puertas; por ende las instalaciones de los baños no eran seguras, si no contabas con agua para asearte en el lugar, menos había agua potable para el aseo.

Una vez llegabas al baño público: tenías que hacer fila para tu turno y cambiarte la toalla higiénica (si es que contaban con ella), muchas veces otras usuarias del baño te veían mientras te cambiabas, y eso no era intencional era ocasional….más que eso era precariedad.

Otra opción para la “higiene” menstrual, era buscar un lugar recóndito dentro de casa, para poder cambiarte y “asearte”  – lo pongo entre comillas, porque la menstruación no es motivo de suciedad – porque recordemos que  en los baños públicos ni puertas habían.

Ahora imagina: No existe tampoco sistema de recolección de basura para disponer los residuos de la menstruación. El servicio de recolección de basura se instauro en Potosí, y con seguridad en muchos de los centros mineros a partir de la segunda mitad de la década de mil novecientos noventa, en ese escenario, muchas de las habitantes de estas áreas mineras, no contamos con  Instalaciones funcionales para usar, desechar o limpiar la protección menstrual (ejemplo las toallas higiénicas). ¡Adivinaste¡, los residuos eran dispuestos en la clandestinidad, en los basureros clandestinos, montado y sentados en medio o al rededores de la montaña más rica del mundo.

Por eso recuerda: cuando te digan que la minería es “progreso”……La minería no ha lograda tan siquiera garantizar servicios básicos en sus zonas de sacrificio, menos ha garantizado  ni garantiza menstruaciones dignas.

Porque lo que no sabíamos que desde aquel entonces y hasta ahora estábamos compitiendo con los ingenios mineros por el acceso al agua, y que desgraciadamente la balanza se ha inclinado siempre  hacia el lado de las operaciones mineras. En ese contexto hablar de dignidad menstrual es una odisea.

Todo esto aunado con que las fuentes de agua disponibles estaban y están en constante riesgo de ser contaminadas, dificultando un manejo de nuestra menstruación de forma segura y digna

En esa trama en medio del extractivismo minero en Potosí la menstruación es un factor catalizador de las desigualdades sociales estructurales, porque expone a peligros, menoscaba derechos fundamentales, discrimina,  y no dignifica la vida. Porque en las zonas mal llamadas “mineras” (porque son territorios con actividad minera impuesta), el estigma y exclusión se amplifican porque al Estado y menos a las empresas mineras se interesa la dignidad menstrual.

La dignidad menstrual, en este sentido, es también una lucha contra el modelo extractivo que niega el derecho a una vida digna. Todo esto se constituye en injusticias ambientales y de género, tatuadas en nuestra dignidad como personas menstruantes.

¡Queremos dignificar la menstruación, como un proceso: Natural, trasformador, saludable y revolucionario!

¡Queremos poner en las agendas públicas, que la actividad minera menoscaba la dignidad menstrual!

PRIMERO DE ABRIL 1545: EL NACIMIENTO DE UN POTOSÍ EN CLAVE MINERA, EN CLAVE DE SACRIFICIO AMBIENTAL Y SOCIAL.

Por: Milenka Vanessa Almanza López

En ese contexto los potosinos nacimos respirando aire enrarecido, viendo el paisaje plomizo (por los residuos minero metalúrgico), atrapados en un sueño de terror del que no podemos despertar, porque la minería ha dominado el territorio desde la colonia hasta hoy, convirtiendo a nuestra tierra en una Zona de Sacrificio Ambiental, concepto que describe lugares donde las fuentes de contaminación no han sido motivo de agencia, las vidas no importan y solo se valoran los réditos económicos. Estas áreas son la máxima expresión de las desigualdades socioambientales y, lamentablemente, Potosí encarna todas ellas.

Cuentan las leyendas potosinas que el primero de abril de 1545, el cerro Rico de Potosí en Bolivia fue “descubierto”, las condiciones apuntan a que esa fecha marcó el inicio de un destino nefasto para la historia de este territorio. Fue el inicio de una desposesión violenta, del despojo, del saqueo, de la injusticia social –ambiental, un tránsito violento vinculado a una identidad minera tatuada en los cuerpos de sus habitantes.

Ahora: Imagina ser un ave migratoria que regresa a Potosí el dos de abril de 1545, el olor a tierra mojada ha desaparecido, el agua no refleja siluetas; al presente el aire está invadido de químicos extraños. Han crecido los ingenios mineros (plantas de concentración de y beneficio de minerales), los desmontes, los diques de colas y la muerte inmutable abunda.

En ese contexto los potosinos nacimos respirando aire enrarecido, viendo el paisaje plomizo (por los residuos minero metalúrgico), atrapados en un sueño de terror del que no podemos despertar, porque la minería ha dominado el territorio desde la colonia hasta hoy, convirtiendo a nuestra tierra en una Zona de Sacrificio Ambiental, concepto que describe lugares donde las fuentes de contaminación no han sido motivo de agencia, las vidas no importan y solo se valoran los réditos económicos. Estas áreas son la máxima expresión de las desigualdades socioambientales y, lamentablemente, Potosí encarna todas ellas.

LOS PASIVOS AMBIENTALES Y EL LEGADO TOXICO

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En Potosí, la generación de recursos económicos es tan importante que se pretende “compensar” la explotación de la naturaleza mediante las regalías (Ley N°535 de Minería y Metalurgia, art. 223) por la explotación de recursos no renovables: minerales y metales no renovables. En 2023, se recaudaron 904.360.963,75 bolivianos en regalías, cifras insignificantes frente a los servicios ecosistémicos sacrificados durante siglos, que incluyen el soporte, la regulación y la provisión ambiental. Porque en los potosino y los bolivianos pareciera que no hay conciencia de que estamos exportando la Naturaleza, por alrededor de 480 años.

Esto se hace evidente con los 104  pasivos ambientales mineros o depósitos de residuos de la minería que contienen ingentes cantidades de sustancias  tóxicas  (inventariados por el Servicio Geológico Minero de Bolivia, en el 2014) que develan el legado toxico de la minería  en Potosí.

El 12 de marzo de 2025, en Andavilque, en el distrito de Catavi en LLallagua Potosí, se suscitó un hecho de colapso de la mal llamada laguna del Kenko, que en realidad es un dique de colas, que colapso ante la ausencia del Estado, ante la ceguera o desconocimiento de los “tomadores de decisiones”, de la implicancia real del Cambio Climático y las intensas lluvias en estos depósitos tóxicos, que ha llevado de aguas ácidas a Andavilque y la vida que habita en esta infausta comunidad que vive en clave minera, en clave de sacrificio, donde no hay regalía que alcance para volver a la vida lo extinto.

Pero eso no es todo, en la Ciudad de Potosí  habitan también pasivos ambientales, incluso dentro del área urbana, tales como:

    • Colas (desechos mineros) sufurosas y óxidos de San Miguel que datan de los años 50¨s, que colidan con las comunidades indígenas de Cantumarca y Huachacalla
    • Colas de Pailaviri (residuos de preconcentración de la planta instalada en el Cerro Rico de Potosí), cuyos contenidos de plata y plomo, no son comerciales, por tanto seguirán indefinidamente afectando al medio ambiente, pues a nadie le interesa por no tener importancia económica en su recuperación.
    • Pasivos ambientales no cuantificados como: al extremo del mirador Pary Orcko o montaña caliente en lengua quechua (que dicho sea de paso es un sitio turístico)
    • En el rio de la rivera, que es tributario del Rio Pilcomayo que es un rio trasfronterizo compartido con Paraguay y Argentina.
    • En la zona Huachacalla, altura bosquecillo, en el lugar denominado “Taiton”, lugar actualmente con bastante concentración de personas.

Estos restos tóxicos mineros son el testimonio no solo de la ausencia de gestión ambiental en las actividades mineras, sino del predominio de los discurso regalitarios en las narrativas potosinas, perpetuando el sacrificio del territorio. Son además una vorágine potencial ante el escenario del cambio climático, pues hay un alto riesgo de colapso ente las lluvias intensas que predominan actualmente, cuyo impacto ambiental y social, no se ven  como prioridad y urgencia en las políticas públicas en los diferentes niveles del Estado.

MINERÍA EN LA CIUDAD Y COLINDANTES A UNIDADES EDUCATIVAS

Pero eso no es todo, la actividad minera en la ciudad  Potosí (a pesar que la Ley 535 en su artículo 93, inciso a, prohíbe actividades mineras en áreas urbanas) ha crecido significativamente. Actualmente, 14 ingenios mineros operan en áreas urbanas, contribuyendo a la contaminación, degradación ambiental, y afectando a la vida. Se registran más de 500 bocaminas en el Cerro Rico, muchas en estado de abandono, que siguen siendo una fuente potencial de contaminación ambiental. Además de centros de acopio de minerales y comercializadoras y “exportadoras” de minerales incluso colindantes a unidades Educativas.

Las transnacionales también operan en la región. La Minera Manquiri recupera ciertos residuos mineros, utilizando cianuro de sodio para el recobro de plata. Estas actividades han impactado lagunas cercanas, como CHALVIRI, LOVATO, ULISTIA y PHISCO KOCHA, obligando a la empresa a realizar restauración ambiental por mandato judicial del Tribunal Agroambiental, plazo que ya e cumplió en enero del presente año. Además la operación de MANQUIRI tiene un efecto colateral en la economía y política nacional, porque ha creado una dependencia en las exportaciones del país hacia esta transnacional, lo que en el futuro creara una competencia entre países de base extractiva en la región para atraer inversiones extranjeras, cayendo en un bucle neocolonial, sin fin.

LOS RIOS HAN FALLECIDO EN POTOSI

En la red hídrica que cursa por la ciudad de Potosí se encuentran tres ríos principalmente: Huaynamayu, Chectakala, Korimayu y La Rivera, confluyen en el río Tarapaya, el cual es un afluente del río Pilcomayo, que es un rio de curso internacional, por ende su contaminación tiene alcance internacional.

Estos ríos tienen afectación de  Aguas acidas de minas, aguas de percolación acida de diques de colas  (aguas que en medio acido contienen metales pesados como Zing, Plomo, Cadmio en disolución) aguas residuales domésticas y hasta hace algunos años efluentes en gran volumen y colas de ingenios mineros en potosí, antes que se Instalen Laguna Pampa I  y II.

Todo esto se asemeja e un enfermo de cáncer agonizando, y con placebos medicamentosos cada vez más fuertes, para aparentar robustez y salud, más aun en un escenario de cambio Climático y de sequía y lluvias intensas vertiginosas

CLAVE MINERA E IDENTIDAD MINERA

En cuanto a los aspectos sociales y culturales, la explotación minera se ha naturalizado en Potosí, en medio de una identidad minera arraigada,  al punto de convertirse en una atracción turística en medio de la precarización  de la vida; pues, la minería no solo sacrifica el ambiente, sino también vidas humanas, a la fecha se reportan, más de 18 personas fallecidos en minas, solo en las labores mineras del cerro Rico.

¡ESTO NO PUEDE CONTINUAR!

Ante ese escenario de Sacrificio Social y Ambiental, es urgente hablar ya no de inclusión, sino de revolución, los habitantes de Potosí ya no podemos ser solo sujetos pasivo de reproducción de la”cultura minera” y la identidad Minera, estos concepto deben progresivamente desarraigarse de nuestra realidad país y de nuestro imaginario social y cultural.

El territorio potosino y el Cerro de Potosí, requieren una reparación histórica, para lo cual es necesario propiciar espacios de dialogo colaborativo entre actores y afectados, priorizando la vida en todas sus formas, escuchando e introduciendo los saberes de mujeres, comunidades indígena originarias, zonas y barrios afectados, cuestionando el modelo estractivista y neoextractivista a profundidad. Crear un tejido social, de acción para revertir el sacrificio, entendiendo que todas las formas de vidas importan y no son sacrificables.

EL GRAN ENGAÑO BOLIVIANO DEL MOVIMIENTO AL SOCIALISMO (MAS), EL FALSO SOCIALISMO QUE CONSOLIDÓ EL CAPITALISMO MINERO Y LA NUEVA OLIGARQUÍA MINERA.

Por Nulfo Yala:

No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.

La minería, ese ídolo de barro con pies de dinamita, no solo saquea territorios, sino que impone su dominio a sangre y fuego, como si el suelo estuviera escrito en su nombre y el aire debiera pagar tributo a sus explosivos. Se apropia de los espacios sin más justificación que su propia voracidad, reduciendo montañas a escombros y comunidades a meros obstáculos en su insaciable expansión. No hay fronteras para su dominio hoy ni siquiera se detiene ante las escuelas, porque el conocimiento y la conciencia son más peligrosos que cualquier pleito de tierras.

El reciente estallido de dinamita en cercanías a la escuela Jaime Mendoza de Potosí, Bolivia el 15 de marzo del 2025 pasado, no es un accidente ni una anécdota aislada; es la síntesis brutal de un sistema que normaliza la violencia para garantizar el extractivismo. No se trata solo de quienes encienden la mecha, sino de una estructura entera que tolera, financia y aplaude la lógica del saqueo. En este régimen de poder, la educación no tiene prioridad, la salud es un daño colateral y la vida misma es un recurso expendible. Los niños que intentaban aprender algo en ese momento recibieron una lección más profunda que cualquier contenido curricular: en la jerarquía del poder, ellos y sus derechos están por debajo del estruendo minero. Aquí no se discute ni se negocia; se impone. Se dinamita. Se silencia.

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Lo verdaderamente alarmante no es solo la violencia minera en sí misma, sino la arquitectura política que la sostiene, la encubre y la alimenta con una mezcla de oportunismo y cobardía. No se trata de un fenómeno espontáneo ni de meros desbordes del sector cooperativista, sino de una estructura diseñada con precisión quirúrgica para garantizar que estos grupos se conviertan en los nuevos dueños del país, con licencia para contaminar, saquear y, cuando sea necesario, dinamitar cualquier forma de oposición. Es un régimen de poder donde el gobierno, lejos de actuar como regulador o garante de derechos, ha preferido convertirse en cómplice. No por error ni por descuido, sino por cálculo político, por la necesidad de mantener una base de apoyo que, en su ambición de perpetuarse en el poder, terminó por devorarlo desde adentro.

El Movimiento al Socialismo (MAS) es el arquitecto de esta distopía minera. Su visión de una Bolivia socialista quedó enterrada bajo toneladas de escombros, no porque haya sido derrotada por sus enemigos históricos, sino porque fue destruida desde dentro, consumida por los monstruos que él mismo creó. El gran proyecto de transformación social terminó convertido en una versión exacerbada del capitalismo extractivo, donde el proletariado minero, en lugar de ser emancipado, fue transformado en una élite rapaz con más privilegios que la oligarquía que supuestamente se pretendía erradicar. Irónicamente, este modelo no eliminó a la burguesía que tanto despotricaban los ideólogos del MAS (recuérdese por ejemplo a Linera) ,sino que la reforzó, la expandió y la vistió con un disfraz de cooperativismo revolucionario, un eufemismo conveniente para lo que en la práctica es un grupo empresarial con capacidad de extorsión política y licencia para operar a punta de explosiones y violencia extrema (recuérdese la muerte del Viceministro Illanes que fue muerto a golpes por mineros cooperativistas en conflictos mineros del 2016).

Es trágico y a la vez irónico que quienes alguna vez fueron presentados como la vanguardia del pueblo trabajador sean hoy los nuevos barones del extractivismo, con un poder tan descomunal que ya ni siquiera necesitan la aprobación del gobierno para actuar. No solo han tomado el control de la riqueza del subsuelo, sino que se han apropiado de los mecanismos de decisión política, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado, con sus propias reglas y su propia lógica de acumulación. Mientras el MAS se fragmenta en luchas internas y su base social se erosiona, este nuevo grupo de poder minero ha demostrado ser el verdadero poder fáctico, un bloque inamovible con capacidad de chantaje, negociación y, cuando es necesario, violencia abierta.

El socialismo del siglo XXI, al menos en Bolivia, terminó pariendo su peor pesadilla: una nueva burguesía que no solo se adueñó de las riquezas naturales, sino que lo hizo con una narrativa de justicia social que hoy suena a broma de mal gusto. La misma maquinaria que en el discurso decía combatir el capitalismo terminó generando su versión más grotesca: una clase dominante que se autoidentifica como proletaria, pero que vive de la acumulación de riqueza, la explotación de recursos y la imposición de su voluntad por la fuerza. No es un accidente ni un desvío inesperado, sino la consecuencia lógica de un modelo que, al intentar garantizar la lealtad de ciertos sectores, les otorgó un poder sin límites.

Hoy Bolivia no enfrenta solo el problema de la contaminación minera o la apropiación de territorios, sino la consolidación de una élite con poder económico, político y, lo más peligroso armado con explosivos. Porque mientras otros sectores de la sociedad deben acatar normativas y regulaciones, este grupo tiene en su arsenal algo que nadie más posee: explosivos y dinamita, una metáfora perfecta del país que han construido. Un país donde la palabra “cooperativa” ya no significa trabajo comunitario ni economía solidaria, sino poder corporativo, violencia descomunal y una maquinaria de destrucción disfrazada de lucha social.

Si algo queda claro en este escenario es que la gran obra política del MAS no fue la justicia social ni la redistribución equitativa de la riqueza, sino la creación de un nuevo Leviatán minero que no reconoce más autoridad que la suya propia. En su intento de moldear un nuevo orden político, el gobierno terminó por fabricar su propia caída, entregando el poder a un sector que ahora lo devora sin el menor remordimiento. No es solo una crisis política, es el epílogo de un experimento que creyó estar construyendo una revolución y terminó engendrando un régimen donde la verdadera soberanía no la tiene el pueblo, sino quienes poseen la dinamita y los títulos de concesión.

Mientras tanto, los demás nos vemos reducidos a voces que claman en el desierto, gritos apagados por el estruendo de la dinamita y el rugido de las maquinarias extractivas. No hay espacio para ilusiones ni para la ingenuidad de creer que el Estado intervendrá en favor de la gente. No lo hizo cuando las concesiones mineras devastaron ríos y montañas, no lo hizo cuando los bosques ardieron y se produjeron cruentos y dolorosos ecocidios para abrir paso a la fiebre de la expansión de las fronteras agrícolas para cultivar soya (y que año a año se queman con la permisitivad e inacción del gobierno), y no lo hará ahora que los explosivos retumban junto a las aulas de niños que solo querían aprender algo más que la lección impuesta por el miedo.

El gobierno, en sus múltiples niveles y rostros, hace mucho que se quitó la máscara. La izquierda, si es que alguna vez lo fue, terminó rendida ante el poder más antiguo y resistente: el del capital, ese al que juraban combatir y que ahora sostienen con pactos de sangre. Pactos que no solo se firmaron con los falsos caudillos autodenominados socialistas (que por supuesto no solo no entendieron sino la usaron para sus fines y delirios de poder como lo hizo Evo Morales), sino que se sellaron con la contaminación de ríos, la destrucción de comunidades y la impunidad de los nuevos barones mineros. Lo que antes se llamaba «proceso de cambio» ha mutado en una maquinaria despiadada de acumulación, una distorsión tan grotesca que ni siquiera intenta disimular su naturaleza.

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Aquí yace la gran mentira de la historia reciente: la idea de que este país fue alguna vez socialista. Si lo fue, lo fue en el discurso, en la retórica encendida de quienes usaron las palabras como arma para alcanzar el poder, pero que, una vez en él, terminaron ejecutando con precisión la hoja de ruta del capitalismo más brutal. En este país, que alguna vez prometió romper con la explotación, lo único que se rompió fue la ilusión de que el Estado podía estar al servicio de su gente. Lo que quedó fue una estructura que defiende con pólvora y fuego los intereses de una nueva élite, tan voraz como las de antaño, pero con el agravante de que se presenta con un disfraz de revolución y justicia social.

No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.

El desenlace de esta historia es predecible, porque los monstruos que se alimentan del poder siempre terminan por devorar a sus creadores. Y cuando ese día llegue, cuando el estruendo de la dinamita ya no sirva para silenciar el descontento y la crisis lo consuma todo, solo quedará la amarga certeza de que el gran legado de esta era no fue la igualdad ni la justicia, sino el haber convertido el país en un experimento fallido, donde el socialismo fue solo un espejismo y el capitalismo más voraz terminó reinando con dinamita en mano.

POTOSÍ NUNCA MÁS EXTRACTIVISTA, NUNCA MÁS COLONIAL. LOS SALARES Y LOS HUMEDALES NO SERÁN ZONAS DE SACRIFICIO AMBIENTAL.

Por: Milenka Almanza

Desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

Litio potosino, litio boliviano en disputa y sus narrativas actuales

El litio, un elemento químico perteneciente a los metales alcalinos, ha generado disputas en Bolivia, un país marcado por un extractivismo histórico. En este contexto, las narrativas predominantes se reducen exclusivamente a las regalías, al crecimiento económico y a una visión de «desarrollo» limitada únicamente a lo financiero, sin considerar las implicaciones socioambientales y estructurales de su explotación.

Por un lado, los cívicos —con discursos politizados, capitalistas y reduccionistas—, representados por el Comité Cívico Potosinista, no reflejan nuestras luchas ni se alinean con la justicia ambiental; por otro, los discursos del propio pueblo potosino y las políticas del gobierno insisten en una visión que se limita al discurso capitalista de las regalías, una atroz forma de “compensación” por la extracción de los recursos naturales. En este contexto, el modelo económico del neoextractivismo cobra relevancia. A diferencia del extractivismo clásico —de carácter colonial y neoliberal—, el neoextractivismo, promovido principalmente en América Latina desde la década de 2000, se desarrolla en escenarios de gobiernos progresistas que buscan redistribuir la renta de los recursos a través de políticas sociales; sin embargo, no rompe con la dependencia estructural de la explotación de materias primas, perpetuando la lógica extractivista bajo nuevas justificaciones (Gudynas, 2012). Tanto los cívicos como las políticas gubernamentales contribuyen a profundizar los extractivismos y neoextractivismos, reforzando una estructura económica que continúa sometiendo los territorios a la expoliación de sus bienes naturales en nombre del desarrollo.

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Algunos grupos con ciertas tendencias ambientalistas manejan el discurso de la transición energética y el rol crucial de los minerales “estratégicos”, como el litio, justificando su extracción desde la perspectiva del llamado extractivismo verde. Este modelo se presenta como ecológicamente sostenible y alineado con la transición energética; sin embargo, sigue reproduciendo las mismas dinámicas de saqueo, explotación y daño ambiental del extractivismo tradicional, solo que bajo el discurso de la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático.

Pero desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

El Sur Global es una categoría geopolítica y socioeconómica que designa a los países históricamente marginados dentro del sistema mundial, generalmente ubicados en América Latina, África, Asia y Oceanía. No se trata solo de una ubicación geográfica, sino de una posición dentro de las estructuras globales de poder, producción y dependencia (Wallerstein, 2004). En contraste, el Norte Global se refiere a los países más desarrollados, industrializados y con mayor poder económico y político, que continúan beneficiándose del saqueo de recursos naturales del Sur. Por ello, hablar de la extracción y explotación del litio en Bolivia implica debatir sobre una transición energética justa, la cual no será posible sin una verdadera justicia global.

Tampoco sin justicia local, pues las narrativas actuales en Potosí reflejan una profunda preocupación por la apropiación minera del territorio, la identidad minera inherente y la despolitización de los temas ambientales entre la población potosina.

Las connotaciones geopolíticas de la extracción

La discusión desde la potosinidad no debería centrarse únicamente en la consigna “Potosí se respeta”, entendida solo desde una visión de resentimiento y anhelos desarrollistas promovidos, en muchos casos, por medios de comunicación que refuerzan una identidad minera sin cuestionar sus implicaciones. Es necesario mirar más allá de lo evidente y comprender las connotaciones geopolíticas de las dinámicas extractivas del litio, que están ligadas al control de los recursos por parte de un país o grupo de países sobre los bienes naturales de Bolivia. En estos escenarios, los componentes ambientales se reducen a meros recursos económicos, sin que a estos países les importe el despojo ni los conflictos socioambientales que surgen en torno a su explotación.

La extracción del litio boliviano, además de los altos impactos ambientales potenciales que pueden suscitarse y que ya se generan actualmente, también exacerba la deuda ecológica de los países del Norte Global con los países del Sur Global. Si alguien lo sabe bien, somos los potosinos: la ciudad de Potosí es una zona de sacrificio ambiental, un territorio explotado intensivamente por actividades extractivas con un alto costo social y ambiental para sus comunidades (Elias, 2016). ¿Acaso vamos a garantizar el estilo de vida de los ricos a costa del sacrificio de nuestra naturaleza eternamente?

La mal llamada transición energética y el litio boliviano

Bolivia y los salares que albergan litio se encuentran en el llamado «Triángulo del Litio», al que en los últimos tiempos se le ha asignado un papel “fundamental” en la transición energética. Sin embargo, esta transición energética es totalmente desigual y jerárquica, ya que no cuestiona el modelo extractivista de producción ni la explotación de materias primas en el Sur Global. Tampoco problematiza los vínculos sociales y ambientales de las poblaciones humanas y no humanas que han habitado históricamente el salar de Uyuni, evolucionando y especializándose en torno a él, ni los ecosistemas vulnerables que dependen de su equilibrio. Pero, sobre todo, no cuestiona el nivel exorbitante de consumo energético de los países del Norte Global.

Se trata de una transición energética corporativa que promueve y justifica la mercantilización de los bienes comunes, potenciando las desigualdades estructurales ya existentes. Ejemplo de ello son los contratos con la empresa rusa Uranium One y el consorcio chino Hong Kong CBC, en el que participa CATL y su dominio en la cadena de suministro. Estos casos evidencian la inmersión del país en un capitalismo tecnocrático, que pretende presentar las tecnologías actuales y de «punta» como la solución absoluta, mientras que las multinacionales solo ven el litio desde una perspectiva económica y de negocios, utilizándolo como instrumento para reforzar su poder geopolítico.

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Estamos seguros de que este o cualquier otro gobierno apostaría igualmente por el extractivismo; la única diferencia serían los matices con los que se lleve a cabo. Por lo tanto, no se trata solo de un tema de administración gubernamental, sino de una lucha de poder y posicionamiento de las economías a nivel global. Por esta razón, sabemos que un cambio de gobierno no resolverá el problema de la extracción del litio, ya que cualquier administración, tarde o temprano, terminaría entregando este recurso; lo único que cambiaría sería la disputa por el control del poder.

Desde Acontravía, apostamos por que el litio no se explote ni ahora ni en el futuro, pues el único desenlace de su explotación es el colapso socioecológico y sistémico. Cualquier otra postura significaría asumir los discursos hegemónicos de la transición energética bajo el pretexto de la descarbonización y la mitigación del cambio climático, sin considerar los impactos ambientales, sociales e incluso culturales de su explotación, tanto en el presente como en el futuro. Esto parte de la falacia de que la transición energética es uniforme en todas las latitudes, como si las necesidades energéticas fueran las mismas en cualquier parte del mundo. Por tanto, una verdadera transición energética solo es posible si incorpora justicia global y justicia socioecológica.

Desde Acontravía, alzamos nuestra voz para proclamar con firmeza: ¡Ni los salares ni los humedales andinos serán zonas de sacrificio ambiental! No aceptaremos que los seres vivos que allí habitan, ni los milenios que les ha tomado especializarse en su entorno, sean ignorados y destruidos en nombre del «desarrollo».

Desde Acontravía, sabemos y reconocemos que: ¡Somos hijos de mineros, pero no hijos de la minería. Somos los hijos de la transformación¡

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EL LITIO Y LA FARSA DESARROLLISTA. EL ORO BLANCO Y LA MISERIA DE SIEMPRE

Por Nulfo Yala

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles.

Como si se tratara de un destino fatal, Potosí vuelve a ser el escenario de una disputa que trasciende las fronteras nacionales. No es la primera vez que el subsuelo potosino es condenado a la expoliación en nombre del progreso, ni será la última. Lo curioso no es el saqueo en sí, sino la manera en que se escenifica: con discursos nacionalistas, arengas soberanistas y la indispensable participación de los actores políticos, todos convenientemente repartidos en sus respectivos papeles.

De un lado, el oficialismo proclama que los contratos con empresas extranjeras asegurarán el desarrollo del país, porque la industrialización del litio será, esta vez sí, la vía para convertir a Bolivia en una potencia. Del otro, la oposición, en un giro de guion esperable, denuncia el entreguismo del gobierno mientras propone exactamente lo mismo, pero con otros socios y otras condiciones. Sumado ello el discurso transnochado de los autodenominados cívicos, que serviles a sus mezquinos intereses económicos y políticos, embanderan el falso discurso de las regalías para la región, como problema pincipal. No importa cuál sea la bandera, el libreto es siempre el mismo: la patria en venta, con la ilusión de que esta vez el botín se repartirá de manera más equitativa.

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Pero si hay algo que caracteriza a los recursos estratégicos, es que nunca pertenecen a quienes viven sobre ellos. Detrás de cada decisión política están las manos invisibles de las potencias mundiales, disputando en la sombra la hegemonía tecnológica y económica del siglo XXI. China, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea no se molestan en ocultar su interés en el oro blanco. Con discursos que oscilan entre la transición energética y la seguridad estratégica, sus embajadores y corporaciones negocian, presionan y financian a los intermediarios locales, asegurando que la decisión final sea siempre funcional a sus intereses.

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles. Mientras el discurso oficialista promete industrialización y tecnología, lo que se perpetúa es la misma matriz extractivista que desde hace siglos reduce la economía a una ecuación simplista: extraer, vender y repartir migajas.

Ejemplos sobran. En Argentina, las comunidades indígenas han resistido la expansión del extractivismo del litio, denunciando la contaminación de sus fuentes de agua. En Chile, el modelo de concesiones ha beneficiado a transnacionales mientras los beneficios reales para la población local son insignificantes. En Bolivia, el proyecto de industrialización estatal ha sido una promesa eterna, mientras las corporaciones extranjeras siguen asegurándose su parte del pastel. En cada uno de estos escenarios, los gobiernos han defendido sus decisiones con el mismo lenguaje de modernización, justificando la devastación ecológica con la promesa de una prosperidad futura que nunca llega.

El litio no es la solución al subdesarrollo, es su continuidad. La insistencia en explotar estos recursos sin un replanteamiento estructural sólo refuerza la dependencia de la economía nacional a la extracción de materias primas. Detrás del lenguaje tecnocrático de «progreso», «inversión» y «soberanía económica» está el mismo mecanismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos a costa de la expoliación de muchos. Y cuando el litio se agote, como ocurrió con la plata y el estaño, quedarán las mismas heridas de siempre: tierras secas, comunidades desplazadas, los nuevos barones del mineral como hoy en día prevalecen las cooperativas mineras y sus emporios empresariales multimillonarios, y la ilusión de que esta vez, al menos esta vez, pudo haber sido diferente.

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Lo más irónico es que, a pesar de las advertencias, la maquinaria extractivista sigue avanzando, envuelta en nuevas justificaciones. Ahora no se habla de simple explotación, sino de «minería sostenible», «responsabilidad social empresarial» y «transición energética justa». Sin embargo, en el fondo, el mecanismo sigue intacto: territorios convertidos en zonas de sacrificio, poblaciones locales ignoradas y riqueza que fluye siempre hacia los mismos destinos.

La verdadera alternativa, aquella que cuestionaría de raíz esta lógica de expoliación, ni siquiera es considerada. Imaginar un Potosí que no dependa de la extracción minera es un acto de rebeldía intelectual demasiado subversivo para los arquitectos del desarrollo. Lo cierto es que cualquier modelo económico que suponga la explotación ilimitada de los recursos naturales está condenado al fracaso. Pero en este teatro, la sostenibilidad real es una palabra prohibida.

Y así, el ciclo se repite. Con cada nueva generación, se reescriben las mismas promesas, se reciclan los mismos discursos y se perpetúa la misma tragedia. Potosí sigue siendo el botín de las potencias extranjeras y sus lacayos políticos serviles, que llamaremos “intermediarios locales”, mientras el «progreso» se traduce, una vez más, en miseria disfrazada de oportunidad. En este escenario de falsa modernidad, la gente que vive en el lugar, siguen siendo víctimas de un modelo extractivista que no solo les niega el derecho a un futuro viable, sino que también perpetúa las mismas lógicas de despojo que han definido la historia del continente desde hace siglos.

nulfoyala@gmail.com

CUANDO LAS INSTITUCIONES DE COLEGIATURA PROFESIONAL OBLIGATORIA EN BOLIVIA CONVIERTEN DERECHOS EN PRIVILEGIOS

Por Nulfo Yala

En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

En Bolivia, los colegios de profesionales son organizaciones que agrupan a titulados en distintas áreas del conocimiento, brindándoles representación y regulando ciertos aspectos de su ejercicio profesional. La afiliación algunos de estos colegios es generalmente voluntaria, lo que permite a los profesionales decidir si desean o no formar parte de estas instituciones sin que ello afecte su derecho a ejercer. Un ejemplo claro de esta voluntariedad es el caso de los abogados, arquitectos, economistas y otras profesiones, quienes pueden optar por registrarse en sus respectivos colegios para acceder a ciertos beneficios sin que esto sea un requisito obligatorio para desempeñar su labor.

A diferencia de estos casos, el ejercicio de la ingeniería en Bolivia está regulado por la Ley N° 1449 del Ejercicio Profesional de la Ingeniería. Esta norma establece que para trabajar legalmente como ingeniero, es obligatorio estar inscrito y habilitado en el Registro Nacional de Ingenieros, administrado por la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (S.I.B.). La ley también determina que cualquier persona que ejerza la ingeniería sin estar registrada en la S.I.B. incurrirá en un acto ilegal, bajo delito de ejercicio ilegal de la profesión, lo que puede derivar en la nulidad de sus contratos o  servicios, además de las sanciones legales correspondientes.

Esta imposición resulta contradictoria en un Estado que proclama la inclusión y el respeto al derecho al trabajo. Una vez más se demuestra que, en el juego de poder que subyace en la construcción de lo legal y lo legítimo, esta promesa se desdibuja, se fragmenta, y termina por convertirse en un espejismo. La Constitución Política del Estado (CPE) boliviano, proclama el derecho al trabajo libre y sin discriminación, un enunciado que, en su aparente claridad, oculta las sutiles redes de control que lo socavan. ¿Cómo es posible que un derecho tan fundamental se vea cercado por requisitos que lo condicionan, que lo someten a la lógica de la burocracia y la exclusión? La exigencia del registro en la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (SIB) como condición para ejercer la profesión no es más que un dispositivo de poder que transforma un derecho en un privilegio, en un acto de sumisión a una estructura que se erige como guardiana de lo permitido.

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También la CPE establece que ninguna norma sublegal puede restringir derechos laborales. Sin embargo, en la práctica, esta disposición parece desvanecerse ante la imposición de requisitos adicionales que no encuentran fundamento en la ley ni en la Constitución. La colegiación obligatoria, lejos de ser un mecanismo de garantía profesional, se convierte en un instrumento de exclusión, en un filtro que decide quién puede y quién no puede acceder al ejercicio de su profesión. ¿Acaso no es esto una violación flagrante del derecho al trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación encubierta, una restricción que niega la esencia misma de lo que significa trabajar libremente?

Asimismo, la CPE reconoce que la formación profesional se materializa en títulos otorgados por universidades públicas y privadas legalmente reconocidas, y que estos títulos, en provisión nacional, habilitan para el ejercicio de la profesión en todo el territorio del Estado. Sin embargo, esta habilitación parece no ser suficiente. El título, ese documento que debería ser la llave que abre las puertas del ejercicio profesional, se ve despojado de su valor ante la exigencia de una afiliación obligatoria a una organización privada como la SIB. ¿No es esto una contradicción? ¿No es acaso una forma de subordinar el derecho al trabajo a los intereses de una entidad que se arroga el poder de decidir quién es digno de ejercer su profesión?

La libertad de asociación, consagrada en la CPE, es otro de los principios que se ven vulnerados por la colegiación obligatoria. La Constitución establece que este derecho es fundamental, que nadie puede ser obligado a formar parte de una organización contra su voluntad. Sin embargo, en el caso de los ingenieros, esta libertad se convierte en una ficción. La colegiación obligatoria se transforma en una forma de coerción, un mecanismo que obliga a los profesionales a someterse a una estructura de poder que decide sobre su capacidad para trabajar. ¿Dónde queda, entonces, la libertad de asociación? ¿Dónde queda el derecho a decidir si se quiere o no formar parte de una organización?. Esto no solo contradice este principio, sino que lo pervierte, transformando un derecho en un deber y una libertad en una carga. Este mecanismo, justificado bajo el argumento de garantizar la calidad profesional, refuerza las estructuras de exclusión y desigualdad, pues excluye a quienes no pueden costear la afiliación o no desean someterse a una organización que no representa sus intereses. En este juego de poder, el derecho al trabajo se convierte en un campo de batalla donde se disputan intereses y exclusiones, y los individuos, lejos de ser sujetos autónomos, se transforman en objetos de un poder que decide sobre sus vidas y sus destinos. La ironía, por supuesto, es que todo esto se hace en nombre del bien común, mientras se vulneran los derechos fundamentales que se pretenden proteger.

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En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

nulfoyala@gmail.com

NOMBRES PERMITIDOS Y PROHIBIDOS, LA REGULACIÓN AUTORITARIA DEL ESTADO PLURINACIONAL DE BOLIVIA

Por: Nulfo Yala

La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no.

En Bolivia, la normativa vigente establece un control sobre los nombres que los padres pueden asignar a sus hijos, con el propósito de evitar denominaciones que puedan ser consideradas ofensivas, ridiculizantes o inadecuadas, protegiendo así la dignidad e identidad del menor. Este control es administrado por el Servicio de Registro Cívico (SERECÍ), con base en disposiciones del Código Civil y otras normativas complementarias que facultan a la institución a rechazar nombres que atenten contra la integridad del niño, sean culturalmente incoherentes o puedan generar confusión. La regulación también promueve el uso de nombres tradicionales y culturales, respondiendo a casos previos de registro de nombres extravagantes que motivaron un mayor control en este ámbito.

Sin embargo, esta normativa refleja la constante expansión del control estatal sobre la vida privada, llevándolo al extremo de dictar hasta los nombres que las personas pueden portar. Bajo la excusa de proteger la dignidad del menor, el Estado boliviano se erige como árbitro supremo de lo correcto, estableciendo un criterio homogéneo que ignora la riqueza de la diversidad individual. Esta intromisión no solo despersonaliza, sino que transforma a los ciudadanos en simples piezas de un engranaje diseñado para obedecer y conformarse.

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La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no. Paradójicamente, esta regulación que pretende proteger, en realidad anula la subjetividad y autonomía de las personas, imponiendo una visión que beneficia únicamente a quienes detentan el poder.

Así, lo que debería ser un acto íntimo y libre, como elegir el nombre de un hijo, se convierte en un proceso de dominio y sometimiento del individuo al poder estatal y a las ideologías de los nuevos grupos de poder emergentes. Estos, bajo la bandera de la plurinacionalidad, moldean al ciudadano a su imagen y semejanza, estableciendo normas que privilegian la conformidad sobre la creatividad y la autonomía. Este enfoque no solo aliena al individuo desde su nacimiento, sino que consolida un modelo social donde la ciudadanía es concebida como una masa uniforme, privada de la libertad de cuestionar, innovar o desafiar las estructuras impuestas. En este escenario, el Estado boliviano no protege: domina, utilizando la regulación de los nombres como un símbolo de su capacidad de controlar hasta los aspectos más personales de la vida de sus ciudadanos.

La irracionalidad de esta imposición normativa no solo raya en lo absurdo del subjetivismo, sino que adopta prácticas autoritarias, con listas distribuidas a los funcionarios para que las apliquen con rigor, acompañadas de amenazas y coerciones en caso de incumplimiento. Lo risible del asunto se presenta, por ejemplo, en casos donde los padres deciden poner nombres como «Adolfo» o «Benito», aprobados por el Estado boliviano, pese a ser nombres asociados con figuras históricas que desangraron a la humanidad mediante ideologías fascistas, racistas y nacionalistas. Mientras tanto, nombres que representan significados hermosos o que tienen raíces culturales diversas, como «Opal» del sánscrito, que significa «piedra preciosa», serían rechazados por desconocimiento del funcionario o por no figurar en la lista de nombres permitidos. Por tanto, la imposición de criterios subjetivos por parte de los funcionarios del Estado, quienes, con base en sus propias interpretaciones, determinan qué nombres son aceptables y cuáles no. Esta arbitrariedad genera inconsistencias y vulnera la confianza en un sistema que debería ser imparcial. En un país plurinacional como Bolivia, donde coexisten múltiples culturas y cosmovisiones, esta subjetividad no solo es una falta de respeto hacia la diversidad, sino una muestra del desconocimiento del contexto sociocultural que caracteriza a la nación. Es una triste y patética realidad que evidencia cómo el autoritarismo puede disfrazarse de normativa administrativa para perpetuar una hegemonía cultural, anulando la diversidad y los derechos individuales en Bolivia.

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La restricción de la libertad de los padres se presenta como una de las mayores vulneraciones de esta normativa. Al limitar la capacidad de las familias para decidir un aspecto tan esencial como el nombre de sus hijos, el Estado invade un ámbito que debería estar protegido por la autonomía familiar. Este derecho, reconocido por instrumentos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establece que la familia tiene el deber y la libertad de tomar decisiones que no violenten el respeto mutuo, algo que aquí queda completamente ignorado bajo la sombra de un control autoritario disfrazado de protección.

La desigualdad cultural que emerge de esta normativa pone en evidencia una discriminación inversa. Mientras que los nombres tradicionales reciben prioridad, aquellos que buscan reflejar una identidad global, moderna o incluso innovadora, son desestimados bajo argumentos de «desconexión cultural». Esto afecta particularmente a familias que desean proyectar aspiraciones distintas para sus hijos, enfrentándose a un sistema que, en lugar de respetar esa elección, la reprime bajo el peso de una supuesta defensa de la tradición.

PALESTINA VIVE, PALESTINA LIBRE

Por: Milenka Almanza

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla.

Palestina vive hoy más que nunca; sus sollozos y gritos se multiplican y resuenan en todos aquellos que imploramos su libertad. A días de declararse un supuesto alto al fuego -ya que no cesan los ataques contra Gaza- urge abordar las heridas abiertas que deja la ocupación de un territorio donde la vida en todas sus formas libra una lucha desigual contra la maquinaria de muerte, desposesión y despojo. Palestina, desde hace décadas, ha sido el epicentro de una de las injusticias más brutales de nuestra era: un pueblo sometido a un régimen colonial y neocolonial que perpetúa un ciclo de violencia estructural de «limpieza racial» y genocidio.

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla. Desde 1948, con la declaración del «Estado de Israel», los palestinos han sido despojados de su tierra, fragmentados por fronteras que no respetan sus historias, sus culturas, ni sus derechos.

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La ocupación militar israelí no solo se traduce en la expropiación de hogares, sino en un sistema que criminaliza la resistencia y normaliza la violencia contra un pueblo desarmado donde habita una cultura milenaria. Desalojos forzados, bombardeos sistemáticos, control de la ayuda humanitaria, son las herramientas de un control despiadado que busca borrar a Palestina del mapa y de la memoria.

En ese contexto, es importante comprender que el conflicto en Palestina es el reflejo moderno de un régimen colonial disfrazado de democracia. Israel, como potencia ocupante, se ha beneficiado del respaldo incondicional de potencias occidentales que, al igual que en los tiempos de los imperios coloniales, consideran que ciertas vidas valen más que otras y que vidas pueden ser sacrificadas. Esta neocolonia no opera de manera aislada; se inserta en una economía global que lucra con la militarización, el comercio de armas, el extractivismo, el neoextractivismo y el despojo. Palestina, tristemente para Israel, es hoy un laboratorio del autoritarismo moderno, donde se experimentan tecnologías de vigilancia y represión que luego son exportadas al resto del mundo.

El Estado de Israel, lejos de ser un refugio seguro tras el Holocausto, ha adoptado la lógica opresora que juró combatir. Con el apoyo incondicional de la mayoría de los países del mundo occidental, ha consolidado una alianza que utiliza la narrativa del «terrorismo» para justificar crímenes de lesa humanidad. La industria armamentista estadounidense encuentra en la ocupación de Palestina un mercado perpetuo, mientras las resoluciones internacionales contra el apartheid israelí son vetadas o ignoradas. Aquí no hay neutralidad posible: el silencio de las potencias globales es complicidad directa con el sufrimiento de millones de palestinos.

La palabra apartheid no es una exageración; es una descripción precisa de la segregación sistémica que sufren los palestinos. Desde las leyes que limitan sus movimientos hasta las que restringen su acceso a servicios básicos, el apartheid israelí ha institucionalizado la desigualdad como forma de gobierno. Este sistema se sostiene en la deshumanización, en la idea de que los palestinos son menos merecedores de derechos que sus opresores. La narrativa oficial los presenta como amenaza, cuando en realidad son la víctima de una maquinaria colonial que busca eliminarlos de su propia tierra, de su vida, de su historia: presente y futuro.

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Las cicatrices del pueblo palestino no son solo físicas; son también culturales, sociales y psicológicas; así como las cicatrices de los miles de especies de fauna y flora que perecieron por la supuesta superioridad israelí. Cada generación hereda el dolor de la anterior, mientras los niños crecen entre los escombros de hogares destruidos y familias desmembradas. Estas cicatrices son el recordatorio constante de que el genocidio no es un acto único, sino un proceso continuo que busca quebrar la voluntad de un pueblo entero, su territorio y la naturaleza que los acoge.

Lo que no se nombra no existe: lo que ocurre en Palestina es ¡genocidio! No solo por las muertes, sino por el intento sistemático de borrar una cultura, un idioma y una historia. Cada ataque, cada bombardeo y cada acto de represión es parte de un plan macabro para hacer desaparecer a los palestinos como pueblo. Este genocidio no es solo un crimen contra ellos; es un crimen contra la humanidad, contra todos los principios que supuestamente sostienen nuestra civilización.

A pesar de todo, Palestina vive. Vive en las canciones que cruzan fronteras, en los grafitis que denuncian el apartheid, en las marchas solidarias que llenan las calles del mundo. Vive en la resistencia cotidiana de quienes se niegan a ser borrados, en las manos que siembran olivos como acto de rebeldía y esperanza. El pueblo palestino nos recuerda que la lucha por la libertad no tiene fronteras ni caducidad. Palestina no es solo una causa local; es un llamado global a combatir todas las formas de opresión y a construir un mundo donde la vida, y no el capital, sea el centro.

El grito de Palestina es también el nuestro. Que su resistencia nos inspire a cuestionar los sistemas que perpetúan el despojo y la violencia, y a luchar por un mundo donde la justicia no sea una utopía, sino una realidad tangible. Palestina vive porque su resistencia es inmortal.

Este grito se enmarca también en las promesas vacías de altos al fuego que, lejos de traer una verdadera solución, operan como estrategias de distracción y desgaste para el pueblo palestino. Estas treguas, anunciadas como avances hacia la paz, no son más que espejismos en un desierto de injusticias. Mientras se negocian supuestos acuerdos, las estructuras del apartheid y la ocupación permanecen intactas, perpetuando el sufrimiento y retrasando cualquier posibilidad real de justicia. Es imprescindible denunciar estos falsos altos al fuego y exigir una paz que no sea simplemente la ausencia de violencia directa, sino la restitución de derechos, dignidad, vida para Palestina y vida para el territorio y la naturaleza que los acoge.

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A NO VOTAR EN NOMBRE DE LA DEMOCRACIA EN EL ESTADO BOLIVIANO

Por Nulfo Yala

Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.

En Bolivia, el sistema electoral se basa en el principio de obligatoriedad del voto, tal como establece la Constitución Política del Estado y la Ley del Régimen Electoral. Según la normativa, el sufragio no solo es un derecho, sino también un deber y una función política de carácter obligatorio. Todas las personas mayores de 18 años inscritas en el padrón electoral deben participar en los procesos electorales, y esta participación se acredita mediante un certificado de sufragio. Este documento es indispensable para realizar trámites administrativos, bancarios y notariales en los 90 días posteriores a las elecciones, garantizando así que el voto sea cumplido por la mayoría de la población.

Este mecanismo busca fortalecer la democracia participativa y asegurar una representación amplia de la ciudadanía en las decisiones políticas. Sin embargo, la obligatoriedad también incluye sanciones para quienes no voten sin una justificación válida, como restricciones para realizar ciertos trámites.

No obstante, esta misma obligatoriedad, que se promueve como un pilar democrático, pone en evidencia profundas contradicciones que terminan socavando los principios fundamentales de una verdadera democracia. Bajo el pretexto de garantizar la participación, el Estado decide imponer el voto como una obligación ineludible, olvidando que en una democracia auténtica, la libertad individual debería incluir el derecho a no votar si así se desea. Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.

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El voto como derecho y no solo como deber plantea una reflexión aún más profunda sobre este conflicto entre libertad y obligación. En su esencia, la participación política, incluido el voto, es un derecho que debería ejercerse de manera voluntaria para reflejar auténticamente la voluntad ciudadana. Sin embargo, al transformarlo en un deber obligatorio, el sistema electoral desvirtúa su naturaleza voluntaria, reduciendo el voto a un acto burocrático que pierde significado como expresión auténtica de decisión política. Un derecho, por definición, no debería implicar una obligación automática; su ejercicio debería ser una opción consciente y no una imposición. De lo contrario, se corre el riesgo de que el voto, en lugar de ser una herramienta poderosa de decisión individual, se convierta en un mero trámite que erosiona la confianza en la democracia que pretende reforzar.

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Las sanciones administrativas asociadas a no votar, como las restricciones para realizar trámites, generan exclusión y contradicen el principio de inclusión que debería regir en una democracia plena. Estas medidas, diseñadas para fomentar la participación electoral, terminan siendo discriminatorias, afectando especialmente a sectores que enfrentan barreras logísticas, económicas o personales, o que simplemente deciden no ejercer su voto por razones individuales. En lugar de promover una inclusión genuina, estas sanciones perpetúan desigualdades y dificultan la representación equitativa, debilitando así los ideales de una democracia auténtica y pluralista, que garantice el derecho a no votar, en tanto sociedad democrática como se pretende enarbolar.

La obligatoriedad del voto puede interpretarse como un rasgo de autoritarismo dentro del sistema democrático, pues impone una participación forzada, lo que contradice la esencia de la democracia como un espacio de libertad y decisión individual. Resulta casi irónico que un sistema que se vanagloria de su compromiso con la libertad recurra a la coerción para llenar urnas. Al parecer, la confianza en el juicio ciudadano no basta, y el Estado opta por dictar un deber travestido de derecho. ¿Qué valor tiene una democracia que necesita obligar para legitimar su existencia? Más que un ejercicio de soberanía, este mandato se convierte en un recordatorio constante de que, a veces, el poder se siente más cómodo con la obediencia que con la auténtica elección.

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En un Estado como el boliviano, donde la corrupción parece haberse normalizado como parte de la idiosincrasia y donde el sistema judicial está marcado por la podredumbre y la desconfianza, la obligatoriedad del voto intensifica el daño. En un contexto donde las opciones electorales suelen ser percibidas como igualmente corruptas e injustas, el acto de votar deja de ser una expresión de soberanía para convertirse en un ejercicio vacío, una obligación que legitima un sistema fallido. Más que un mecanismo de participación, esta obligatoriedad busca utilizar al ciudadano como instrumento para avalar una trágica realidad de mediocridad y corrupción institucional. Al forzar el sufragio, el Estado no solo impone una apariencia de democracia ante el mundo, sino que convierte a los ciudadanos en cómplices involuntarios de un sistema que perpetúa la desigualdad y la falta de justicia. Este disfraz de democracia, lejos de empoderar, socava los principios de libertad democrática y hunde al país en una noche interminable de complicidad y tragedia, que lamentablemente parece no tener un final a la vista.

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