Por Nulfo Yala
El racismo y la xenofobia, lejos de ser accidentes colaterales, son el combustible de esta maquinaria. El migrante pobre se convierte en demonio, el musulmán en terrorista, el palestino en enemigo absoluto. Y detrás de esta narrativa se esconde la voluntad de imponer un Estado de excepción permanente, en el que el miedo opera como mecanismo de cohesión social. No es casualidad que los discursos religiosos se combinen con el despliegue militar: ambos buscan producir obediencia, ambos necesitan enemigos. El altar y el tanque se complementan, la cruz y el misil se retroalimentan.
El fundamentalismo religioso que se ha encarnado en los Estados Unidos bajo la presidencia de Trump no es un accidente, sino la consecuencia previsible de una política que convierte a la religión en arma, al mesianismo en propaganda y a la violencia en mandato divino. Trump no habla como un estadista, sino como un telepredicador en horario estelar: sus palabras “Dios bendiga a Israel” no fueron un simple protocolo diplomático, sino la enunciación de un dogma político que sacraliza al Estado israelí y lo erige como símbolo incuestionable de un nuevo orden judeocristiano. En esa frase, cargada de teatralidad y arrogancia, se encapsula la peligrosa alquimia que convierte la fe en coartada, la política en cruzada y la guerra en liturgia.
Este fundamentalismo, que fusiona los intereses de la ultraderecha cristiana, el lobby pro-israelí y el aparato militar-industrial, configura un bloque de poder que se autoproclama portador de la “civilización occidental”. El guion es conocido: el bien contra el mal, la luz contra la oscuridad, el pueblo elegido contra los bárbaros. La tragedia palestina se interpreta así como una ofrenda sacrificial en el altar del sionismo y el evangelismo político, donde Gaza se convierte en la metáfora brutal de la purificación del mundo mediante la destrucción de los impuros. El genocidio se blanquea bajo el lenguaje de la defensa, y cada bomba lanzada se justifica como un acto de fe: un salmo de acero, un rezo de fuego.

El fenómeno es más que político: es teológico-político en el sentido schmittiano, donde la decisión soberana ya no descansa en la legalidad, sino en la voluntad de un líder que se arroga el derecho de decidir quién merece vivir y quién debe morir. Trump, como sacerdote de este nuevo orden, articula la promesa de un Estado supremacista, judeocristiano, blanco y conservador, que se define por la exclusión de los otros: migrantes latinoamericanos, musulmanes, afrodescendientes, mujeres que reclaman derechos, cualquier minoría que contradiga el mito de la pureza nacional. Se trata de una cruzada de frontera adentro y frontera afuera: hacia dentro, se erige el muro físico e ideológico contra los migrantes; hacia fuera, se avala la limpieza étnica en Palestina como mandato divino.
El racismo y la xenofobia, lejos de ser accidentes colaterales, son el combustible de esta maquinaria. El migrante pobre se convierte en demonio, el musulmán en terrorista, el palestino en enemigo absoluto. Y detrás de esta narrativa se esconde la voluntad de imponer un Estado de excepción permanente, en el que el miedo opera como mecanismo de cohesión social. No es casualidad que los discursos religiosos se combinen con el despliegue militar: ambos buscan producir obediencia, ambos necesitan enemigos. El altar y el tanque se complementan, la cruz y el misil se retroalimentan.
Europa, con su retórica de derechos humanos, no hace más que acompañar esta farsa con silencio cómplice o con diplomacia calculada. Los gobiernos europeos, herederos de su propio colonialismo, ven en esta alianza judeocristiana la posibilidad de recomponer un bloque civilizatorio frente a las amenazas de un mundo multipolar. Y en esa complicidad reside la confirmación de que el fundamentalismo no es patrimonio exclusivo de los desiertos árabes, sino que el Occidente ilustrado, con sus universidades y parlamentos, también puede volverse devoto de la violencia sacralizada.
Así emerge una nueva era de fundamentalismo religioso judeocristiano, que no tiene nada de espiritual y mucho de imperial. Una era que se presenta como defensa de la libertad, pero que solo ofrece obediencia; que invoca a Dios, pero lo reduce a un general de guerra; que se envuelve en la bandera, pero la mancha de sangre. Y mientras tanto, los pueblos del sur global, los desplazados, los condenados de la tierra, vuelven a ser las víctimas sacrificiales de una fe pervertida y de un poder sin límites, legitimado en nombre de un dios que, como en las peores pesadillas teológicas, parece haberse vuelto propiedad privada de un imperio.
Si se compara con otros fundamentalismos religiosos, la diferencia esencial radica en la escala y en la capacidad de imposición. El fundamentalismo islámico, por ejemplo, busca imponer un orden religioso-político en territorios específicos, pero carece del alcance global que tiene el fundamentalismo judeocristiano respaldado por Estados Unidos. El fundamentalismo hindú en la India se despliega como un nacionalismo religioso que oprime a minorías musulmanas y cristianas, pero tampoco dispone de la infraestructura imperial que garantiza a Occidente la capacidad de convertir su dogma en norma internacional. En cambio, el fundamentalismo occidental se presenta como universal y civilizatorio: no es “una creencia más”, sino “la verdad absoluta”, capaz de definir qué es democracia, qué es terrorismo, qué es paz y quién merece vivir o morir.
Lo más perturbador es que este fundamentalismo de corte occidental no se reconoce como tal, pues su mayor éxito es haber convertido su dogma en sentido común global. Al señalar con el dedo al islam político, lo presenta como lo otro radical, mientras invisibiliza su propia condición teocrática. Sin embargo, la estructura es idéntica: ambos construyen un enemigo absoluto, ambos legitiman la violencia como mandato divino, ambos convierten la política en cruzada. La diferencia está en que uno es narrado como amenaza terrorista y el otro como garante de la libertad mundial.
La hegemonía imperial se sostiene, entonces, en una lógica que combina poder militar, lobby religioso y supremacía cultural. El fundamentalismo occidental no necesita proclamarse como tal porque ha colonizado el lenguaje mismo: cuando bombardea, lo llama “intervención humanitaria”; cuando asesina poblaciones enteras, lo denomina “defensa propia”; cuando oprime, se reviste del discurso de la democracia. Y, en esta farsa, el mundo occidental se convence de que combate el fanatismo religioso, mientras en realidad ha caído de lleno en él, con la particularidad de haberlo institucionalizado como orden global.
La época actual se presenta bajo la siniestra consigna de la “paz por la fuerza”, un oxímoron que revela con crudeza la verdadera naturaleza del orden mundial impulsado por el fundamentalismo judeocristiano. Lo que en el discurso oficial se proclama como defensa de la seguridad y de los valores democráticos, en la práctica se traduce en la imposición de una paz fascista: una paz que solo puede existir sobre los escombros del enemigo derrotado, una paz que necesita del exterminio para sostenerse. En Gaza esta fórmula alcanza su máxima expresión: el genocidio se comete con la bendición de la religión y con la complicidad de las potencias que han transformado la fe en doctrina militar.
Israel se convierte así en el brazo armado de esta religión política, la espada sagrada que lleva adelante la limpieza de los “impuros”, mientras Estados Unidos asume el papel de jerarca ideológico y militar que provee armas, financiamiento y legitimidad. El poder imperial ya no se disfraza de neutralidad: se proclama abiertamente como protector de la violencia, garante de la ocupación y tutor de un proyecto que no solo oprime a Palestina, sino que amenaza con normalizar el exterminio como mecanismo legítimo de gobierno global. Se trata de una alianza teocrática que ha sustituido la diplomacia por la cruzada, el derecho internacional por la guerra santa, el respeto a la vida por la lógica sacrificial.
El silencio cómplice del mundo tampoco es un accidente, sino el resultado del miedo y de la subordinación. Europa, atrapada en su propia debilidad moral, se limita a condenas tibias que no alteran el curso de los hechos, mientras los organismos internacionales, despojados de autoridad, apenas registran cifras que pronto se convierten en estadísticas olvidadas. Ningún Estado con poder real se atreve a detener la tiranía porque hacerlo significaría enfrentar al imperio y cuestionar los cimientos de un sistema global que se sostiene en la sumisión. El precio de la verdad es demasiado alto, y el cálculo político se impone sobre la dignidad humana.
Lo que está en juego ya no es únicamente la existencia del pueblo palestino, aunque este sufra en carne propia la brutalidad del exterminio, sino el destino mismo de la civilización humana. Nunca antes el discurso religioso, convertido en dogma político, había alcanzado esta capacidad de legitimación de la barbarie. La nueva era del fundamentalismo judeocristiano anuncia un mundo donde la “paz por la fuerza” se normaliza como principio rector, donde el exterminio de poblaciones enteras se convierte en un instrumento aceptable de gobierno. Es la amenaza más grave de nuestra época: el riesgo de que la humanidad entera se acostumbre a vivir bajo una tiranía sagrada que destruye en nombre de Dios y gobierna en nombre de la libertad.














