OTRA VEZ LOS MILITARES. REFLEXIONES ACERCA DEL FALLIDO INTENTO DE GOLPE DE ESTADO MILITAR EN BOLIVIA

Por: Nulfo Yala

La corrupción y las ambiciones de poder entre los altos mandos militares constituyen una amenaza permanente para el orden democrático. En cualquier momento, si las circunstancias lo permiten, podrían resurgir regímenes cruentos y violentos, como los de antaño. La historia de Bolivia está marcada por la intervención militar directa, con dictadores militares que han asumido el poder, o indirectamente, apoyando a grupos de poder cívicos fascistas y fuerzas geopolíticas imperiales externas. El golpe de estado de 2019 es un claro ejemplo de cómo estas fuerzas pueden desestabilizar la democracia y causar un sufrimiento considerable a la población.

El miércoles por la tarde del fatídico 26 de junio del 2024, fecha que quedará grabada en la historia de Bolivia, la calma habitual de la principal plaza política del país se vio rota por un despliegue militar inesperado. Juan José Zúñiga, quien hasta la noche anterior ostentaba el cargo de comandante general del ejército, lideraba la intentona golpista. Este acto de sublevación no solo conmocionó a la nación, sino que también evidenció las profundas tensiones y desconfianzas que subyacen en la relación entre el gobierno y las fuerzas armadas.

Todo comenzó con unas declaraciones televisivas de Zúñiga, en las que afirmaba que Evo Morales no debía volver a ser presidente y sugería que los militares se asegurarían de que así fuera. Estas palabras provocaron su inmediata destitución por el presidente Luis Arce, un movimiento que cambió radicalmente la dinámica de confianza que hasta entonces había prevalecido entre ambos. Zúñiga, que había sido el hombre de mayor confianza de Arce dentro de las Fuerzas Armadas, se convirtió de la noche a la mañana en su mayor adversario.

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A las tres de la tarde del día siguiente, Zúñiga apareció en la plaza acompañado de los jefes de la marina y la fuerza aérea, junto con decenas de soldados. La Casa Grande del Pueblo, que alberga tanto el palacio presidencial como importantes oficinas gubernamentales, se encontraba bajo un inusual asedio. Arce, junto a su ministra de la Presidencia, María Nela Prada, observaban desde el interior con incredulidad cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Con determinación, el presidente, vestido con una chaqueta negra acolchada y gafas, se dirigió hacia la plaza. A su lado, Prada intentaba mantener la calma mientras la tensión aumentaba. Rodeados por una multitud de policías militares, se acercaron a Zúñiga, que vestía su uniforme verde y un chaleco de camuflaje resistente a las balas.

“¡Éste es su capitán!” gritó Prada, señalando a Arce. La respuesta de los partidarios de Zúñiga no se hizo esperar. “No podemos retroceder”, exclamó uno de ellos. Arce, en un intento por reestablecer el orden, ordenó al general que se retirara. La negativa de Zúñiga fue rotunda.

En ese momento crítico, el jefe de las fuerzas aéreas, reconsiderando su posición, decidió retirar su apoyo al golpe. La policía también se negó a unirse a los insurgentes, y el nuevo comandante general del ejército ordenó la retirada de tanques y soldados. La tensión comenzaba a disiparse, pero no sin dejar una estela de violencia. Al menos doce personas resultaron heridas por armas de fuego durante la refriega, y diecisiete, incluido Zúñiga, fueron detenidas. En total, unos doscientos militares participaron en este intento de golpe.

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La historia de Bolivia está marcada por una serie de golpes de estado, y el de 2019 todavía resuena dolorosamente en la memoria colectiva. En aquella ocasión, los militares traicionaron al gobierno, lo que resultó en una ruptura del orden constitucional y en la trágica muerte de más de treinta personas en Sacaba y Senkata, víctimas de la represión militar. Este reciente intento de golpe subraya una lección que el gobierno parece no terminar de aprender: no se puede confiar plenamente en los militares. La sombra de la deslealtad y la intervención armada sigue acechando, recordándole al país las heridas aún abiertas de su pasado reciente.

La ingenuidad y ambición política de los gobernantes en Bolivia los llevan a buscar alianzas con cuadros aparentemente leales del ejército para mantener la gobernabilidad. Sin embargo, estas alianzas a menudo terminan en traición, como se evidenció en el último intento de golpe de estado. A pesar de esta peligrosa tendencia, el gobierno continúa con políticas que buscan armar más al ejército y otorgarle privilegios significativos, como la jubilación con un sueldo del 100% y otros beneficios. Estas políticas representan un alto costo para la distribución de recursos del estado, destinados a la manutención de las fuerzas armadas.

La corrupción y las ambiciones de poder entre los altos mandos militares constituyen una amenaza permanente para el orden democrático. En cualquier momento, si las circunstancias lo permiten, podrían resurgir regímenes cruentos y violentos, como los de antaño. La historia de Bolivia está marcada por la intervención militar directa, con dictadores militares que han asumido el poder, o indirectamente, apoyando a grupos de poder cívicos fascistas y fuerzas geopolíticas imperiales externas. El golpe de estado de 2019 es un claro ejemplo de cómo estas fuerzas pueden desestabilizar la democracia y causar un sufrimiento considerable a la población.

Frente a esta realidad, se plantea la necesidad de un amplio debate dentro del estado boliviano sobre el papel efectivo que deben cumplir las fuerzas armadas en el país. Este debate debe ser profundo y considerar la pertinencia de los altos gastos destinados a las fuerzas armadas, comparándolos con lo que realmente aportan al país, especialmente en el contexto del siglo XXI. La intervención política de los militares ha provocado cruentos golpes de estado, como el de 2019, que interrumpió un largo período democrático, y el reciente intento fallido del 26 de junio de 2024, que dejó varios heridos y desató una crisis social y económica.

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Este debate debería también considerar experiencias de otros países que han reducido o incluso prescindido de fuerzas armadas, como es el caso de Costa Rica, que desde hace más de 75 años no cuenta con un ejército. Analizar modelos alternativos podría ofrecer soluciones viables para Bolivia, minimizando la influencia militar en la política y promoviendo una distribución más equitativa de los recursos del estado.

El reciente intento de golpe de estado reveló las verdaderas intenciones de muchos políticos. Estos individuos, movidos por el oportunismo, guardaron un silencio estratégico durante los momentos más críticos y, una vez que el golpe fracasó, utilizaron su veneno para minimizar los hechos. Calificaron lo ocurrido como un autogolpe, burlándose y despreciando el valor de los ciudadanos que enfrentaron a militares armados hasta los dientes. Estos valientes bolivianos alzaron sus voces, exigieron que los militares abandonaran el golpe y regresaran a sus cuarteles. Sin embargo, la reacción de ciertos políticos dejó en evidencia su peligrosa y nociva influencia en la Asamblea Legislativa, donde se encuentran al mando de uno de los poderes del estado.

El cobarde silencio de estos políticos durante las horas cruentas que vivió el pueblo boliviano no pasó desapercibido. Aunque afortunadamente no hubo muertes, la memoria colectiva guarda el recuerdo de aquellos que, con su indiferencia, demostraron que no les importaría ver la democracia destruida o el país bajo una nueva dictadura militar, siempre y cuando sus enemigos políticos fueran aniquilados. Están dispuestos a sacrificar al pueblo con tal de consumar su profundo odio hacia sus adversarios.

Este intento de golpe también sacó a la luz a los fascistas ocultos en la sociedad. Vecinos, compañeros de trabajo, amigos en grupos de WhatsApp, e incluso algunos familiares, no dudaron en mostrar su enfermiza alegría al vitorear al ejército por intentar derrocar al gobierno. Un odio profundo y sordo emergió en este trágico evento, evidenciando una división social que va más allá de la política.

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La realidad del país se presenta como una crisis de odio, corrupción, inestabilidad y vulnerabilidad. Las armas están cargadas, listas para ser usadas por malos militares en cualquier momento propicio. En una próxima oportunidad, que se espera no llegue, estos actores podrían lograr consumar un golpe de estado mortal, silenciando a aquellos que se oponen al fascismo. Este peligro no es lejano ni abstracto; está más cerca de lo que se cree y sigue creciendo, amenazando con desestabilizar la nación y acallar las voces de quienes defienden la democracia.

La necesidad de redefinir el papel de las fuerzas armadas en Bolivia es urgente. El país no puede permitirse seguir invirtiendo en un sector que, históricamente, ha demostrado ser una fuente de inestabilidad y traición. La lección que se debe aprender es clara: la confianza ciega en los militares es un error que el país no puede seguir cometiendo. Es imperativo buscar nuevas formas de garantizar la seguridad nacional sin sacrificar la democracia ni los recursos destinados al desarrollo social y económico.

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LA CREDIBILIDAD EN DUDA DE LOS PROCESOS DE ACREDITACIÓN DE LAS UNIVERSIDADES DEL SISTEMA UNIVERSITARIO BOLIVIANO

Por: Nulfo Yala

Las universidades deberían ser centros de excelencia y transparencia, donde la calidad de la educación sea la máxima prioridad. Es imperativo que se adopten políticas y prácticas que promuevan la integridad, la objetividad y la transparencia en los procesos de acreditación. Solo así se podrá garantizar que las acreditaciones reflejen verdaderamente el nivel académico y el compromiso con la educación de calidad, beneficiando a estudiantes, docentes y a la sociedad en general.

En la búsqueda de una educación superior de calidad, se ha implementado un sistema de acreditación por parte de la CEUB que presenta serias deficiencias, reflejado en algunas universidades y carreras del sistema universitario público boliviano. Este sistema, basado en una autovalidación cuestionable, carece de transparencia y objetividad. Está sujeto a presiones internas y externas, frecuentemente influenciadas por intereses políticos y, en muchos casos, por la corrupción. Estos aspectos problemáticos serán analizados a continuación.

Uno de los principales problemas es la falta de objetividad, imparcialidad e idoneidad en el proceso de evaluación. Las evaluaciones se centran más en la apariencia que en el fondo de la educación impartida. Se prioriza la calificación de infraestructuras, equipamiento y señalética, sin tomar en cuenta el aprendizaje real de los estudiantes. Así, estudiantes que ingresan con deficiencias graves en comprensión lectora, lenguaje y matemáticas, terminan graduándose con las mismas carencias, mientras que sus carreras son acreditadas sin que esté aspecto fundamental importe en lo más mínimo.

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Otro aspecto crítico es la manipulación de la información. En algunos casos, las acreditaciones se basan en documentación improvisada que bajo presiones de que “la carrera debe acreditarse si o sí” se busca muchas veces tratar de justificar lo injustificable a fin de cumplir indicadores de manera improvisada y forzada, generando por ejemplo, documentos retroactivos que nunca existieron. Este tipo de prácticas no solo distorsionan la realidad, sino que también desacreditan el proceso mismo de la acreditación.

La corrupción es un problema que surge también dentro de estos procesos de acreditación. Las sugerencias de contratación de consultores, propuestos por las mismas instancias de la CEUB, para revisar la documentación son un claro ejemplo de esta corrupción. Estos consultores, cuyos costos son exorbitantes, están condicionados a validar la documentación a cambio de pagos por “servicios de consultoría de revisión”. Este sistema no solo genera gastos para las universidades, sino que también produce un ciclo de corrupción que erosiona la integridad del proceso de acreditación.

La transparencia en el proceso de acreditación es un aspecto crítico que ha sido seriamente cuestionado. Las evaluaciones a menudo implican gastos significativos por parte de las carreras para cubrir viáticos, pasajes y honorarios de los evaluadores. Este hecho compromete la credibilidad de las evaluaciones, ya que, si las compensaciones económicas provienen de la misma carrera evaluada, se genera un claro conflicto de intereses. ¿Qué garantiza la imparcialidad en la evaluación si los evaluadores reciben honorarios de las mismas entidades que deben evaluar? La objetividad queda en entredicho y, con ella, la validez del proceso de acreditación.

Además de los conflictos de intereses, las presiones externas ejercidas por la CEUB también juegan un papel importante en la distorsión de la realidad educativa. La institución tiende a justificar una imagen de buen estado de las universidades, tratando de maquillar la cruda realidad de estas instituciones. Esta fachada oculta problemas graves, como la corrupción endémica y la ineficiencia en la docencia, tanto pedagógica como científica. La política, a través del cogobierno docente estudiantil, utiliza la autonomía universitaria como una excusa para perpetuar la corrupción y la mediocridad.

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Las universidades, bajo este sistema, se convierten en espacios donde la política interna y los intereses particulares predominan sobre la búsqueda de la excelencia académica. La mal llamada autonomía se ha distorsionado hasta convertirse en un escudo para proteger prácticas corruptas y mediocres. En lugar de ser un instrumento para mejorar la calidad educativa, la autonomía se ha transformado en un mecanismo para mantener el statu quo, beneficiando a aquellos que están en el poder y perjudicando a la comunidad académica en su conjunto.

Este panorama desalentador plantea serias dudas sobre la efectividad del sistema de acreditación actual. La falta de transparencia y la presencia de conflictos de intereses, junto con las presiones externas para mantener una fachada de eficiencia, subrayan una problemática profunda, que merma y cuestionar la credibilidad de las universidades como espacios de excelencia y transparencia.

En este contexto, las presiones internas para lograr la acreditación se han convertido en un medio para obtener réditos políticos. Las autoridades y grupos de poder dentro de estas instituciones de educación superior utilizan las acreditaciones como herramientas demagógicas para mejorar su imagen y mantener o ganar privilegios. Así, las acreditaciones se transforman en trofeos políticos que sirven a intereses y ambiciones individuales o de grupo, desviándose de su propósito original de garantizar la calidad educativa.

Este uso político de las acreditaciones conduce a evaluaciones express, donde la información se prepara apresuradamente en pocos días, a pesar de que el proceso debería involucrar años de sistematización. Este enfoque apresurado resulta en la producción de información falseada y disfrazada para presentar una realidad inexistente. La prisa por obtener acreditaciones y el deseo de aparentar éxito académico llevan a la creación de datos que no reflejan la verdadera situación de las universidades, comprometiendo la integridad del proceso de acreditación.

Las instancias gubernamentales, en su afán por mostrar números favorables y apariencias positivas, han contribuido a estos escenarios, convirtiéndose a menudo en cómplices, ya sea voluntarios o involuntarios. La exigencia gubernamental se centra en cifras superficiales como el número de estudiantes ingresados y graduados, en lugar de enfocarse en la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje y en los resultados reales de la educación impartida. Este énfasis en la cantidad sobre la calidad subraya una desconexión entre los objetivos declarados de mejorar la educación y las prácticas reales que prevalecen en las instituciones.

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El resultado de estas prácticas es un sistema de acreditación que falla en su misión de mejorar la calidad educativa. Las universidades, bajo la presión de autoridades internas y externas, priorizan las apariencias sobre la sustancia. Las acreditaciones, en lugar de ser una medida de excelencia académica, se convierten en símbolos de logro político y manipulación administrativa. Los estudiantes, que deberían ser los principales beneficiarios de un proceso educativo riguroso y de alta calidad, terminan siendo los más perjudicados en un sistema que valora más las cifras infladas y las acreditaciones políticas que el aprendizaje genuino y el desarrollo intelectual.

Para revertir esta situación, es crucial implementar un enfoque de acreditación que enfatice la calidad educativa real sobre los logros superficiales. Las evaluaciones deben ser llevadas a cabo de manera meticulosa y exhaustiva, con información auténtica y basada en un análisis prolongado y detallado. Además, las autoridades gubernamentales y universitarias deben reevaluar sus prioridades, enfocándose en la mejora continua de la educación y en la formación integral de los estudiantes, en lugar de en los números y las apariencias.

Las universidades deberían ser centros de excelencia y transparencia, donde la calidad de la educación sea la máxima prioridad. Es imperativo que se adopten políticas y prácticas que promuevan la integridad, la objetividad y la transparencia en los procesos de acreditación. Solo así se podrá garantizar que las acreditaciones reflejen verdaderamente el nivel académico y el compromiso con la educación de calidad, beneficiando a estudiantes, docentes y a la sociedad en general.

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A LAS PUERTAS DE UNA NUEVA GUERRA MUNDIAL: PERSPECTIVAS EN EL CONFLICTO OTAN-UCRANIA Y RUSIA

Por: Nulfo Yala

En medio de este panorama desolador, la voz de la razón y la cordura parece ahogarse en el estruendo de los tambores de guerra. La opinión pública en Europa y el resto del mundo clama por la paz y la negociación, pero los poderes que manejan las palancas del poder militar parecen sordos a estas súplicas. La carrera armamentista y las demostraciones de fuerza son el nuevo lenguaje diplomático, mientras el mundo observa con temor y desesperación, consciente de que cada paso en falso puede precipitar un abismo del cual no hay retorno.

El conflicto entre Rusia y Ucrania ha escalado a un punto crítico, un punto de no retorno que pone en vilo y temor a millones alrededor del globo. Las sombras de antiguas rivalidades y ambiciones geopolíticas se proyectan ominosamente sobre el escenario internacional.

Desde las capitales occidentales, las voces de la OTAN y Estados Unidos resuenan con una retórica de defensa de los valores democráticos y la libertad, mientras buscan mantener su hegemonía en un mundo que cada vez más desafía el orden unipolar que han tratado de establecer. Ambiciones imperiales, disfrazadas de altruismo y justicia global, se mezclan con estrategias políticas y militares que amenazan con arrastrar al mundo hacia una espiral de confrontación y sufrimiento humano.

Sin embargo, detrás de las máscaras de la retórica y las justificaciones geopolíticas, yace la cruda realidad de la historia: ningún imperialismo es benigno. La historia nos ha enseñado, repetidamente, que el poder concentrado en manos de unas pocas naciones o alianzas casi siempre se traduce en opresión, injusticia y sufrimiento para aquellos que se encuentran en la periferia de ese poder.

Es crucial considerar que la desconcentración del poder podría ser un paso hacia un mundo más equitativo y pacífico. Mientras las hegemonías pierden su agarre y la multipolaridad emerge como una posibilidad tangible, existe la esperanza de que ningún bloque de naciones pueda imponer su voluntad sobre otros sin consecuencias significativas. La historia nos recuerda que los imperios, por su propia naturaleza, han explotado y subyugado en nombre de intereses egoístas disfrazados de civilización y progreso.

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No es difícil ver cómo el poder, cuando se ejerce sin límites ni escrúpulos, puede desencadenar el peor lado de la humanidad. Estados Unidos, una potencia mundial indiscutible, ha dejado un rastro de intervenciones y conflictos que manchan su historia. Desde las devastadoras bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki hasta el respaldo a regímenes autoritarios y golpes de estado alrededor del mundo, su papel en la escena internacional ha sido cuestionado y temido por muchos.

El reciente genocidio en Gaza, perpetrado por Israel con el apoyo implícito de Estados Unidos, es otro capítulo oscuro en este relato de poder y hegemonía. La justificación de intereses estratégicos y geopolíticos parece prevalecer sobre los principios éticos más básicos, mientras la voz de los oprimidos se pierde entre las explosiones y los gritos de dolor.

Lo que intensifica aún más esta narrativa son las nuevas potencias y sus ansias por afirmarse en el escenario mundial. Rusia, con su arsenal nuclear y una historia de resistencia demostrada en la segunda guerra mundial, por ejemplo, no duda en recordar al mundo su capacidad de respuesta ante cualquier amenaza percibida. El conflicto en Ucrania, alimentado por las ambiciones de la OTAN y Estados Unidos, es un recordatorio vívido de cómo los juegos de poder y las estrategias geopolíticas pueden llevar a naciones enteras al borde del desastre.

Ucrania, en medio de esta tormenta, se convierte en un peón en el tablero de la política global. Seducida por promesas de apoyo militar y la perspectiva de una integración europea, su gobierno antes de buscar una negociación realista, se aventuró bajo las promesas de la OTAN a intensificar el conflicto militar con Rusia, creyendo quizás ingenuamente en la posibilidad de una victoria y en una entrada triunfal en la OTAN. La realidad, sin embargo, ha sido brutal y dolorosa, dejando a su pueblo atrapado entre las garras de dos gigantes que luchan por el control y la influencia en una región estratégica.

El telón de fondo de la política global se tiñe cada vez más con los colores sombríos de la guerra y la confrontación. Ucrania, una nación en la encrucijada entre el este y el oeste, se convierte en el epicentro de tensiones que podrían desencadenar consecuencias catastróficas a escala mundial. Desde la caída de la Unión Soviética, el acercamiento de Ucrania a la OTAN ha sido visto como un movimiento estratégico para debilitar la influencia rusa y consolidar el dominio occidental en el tablero geopolítico del siglo XXI.

Sin embargo, detrás de las estrategias y alianzas, se despliega una tragedia humana desgarradora. Las vidas perdidas, tanto de ucranianos como de rusos, en los conflictos armados son cifras frías que no capturan el verdadero costo del sufrimiento humano. Lo que comenzó como un cálculo político ha mutado en una espiral fuera de control, donde los actores globales se aferran a sus agendas con una determinación ciega, ignorando las advertencias de un posible desastre nuclear.

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Rusia, con su búsqueda de alianzas en un mundo que ansía la multipolaridad, añade combustible al fuego de la incertidumbre y la preparación para una guerra de consecuencias impensables. El escenario apocalíptico de una guerra mundial nuclear se cierne sobre nosotros, mientras los líderes europeos y estadounidenses parecen encaminarse hacia un precipicio sin retorno. La retórica belicosa alimenta la maquinaria de la guerra, creando una dinámica donde la subestimación y la sobreestimación de capacidades pueden desencadenar el holocausto final que borrará la civilización tal como la conocemos.

En medio de este panorama desolador, la voz de la razón y la cordura parece ahogarse en el estruendo de los tambores de guerra. La opinión pública en Europa y el resto del mundo clama por la paz y la negociación, pero los poderes que manejan las palancas del poder militar parecen sordos a estas súplicas. La carrera armamentista y las demostraciones de fuerza son el nuevo lenguaje diplomático, mientras el mundo observa con temor y desesperación, consciente de que cada paso en falso puede precipitar un abismo del cual no hay retorno.

Nos encontramos en un momento crucial de la historia contemporánea, donde la sombra de una guerra catastrófica se cierne ominosamente sobre el mundo. La escalada de tensiones entre la OTAN y Rusia ha llegado a un punto crítico, donde la amenaza de un conflicto directo y el uso de armas nucleares ya no son meras especulaciones, sino una realidad palpable que podría llevar a la aniquilación de poblaciones enteras en cuestión de minutos.

La urgencia de una negociación realista y efectiva se hace cada vez más evidente. Sin embargo, los esfuerzos por encontrar una salida pacífica han sido obstaculizados por intereses geopolíticos y la falta de voluntad para comprometerse en un diálogo verdaderamente constructivo. En abril de 2022, un acuerdo entre Rusia y Ucrania estuvo al borde de la concreción, pero fue frustrado por la interferencia de potencias externas que buscaban imponer sus condiciones sin considerar las preocupaciones legítimas de ambas partes.

En la actualidad, las demandas han evolucionado y se han vuelto aún más complicadas. El continuo suministro de armas por parte de la OTAN y Estados Unidos solo han exacerbado las tensiones, subestimando la determinación de Rusia de proteger sus intereses vitales y su propia soberanía. Las palabras recientes de Putin reflejan una advertencia clara de que Rusia no se retirará ante la presión externa, sino que está dispuesta a llevar el conflicto hasta sus últimas consecuencias.

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En este contexto, la estrategia de la OTAN de buscar la rendición de Rusia es no solo irracional, sino extremadamente peligrosa. Si detrás de esta postura hay una intención de desgastar a Rusia antes de un enfrentamiento directo, el riesgo de una respuesta asimétrica por parte de Rusia es inminente. Esto podría desencadenar un ciclo de destrucción mutua total, un escenario apocalíptico del cual la humanidad estaría condenada a la aniquilación.

Es imperativo que los líderes mundiales actúen con sensatez, sentido común y responsabilidad hacia sus propios pueblos y hacia el mundo en general. La desescalada y la búsqueda de soluciones diplomáticas realistas son la única vía para evitar una catástrofe de proporciones globales. El orden mundial está cambiando y la redistribución del poder es una realidad innegable que debe ser aceptada y gestionada de manera equitativa.

Si aún existe algún tipo de racionalidad, sentido común y responsabilidad para con sus mismos pueblos, urge la desescalada y la negociación diplomática, reconociendo que el mundo ha cambiado. La realidad evidencia que existen otras potencias emergentes, el poder debe redistribuirse como es natural. Y entender que a veces se debe perder para ganar. Es hora de que la diplomacia prevalezca sobre la retórica belicista y que los líderes demuestren su capacidad para resolver conflictos de manera pacífica y constructiva. El futuro de la humanidad depende de las decisiones que se tomen hoy y de la voluntad de todos los actores involucrados de priorizar la vida y la paz por encima de cualquier otra consideración.

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LA SOMBRA DE MORALES: CÓMO LA AMBICIÓN DESMEDIDA SOCAVA LA LUCHA DE LA IZQUIERDA Y FACILITA EL ASCENSO DE LA DERECHA FASCISTA EN BOLIVIA

Por Nulfo Yala

Hoy, la ambición desmedida de Morales continúa siendo una amenaza para Bolivia. En su afán por recuperar el poder, ha adoptado una postura que busca debilitar el gobierno de Luis Arce, democráticamente elegido. Morales, en su ingenuidad o tal vez en su arrogancia, cree que puede volver al poder como el salvador del país. Sin embargo, la realidad es que su figura se ha convertido en nefasta en la memoria del pueblo boliviano.

La figura de Evo Morales ha sido una presencia dominante en la política boliviana, reflejando características típicas de un caudillo con una sed insaciable de poder. Su carrera y su conducta política sugieren que su ambición por el poder es una fuerza interna que lo impulsa de manera irresistible hacia la presidencia vitalicia de Bolivia. Se percibe a sí mismo como el único capaz de guiar el destino del país, un destino que ha estado marcado históricamente por el caudillismo y la explotación inhumana.

La resistencia de Morales a abandonar el poder, a pesar del rechazo explícito de la población a la reelección indefinida en el referéndum de 2016, es una clara manifestación de su megalomanía. Este evento electoral, que debía ser un proceso democrático transparente, se vio obstaculizado por las maniobras de Morales, quien no aceptó el NO rotundo de los bolivianos. Desde entonces, la ley prohíbe la reelección indefinida, pero a Morales, como a muchos con tendencias dictadoras, no le importa la decisión popular. Su deseo de ser reelegido es inamovible, una muestra de su síndrome de hubris, esa arrogancia y confianza excesiva que a menudo acompaña a los líderes con poder absoluto.

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El resultado del referéndum le importó y le importa muy poco; lo que cuenta es su voluntad de seguir jugando con el poder, incluso si eso significa ignorar las normas constitucionales y los deseos del pueblo. Esta actitud encierra una clara muestra de narcisismo, un rasgo que se entrelaza con su megalomanía, donde su visión grandiosa de sí mismo eclipsa la realidad y las necesidades del país.

El empeño de Morales por mantenerse en el poder ha generado violencia y caos, no solo en el ámbito político, sino también en su propio partido, el Movimiento al Socialismo (MAS). La destrucción del MAS, que alguna vez fue un movimiento robusto que aparentemente luchaba por las causas de los marginados, es un precio que Morales parece dispuesto a pagar. En su afán de mantener el control, no le importa destrozar la causa y a la gente por la que supuestamente luchó, lo que evidencia un egoísmo extremo.

El mito del hombre bueno, indígena y campesino, que Morales personificó, ha sido desmontado por sus acciones. Su procedencia no lo exime de los males universales como el egoísmo, la maldad y el deseo desenfrenado de poder. Morales ha demostrado que, independientemente de sus orígenes, los seres humanos son igualmente capaces de grandes virtudes y grandes defectos. En su caso, su ambición desmedida ha puesto en peligro no solo su legado, sino también la estabilidad y el futuro de Bolivia.

La figura de Evo Morales, una vez emblemática en la lucha de la izquierda y las clases humildes en Bolivia, se ha transformado en una sombra oscura que amenaza con hundir esas mismas causas que alguna vez defendió. La ansia desmedida de poder de Morales ha debilitado y socavado las bases de la histórica lucha de la izquierda, permitiendo el ascenso de la derecha fascista encabezada por Luis Fernando Camacho y sus alianzas político-militares, policiales y empresariales. Este proceso culminó en el golpe de estado de 2019, un golpe que no solo derrocó a Morales, sino que fracturó profundamente el tejido social y político de Bolivia.

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El golpe de estado de 2019, facilitado por el desgaste político y la polarización generada durante el mandato de Morales, marcó un punto de inflexión en la historia reciente de Bolivia. La derecha fascista, con Camacho a la cabeza, aprovechó la oportunidad creada por la insistencia de Morales en mantenerse en el poder a toda costa. La alianza entre sectores militares, policiales, mineros y las clases económicas pudientes fue crucial para consumar el golpe. Este escenario fue, en gran medida, una consecuencia directa de la obstinación de Morales en perpetuar su gobierno, incluso después de la clara decisión popular en el referéndum de 2016 que rechazaba la reelección indefinida.

Hoy, la ambición desmedida de Morales continúa siendo una amenaza para Bolivia. En su afán por recuperar el poder, ha adoptado una postura que busca debilitar el gobierno de Luis Arce, democráticamente elegido. Morales, en su ingenuidad o tal vez en su arrogancia, cree que puede volver al poder como el salvador del país. Sin embargo, la realidad es que su figura se ha convertido en nefasta en la memoria del pueblo boliviano. Su cobardía al huir del país en un momento crítico, cuando se necesitaba valor para defender la democracia, ha dejado una mancha indeleble en su legado.

La actitud de Morales no solo revela su enfermiza necesidad de poder, sino también su disposición a destruir su propio país para satisfacer sus ambiciones personales. Sus seguidores, igualmente cegados por la sed de poder, no dudan en hacer alianzas incluso con aquellos que propiciaron el golpe de estado en 2019. En este proceso, han pisoteado la memoria de los verdaderos mártires que ofrecieron sus vidas en Sacaba y Senkata, luchando por una democracia que se perdió debido a la falta de liderazgo y valor de Morales.

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El impacto de las acciones de Morales no se limita a la esfera política; ha erosionado la confianza de la población en las instituciones democráticas y ha fragmentado el movimiento de izquierda. La histórica lucha de las clases humildes y de la izquierda, que una vez tuvo un fuerte bastión en el MAS, se ve ahora comprometida por las divisiones internas y la falta de una dirección clara y unida.

Evo Morales, en su búsqueda insaciable de poder, ha dejado de ser el líder visionario que alguna vez fue. Su legado ahora está marcado por la traición a los ideales que decía defender y por el daño irreparable que ha causado a su propio movimiento y a la nación boliviana. En lugar de ser recordado como el lider de los oprimidos, Morales se ha convertido en un símbolo de la corrupción del poder y de cómo la megalomanía puede destruir las causas más nobles. La lucha por la justicia social y la equidad en Bolivia ha sido profundamente debilitada, y la sombra de la derecha fascista que resurgió gracias a los errores de Morales continúa amenazando el futuro del país.

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