Por: Nulfo Yala
La corrupción y las ambiciones de poder entre los altos mandos militares constituyen una amenaza permanente para el orden democrático. En cualquier momento, si las circunstancias lo permiten, podrían resurgir regímenes cruentos y violentos, como los de antaño. La historia de Bolivia está marcada por la intervención militar directa, con dictadores militares que han asumido el poder, o indirectamente, apoyando a grupos de poder cívicos fascistas y fuerzas geopolíticas imperiales externas. El golpe de estado de 2019 es un claro ejemplo de cómo estas fuerzas pueden desestabilizar la democracia y causar un sufrimiento considerable a la población.
El miércoles por la tarde del fatídico 26 de junio del 2024, fecha que quedará grabada en la historia de Bolivia, la calma habitual de la principal plaza política del país se vio rota por un despliegue militar inesperado. Juan José Zúñiga, quien hasta la noche anterior ostentaba el cargo de comandante general del ejército, lideraba la intentona golpista. Este acto de sublevación no solo conmocionó a la nación, sino que también evidenció las profundas tensiones y desconfianzas que subyacen en la relación entre el gobierno y las fuerzas armadas.
Todo comenzó con unas declaraciones televisivas de Zúñiga, en las que afirmaba que Evo Morales no debía volver a ser presidente y sugería que los militares se asegurarían de que así fuera. Estas palabras provocaron su inmediata destitución por el presidente Luis Arce, un movimiento que cambió radicalmente la dinámica de confianza que hasta entonces había prevalecido entre ambos. Zúñiga, que había sido el hombre de mayor confianza de Arce dentro de las Fuerzas Armadas, se convirtió de la noche a la mañana en su mayor adversario.
A las tres de la tarde del día siguiente, Zúñiga apareció en la plaza acompañado de los jefes de la marina y la fuerza aérea, junto con decenas de soldados. La Casa Grande del Pueblo, que alberga tanto el palacio presidencial como importantes oficinas gubernamentales, se encontraba bajo un inusual asedio. Arce, junto a su ministra de la Presidencia, María Nela Prada, observaban desde el interior con incredulidad cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Con determinación, el presidente, vestido con una chaqueta negra acolchada y gafas, se dirigió hacia la plaza. A su lado, Prada intentaba mantener la calma mientras la tensión aumentaba. Rodeados por una multitud de policías militares, se acercaron a Zúñiga, que vestía su uniforme verde y un chaleco de camuflaje resistente a las balas.
“¡Éste es su capitán!” gritó Prada, señalando a Arce. La respuesta de los partidarios de Zúñiga no se hizo esperar. “No podemos retroceder”, exclamó uno de ellos. Arce, en un intento por reestablecer el orden, ordenó al general que se retirara. La negativa de Zúñiga fue rotunda.
En ese momento crítico, el jefe de las fuerzas aéreas, reconsiderando su posición, decidió retirar su apoyo al golpe. La policía también se negó a unirse a los insurgentes, y el nuevo comandante general del ejército ordenó la retirada de tanques y soldados. La tensión comenzaba a disiparse, pero no sin dejar una estela de violencia. Al menos doce personas resultaron heridas por armas de fuego durante la refriega, y diecisiete, incluido Zúñiga, fueron detenidas. En total, unos doscientos militares participaron en este intento de golpe.
La historia de Bolivia está marcada por una serie de golpes de estado, y el de 2019 todavía resuena dolorosamente en la memoria colectiva. En aquella ocasión, los militares traicionaron al gobierno, lo que resultó en una ruptura del orden constitucional y en la trágica muerte de más de treinta personas en Sacaba y Senkata, víctimas de la represión militar. Este reciente intento de golpe subraya una lección que el gobierno parece no terminar de aprender: no se puede confiar plenamente en los militares. La sombra de la deslealtad y la intervención armada sigue acechando, recordándole al país las heridas aún abiertas de su pasado reciente.
La ingenuidad y ambición política de los gobernantes en Bolivia los llevan a buscar alianzas con cuadros aparentemente leales del ejército para mantener la gobernabilidad. Sin embargo, estas alianzas a menudo terminan en traición, como se evidenció en el último intento de golpe de estado. A pesar de esta peligrosa tendencia, el gobierno continúa con políticas que buscan armar más al ejército y otorgarle privilegios significativos, como la jubilación con un sueldo del 100% y otros beneficios. Estas políticas representan un alto costo para la distribución de recursos del estado, destinados a la manutención de las fuerzas armadas.
La corrupción y las ambiciones de poder entre los altos mandos militares constituyen una amenaza permanente para el orden democrático. En cualquier momento, si las circunstancias lo permiten, podrían resurgir regímenes cruentos y violentos, como los de antaño. La historia de Bolivia está marcada por la intervención militar directa, con dictadores militares que han asumido el poder, o indirectamente, apoyando a grupos de poder cívicos fascistas y fuerzas geopolíticas imperiales externas. El golpe de estado de 2019 es un claro ejemplo de cómo estas fuerzas pueden desestabilizar la democracia y causar un sufrimiento considerable a la población.
Frente a esta realidad, se plantea la necesidad de un amplio debate dentro del estado boliviano sobre el papel efectivo que deben cumplir las fuerzas armadas en el país. Este debate debe ser profundo y considerar la pertinencia de los altos gastos destinados a las fuerzas armadas, comparándolos con lo que realmente aportan al país, especialmente en el contexto del siglo XXI. La intervención política de los militares ha provocado cruentos golpes de estado, como el de 2019, que interrumpió un largo período democrático, y el reciente intento fallido del 26 de junio de 2024, que dejó varios heridos y desató una crisis social y económica.
Este debate debería también considerar experiencias de otros países que han reducido o incluso prescindido de fuerzas armadas, como es el caso de Costa Rica, que desde hace más de 75 años no cuenta con un ejército. Analizar modelos alternativos podría ofrecer soluciones viables para Bolivia, minimizando la influencia militar en la política y promoviendo una distribución más equitativa de los recursos del estado.
El reciente intento de golpe de estado reveló las verdaderas intenciones de muchos políticos. Estos individuos, movidos por el oportunismo, guardaron un silencio estratégico durante los momentos más críticos y, una vez que el golpe fracasó, utilizaron su veneno para minimizar los hechos. Calificaron lo ocurrido como un autogolpe, burlándose y despreciando el valor de los ciudadanos que enfrentaron a militares armados hasta los dientes. Estos valientes bolivianos alzaron sus voces, exigieron que los militares abandonaran el golpe y regresaran a sus cuarteles. Sin embargo, la reacción de ciertos políticos dejó en evidencia su peligrosa y nociva influencia en la Asamblea Legislativa, donde se encuentran al mando de uno de los poderes del estado.
El cobarde silencio de estos políticos durante las horas cruentas que vivió el pueblo boliviano no pasó desapercibido. Aunque afortunadamente no hubo muertes, la memoria colectiva guarda el recuerdo de aquellos que, con su indiferencia, demostraron que no les importaría ver la democracia destruida o el país bajo una nueva dictadura militar, siempre y cuando sus enemigos políticos fueran aniquilados. Están dispuestos a sacrificar al pueblo con tal de consumar su profundo odio hacia sus adversarios.
Este intento de golpe también sacó a la luz a los fascistas ocultos en la sociedad. Vecinos, compañeros de trabajo, amigos en grupos de WhatsApp, e incluso algunos familiares, no dudaron en mostrar su enfermiza alegría al vitorear al ejército por intentar derrocar al gobierno. Un odio profundo y sordo emergió en este trágico evento, evidenciando una división social que va más allá de la política.
La realidad del país se presenta como una crisis de odio, corrupción, inestabilidad y vulnerabilidad. Las armas están cargadas, listas para ser usadas por malos militares en cualquier momento propicio. En una próxima oportunidad, que se espera no llegue, estos actores podrían lograr consumar un golpe de estado mortal, silenciando a aquellos que se oponen al fascismo. Este peligro no es lejano ni abstracto; está más cerca de lo que se cree y sigue creciendo, amenazando con desestabilizar la nación y acallar las voces de quienes defienden la democracia.
La necesidad de redefinir el papel de las fuerzas armadas en Bolivia es urgente. El país no puede permitirse seguir invirtiendo en un sector que, históricamente, ha demostrado ser una fuente de inestabilidad y traición. La lección que se debe aprender es clara: la confianza ciega en los militares es un error que el país no puede seguir cometiendo. Es imperativo buscar nuevas formas de garantizar la seguridad nacional sin sacrificar la democracia ni los recursos destinados al desarrollo social y económico.
nulfoyala@gmail.com