Por: Nulfo Yala
Las universidades deberían ser centros de excelencia y transparencia, donde la calidad de la educación sea la máxima prioridad. Es imperativo que se adopten políticas y prácticas que promuevan la integridad, la objetividad y la transparencia en los procesos de acreditación. Solo así se podrá garantizar que las acreditaciones reflejen verdaderamente el nivel académico y el compromiso con la educación de calidad, beneficiando a estudiantes, docentes y a la sociedad en general.
En la búsqueda de una educación superior de calidad, se ha implementado un sistema de acreditación por parte de la CEUB que presenta serias deficiencias, reflejado en algunas universidades y carreras del sistema universitario público boliviano. Este sistema, basado en una autovalidación cuestionable, carece de transparencia y objetividad. Está sujeto a presiones internas y externas, frecuentemente influenciadas por intereses políticos y, en muchos casos, por la corrupción. Estos aspectos problemáticos serán analizados a continuación.
Uno de los principales problemas es la falta de objetividad, imparcialidad e idoneidad en el proceso de evaluación. Las evaluaciones se centran más en la apariencia que en el fondo de la educación impartida. Se prioriza la calificación de infraestructuras, equipamiento y señalética, sin tomar en cuenta el aprendizaje real de los estudiantes. Así, estudiantes que ingresan con deficiencias graves en comprensión lectora, lenguaje y matemáticas, terminan graduándose con las mismas carencias, mientras que sus carreras son acreditadas sin que esté aspecto fundamental importe en lo más mínimo.
Otro aspecto crítico es la manipulación de la información. En algunos casos, las acreditaciones se basan en documentación improvisada que bajo presiones de que “la carrera debe acreditarse si o sí” se busca muchas veces tratar de justificar lo injustificable a fin de cumplir indicadores de manera improvisada y forzada, generando por ejemplo, documentos retroactivos que nunca existieron. Este tipo de prácticas no solo distorsionan la realidad, sino que también desacreditan el proceso mismo de la acreditación.
La corrupción es un problema que surge también dentro de estos procesos de acreditación. Las sugerencias de contratación de consultores, propuestos por las mismas instancias de la CEUB, para revisar la documentación son un claro ejemplo de esta corrupción. Estos consultores, cuyos costos son exorbitantes, están condicionados a validar la documentación a cambio de pagos por “servicios de consultoría de revisión”. Este sistema no solo genera gastos para las universidades, sino que también produce un ciclo de corrupción que erosiona la integridad del proceso de acreditación.
La transparencia en el proceso de acreditación es un aspecto crítico que ha sido seriamente cuestionado. Las evaluaciones a menudo implican gastos significativos por parte de las carreras para cubrir viáticos, pasajes y honorarios de los evaluadores. Este hecho compromete la credibilidad de las evaluaciones, ya que, si las compensaciones económicas provienen de la misma carrera evaluada, se genera un claro conflicto de intereses. ¿Qué garantiza la imparcialidad en la evaluación si los evaluadores reciben honorarios de las mismas entidades que deben evaluar? La objetividad queda en entredicho y, con ella, la validez del proceso de acreditación.
Además de los conflictos de intereses, las presiones externas ejercidas por la CEUB también juegan un papel importante en la distorsión de la realidad educativa. La institución tiende a justificar una imagen de buen estado de las universidades, tratando de maquillar la cruda realidad de estas instituciones. Esta fachada oculta problemas graves, como la corrupción endémica y la ineficiencia en la docencia, tanto pedagógica como científica. La política, a través del cogobierno docente estudiantil, utiliza la autonomía universitaria como una excusa para perpetuar la corrupción y la mediocridad.
Las universidades, bajo este sistema, se convierten en espacios donde la política interna y los intereses particulares predominan sobre la búsqueda de la excelencia académica. La mal llamada autonomía se ha distorsionado hasta convertirse en un escudo para proteger prácticas corruptas y mediocres. En lugar de ser un instrumento para mejorar la calidad educativa, la autonomía se ha transformado en un mecanismo para mantener el statu quo, beneficiando a aquellos que están en el poder y perjudicando a la comunidad académica en su conjunto.
Este panorama desalentador plantea serias dudas sobre la efectividad del sistema de acreditación actual. La falta de transparencia y la presencia de conflictos de intereses, junto con las presiones externas para mantener una fachada de eficiencia, subrayan una problemática profunda, que merma y cuestionar la credibilidad de las universidades como espacios de excelencia y transparencia.
En este contexto, las presiones internas para lograr la acreditación se han convertido en un medio para obtener réditos políticos. Las autoridades y grupos de poder dentro de estas instituciones de educación superior utilizan las acreditaciones como herramientas demagógicas para mejorar su imagen y mantener o ganar privilegios. Así, las acreditaciones se transforman en trofeos políticos que sirven a intereses y ambiciones individuales o de grupo, desviándose de su propósito original de garantizar la calidad educativa.
Este uso político de las acreditaciones conduce a evaluaciones express, donde la información se prepara apresuradamente en pocos días, a pesar de que el proceso debería involucrar años de sistematización. Este enfoque apresurado resulta en la producción de información falseada y disfrazada para presentar una realidad inexistente. La prisa por obtener acreditaciones y el deseo de aparentar éxito académico llevan a la creación de datos que no reflejan la verdadera situación de las universidades, comprometiendo la integridad del proceso de acreditación.
Las instancias gubernamentales, en su afán por mostrar números favorables y apariencias positivas, han contribuido a estos escenarios, convirtiéndose a menudo en cómplices, ya sea voluntarios o involuntarios. La exigencia gubernamental se centra en cifras superficiales como el número de estudiantes ingresados y graduados, en lugar de enfocarse en la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje y en los resultados reales de la educación impartida. Este énfasis en la cantidad sobre la calidad subraya una desconexión entre los objetivos declarados de mejorar la educación y las prácticas reales que prevalecen en las instituciones.
El resultado de estas prácticas es un sistema de acreditación que falla en su misión de mejorar la calidad educativa. Las universidades, bajo la presión de autoridades internas y externas, priorizan las apariencias sobre la sustancia. Las acreditaciones, en lugar de ser una medida de excelencia académica, se convierten en símbolos de logro político y manipulación administrativa. Los estudiantes, que deberían ser los principales beneficiarios de un proceso educativo riguroso y de alta calidad, terminan siendo los más perjudicados en un sistema que valora más las cifras infladas y las acreditaciones políticas que el aprendizaje genuino y el desarrollo intelectual.
Para revertir esta situación, es crucial implementar un enfoque de acreditación que enfatice la calidad educativa real sobre los logros superficiales. Las evaluaciones deben ser llevadas a cabo de manera meticulosa y exhaustiva, con información auténtica y basada en un análisis prolongado y detallado. Además, las autoridades gubernamentales y universitarias deben reevaluar sus prioridades, enfocándose en la mejora continua de la educación y en la formación integral de los estudiantes, en lugar de en los números y las apariencias.
Las universidades deberían ser centros de excelencia y transparencia, donde la calidad de la educación sea la máxima prioridad. Es imperativo que se adopten políticas y prácticas que promuevan la integridad, la objetividad y la transparencia en los procesos de acreditación. Solo así se podrá garantizar que las acreditaciones reflejen verdaderamente el nivel académico y el compromiso con la educación de calidad, beneficiando a estudiantes, docentes y a la sociedad en general.
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