LA VULNERACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS EN BOLIVIA Y LA SOCAVACIÓN DEL ESTADO DE DERECHO POR LA CULTURA ACEPTADA Y PERMITIDA DE LOS BLOQUEOS DE CARRETERAS Y CAMINOS.

Por: Nulfo Yala

El bloqueo de carreteras, lejos de ser una herramienta legítima de protesta, se ha convertido en un símbolo de la dictadura de sectores sociales que priorizan sus intereses particulares sobre el bien común. Esta práctica no solo interrumpe el comercio y afecta la economía, sino que también restringe la libre circulación de las personas, viola el derecho a la salud, la educación y la seguridad, y genera un ambiente de violencia y desorden. El estado al permitir estos bloqueos, ya sea por omisión o por acción directa, da una señal clara de un sistema que prioriza la conveniencia política sobre la justicia y los derechos humanos.

El cierre de carreteras en Bolivia ha vulnerado y sigue vulnerando los derechos de los ciudadanos bolivianos. Esta medida, lejos de estar constituida como un derecho, se tipifica como un delito. Enfrentarse a tales acciones permite la implementación de acciones populares y penales, dirigidas a identificar y procesar a los autores materiales e intelectuales. Sin embargo, el problema se profundiza cuando, en nombre de una interpretación errónea de los derechos de protesta y el populismo político, se conculcan los derechos fundamentales de la libre locomoción de las personas.

Hace casi dos décadas, Evo Morales, líder del Movimiento al Socialismo (MAS), utilizó los bloqueos de caminos como una herramienta crucial para ascender al poder. Esta medida, sumada a la ineficacia de los gobiernos anteriores y el cansancio de la población ante los conflictos, facilitó que el MAS consolidara su dominio político en Bolivia. Sin embargo, las consecuencias de esta práctica han sido profundas y variadas, afectando gravemente los derechos humanos.

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Uno de los derechos más afectados ha sido el derecho a la libre circulación. Impedir el libre desplazamiento de las personas no solo afecta su capacidad para trabajar y estudiar, sino también para recibir atención médica y realizar otras actividades esenciales.

Además, los bloqueos han dado lugar a violencia y enfrentamientos. Las confrontaciones entre manifestantes, fuerzas de seguridad y otras personas afectadas han resultado en lesiones y, en algunos casos, muertes. La gravedad del asunto es palpable, con personas fallecidas en puntos de bloqueo o en terminales de autobuses sin que, hasta la fecha, se haya procesado a los responsables. Existe una alarmante impunidad en Bolivia, donde el proteccionismo estatal favorece la vulneración de derechos humanos con tal de mantener la popularidad política.

El derecho a la salud también ha sido severamente comprometido. Obstaculizar el tránsito impide que las personas lleguen a centros de salud, afectando tanto la atención de emergencia como los tratamientos continuos. La escasez de alimentos y agua, resultado de la interrupción del suministro de bienes esenciales, pone en riesgo la salud y la vida de la población, violando el derecho a la alimentación y al agua.

Asimismo, el derecho al trabajo se ve afectado cuando las personas no pueden llegar a sus lugares de empleo, derivando en pérdida de ingresos y empleo, lo que impacta directamente en su derecho a un sustento digno. La educación también sufre interrupciones, impidiendo que estudiantes y profesores lleguen a las instituciones educativas, afectando gravemente el derecho a la educación.

La inseguridad y violencia generada por los bloqueos crea un ambiente de conflicto y desorden, aumentando los riesgos de criminalidad y afectando el derecho a la seguridad. Las condiciones creadas por los bloqueos afectan en las personas, el derecho a una vida digna y segura. La destrucción o daño a propiedades públicas (véase el caso de las carreteras deterioradas por el constante movimiento de piedas y tierra con maquinarias pesadas) y privadas, consecuencia directa de los bloqueos, viola el derecho de las personas a la protección de sus bienes.

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Este permanente cierre de carreteras en Bolivia, más allá de las transgresiones a los derechos humanos, ha tenido profundas consecuencias económicas que han afectado gravemente la estabilidad y el desarrollo del país. Los bloqueos de caminos han interrumpido el comercio y el transporte, impactando el flujo de bienes y servicios. Esta interrupción no solo ha provocado una escasez de productos esenciales, sino que también ha resultado en un aumento de precios, exacerbando la inflación y afectando el poder adquisitivo de la población.

Las empresas, especialmente aquellas que dependen del transporte de mercancías, han enfrentado pérdidas significativas debido a la interrupción de sus cadenas de suministro. La incapacidad de mover productos de manera eficiente ha llevado a la pérdida de ingresos, afectando la viabilidad económica de muchas empresas. Además, las compañías se han visto obligadas a incurrir en mayores costos operativos al buscar rutas alternativas o gestionar la logística en un entorno incierto, aumentando sus gastos y reduciendo sus márgenes de beneficio.

La inestabilidad y la incertidumbre generadas por los bloqueos han tenido un efecto desalentador sobre la inversión. Tanto la inversión extranjera como la local se han visto afectadas, ya que los inversores son reacios a comprometer capital en un entorno económico impredecible y conflictivo. Esta reducción de la inversión tiene implicaciones a largo plazo para el desarrollo económico, limitando el crecimiento y la creación de empleo, y sumiendo y agravando la crisis económica en Bolivia, en la que lamentablemente, se encuentra el país actualmente.

El impacto en el turismo ha sido igualmente significativo. Las áreas afectadas por los bloqueos han experimentado una disminución en la llegada de turistas, privando a muchas comunidades de una fuente vital de ingresos. El turismo, que a menudo es un pilar económico en diversas regiones del país, ha sufrido debido a la percepción de inseguridad y la dificultad de acceso a destinos turísticos.

Esta medida de intransigencia es producto,  en muchos casos de la suerte de la dictadura de sectores sociales en Bolivia, a las que se ha acostumbrado con políticas permisivas de intolerancia por parte del gobierno, utilizando el bloqueo de carreteras como una herramienta para imponer intereses de grupo bajo la bandera de la democracia. En tiempos recientes, esta práctica ha alcanzado niveles absurdos, donde incluso empresas mineras privadas recurren a los bloqueos para exigir reivindicaciones particulares, perjudicando a la población que necesita movilizarse.

El estado boliviano ha mostrado un doble rasero alarmante en la judicialización de estas causas. Mientras que algunas acciones son perseguidas por conveniencia política, otras son ignoradas con una tolerancia que raya en la complicidad. Esta actitud no solo mina la credibilidad del sistema judicial, sino que también fomenta una cultura de impunidad en el estado Boliviano, dejando a la población en un estado de indefensión y vulnerabilidad.

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Esta política de conveniencia ha tenido un impacto devastador en la credibilidad internacional del país. La percepción de Bolivia en el escenario global ha sido erosionada, con observadores internacionales cuestionando la seriedad del gobierno en la protección de los derechos humanos y el mantenimiento del estado de derecho. La falta de acciones contundentes contra los bloqueos, independientemente de quienes los ejecuten, socava la confianza en las instituciones del país y en su capacidad para gobernar de manera justa y efectiva.

Además, la permisividad hacia los bloqueos ha encaminado a Bolivia hacia un estado fallido. El estado de derecho se ve gravemente afectado cuando las leyes se aplican de manera selectiva y las violaciones de los derechos humanos se toleran por cálculos políticos. La incapacidad o falta de voluntad para enfrentar y resolver estos problemas amenaza con desintegrar las estructuras básicas de gobernanza y orden social.

El bloqueo de carreteras, lejos de ser una herramienta legítima de protesta, se ha convertido en un símbolo de la dictadura de sectores sociales que priorizan sus intereses particulares sobre el bien común. Esta práctica no solo interrumpe el comercio y afecta la economía, sino que también restringe la libre circulación de las personas, viola el derecho a la salud, la educación y la seguridad, y genera un ambiente de violencia y desorden. La complicidad del estado en permitir estos bloqueos, ya sea por omisión o por acción directa, es una señal clara de un sistema que prioriza la conveniencia política sobre la justicia y los derechos humanos.

nulfoyala@gmail.com

EL PELIGRO DEL AVANCE DE LA ULTRADERECHA FASCISTA EN BOLIVIA

Por Nulfo Yala:

La posibilidad de que Bolivia caiga nuevamente en un régimen dictatorial es una amenaza real. La historia ha demostrado que tales regímenes suelen imponerse a costa de grandes sacrificios humanos, con derramamiento de sangre y la pérdida de libertades fundamentales. En cada golpe de estado, el pueblo boliviano ha mostrado su disposición a luchar por la democracia, pero también ha sufrido enormemente en el proceso. Esta resistencia, aunque heroica, destaca la urgencia de prevenir que se repita un escenario similar.

En estos últimos tiempos, la ultraderecha ha avanzado peligrosamente en América Latina, promoviendo ideologías basadas en el odio y la explotación brutal de los recursos naturales. Estas doctrinas, disfrazadas bajo la excusa de la generación de riqueza, en realidad benefician a una pequeña élite de ultraricos, dejando a la mayoría de la población en una situación precaria y vulnerable.

En varios países de la región, las políticas de la ultraderecha se han alineado estrechamente con los intereses del neoliberalismo, otorgando privilegios desmedidos a los grupos de poder económico. Un ejemplo emblemático de esta tendencia es Javier Milei en Argentina, quien no oculta su admiración y sometimiento a figuras como Elon Musk y políticos de ultraderecha como Jair Bolsonaro. Milei, conocido por su retórica incendiaria y su rechazo a las instituciones democráticas tradicionales, ha adoptado una postura que favorece a los ultraricos a expensas del bienestar general. Esta idolatría no es meramente simbólica; refleja una ideología que valora la acumulación de riqueza por encima de los derechos humanos y la justicia social. La benevolencia hacia los ultraricos se traduce en políticas fiscales regresivas, reducción de impuestos a las grandes empresas y la desregulación del mercado, profundizando la desigualdad y la pobreza.

Milei representa un caso extremo de subordinación a poderes imperiales como Estados Unidos. En su búsqueda de aprobación y legitimidad, ha mostrado una disposición a sacrificar la independencia y soberanía de su propio país, promoviendo políticas que podrían llevar a la destrucción del estado argentino. Su postura incondicional hacia los intereses estadounidenses y su falta de consideración por las necesidades nacionales ilustran un peligroso camino de dependencia y pérdida de autonomía.

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La influencia de la ultraderecha en América Latina también se manifiesta en la explotación de los recursos naturales. Bajo la justificación de impulsar el desarrollo económico, estos gobiernos permiten la extracción intensiva de minerales, petróleo y otros recursos, con poco o ningún respeto por las consecuencias ambientales y sociales. Este enfoque no solo enriquece a una minoría ya privilegiada, sino que también destruye ecosistemas y desplaza a comunidades indígenas y campesinas.

La retórica de odio promovida por la ultraderecha fomenta la división social y la discriminación. En varios países, se ha observado un aumento en los discursos xenófobos, racistas y misóginos, que buscan polarizar aún más a la sociedad. Este clima de hostilidad y exclusión no solo afecta a las minorías y los más vulnerables, sino que también erosiona la cohesión social y amenaza la estabilidad democrática.

En América Latina, el avance de la ultraderecha trae consigo una serie de características preocupantes que amplifican las desigualdades sociales y erosionan las bases democráticas. Los discursos de odio se han convertido en una herramienta central para estos movimientos, promoviendo un nacionalismo extremo que fomenta la xenofobia y el racismo. Esta retórica polarizadora no solo alimenta la división social, sino que también legitima la discriminación y la violencia contra grupos minoritarios y extranjeros.

Las políticas de migración restrictivas son una manifestación directa de estos discursos de odio. En varios países, principalmente europeos y cuando no Estados Unidos, se han implementado medidas draconianas para limitar la inmigración y deportar a inmigrantes, presentándolos como una amenaza a la seguridad y la identidad nacional. Estas políticas no solo deshumanizan a las personas que buscan un mejor futuro, sino que también ignoran las contribuciones positivas que los migrantes pueden hacer a las sociedades de acogida.

La privatización de servicios públicos es otra característica destacada de la agenda de la ultraderecha en la región. La venta de empresas y servicios públicos esenciales a empresas privadas, bajo el pretexto de mejorar la eficiencia y reducir costos, a menudo resulta en la exclusión de los más pobres. El acceso a servicios básicos como agua, electricidad, educación y salud se convierte en un privilegio para aquellos que pueden pagar, dejando a las comunidades más vulnerables en una situación de precariedad extrema.

La desregulación económica, promovida con la promesa de estimular el crecimiento y atraer inversiones, suele favorecer desproporcionadamente a las grandes corporaciones. La reducción de regulaciones que protegen los derechos laborales y el medio ambiente pone en riesgo a los trabajadores y degrada los recursos naturales, nuevamente sirva de ejemplo los descomunales despidos que viene realizado el régimen de Milei en Argentina. Este enfoque, centrado en maximizar las ganancias a corto plazo, ignora las consecuencias a largo plazo para la sociedad y el entorno.

La restricción de la libertad de prensa es una táctica común entre los gobiernos de ultraderecha para consolidar su poder. El acoso y cierre de medios de comunicación críticos al gobierno crean un ambiente de censura y miedo, donde la disidencia se suprime y la información se controla estrictamente. Esto no solo limita el derecho de los ciudadanos a estar informados, sino que también socava uno de los pilares fundamentales de una democracia saludable.

En Bolivia, el periodo de gobierno interino de Jeanine Áñez (2019-2020) sirve como un ejemplo claro del peligroso avance de la ultraderecha en América Latina. Durante este tiempo, se reportaron episodios de represión violenta de protestas, dirigidas especialmente contra comunidades indígenas y partidarios del Movimiento al Socialismo (MAS). Esta represión no solo exacerbó las tensiones sociales, sino que también evidenció un uso desproporcionado de la fuerza por parte del Estado, que contó inclusive con la legalización de la represión desde el ejecutivo.

El nacionalismo y el racismo fueron elementos recurrentes en los discursos y políticas de este periodo. Acusaciones de racismo y discriminación hacia la población indígena surgieron con frecuencia, reflejando una visión excluyente y elitista que se aleja de los principios de igualdad y justicia social. Estos discursos no solo marginaron a una gran parte de la población, sino que también fomentaron un clima de división y hostilidad.

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En el ámbito económico, se observaron intentos de revertir las nacionalizaciones y políticas de redistribución implementadas durante los gobiernos de Evo Morales. Estas medidas buscaron desmantelar los avances en justicia social y equidad económica, favoreciendo nuevamente a los sectores más privilegiados y dejando a los más vulnerables en una situación aún más precaria.

El escenario actual en Bolivia es igualmente preocupante, con discursos de odio irreconciliables provenientes de grupos de ultraderecha. Estos grupos, muchas veces disfrazados sutilmente como de centro derecha, derecha moderada o incluso centro izquierda, utilizan la retórica del odio para incitar a la crisis política y la polarización. Las declaraciones de los voceros políticos de estos partidos o agrupaciones, incluyendo segmentos del partido MAS liderado por Evo Morales, contribuyen a un clima de odio y descontento.

La infiltración de estos grupos en comités cívicos, que se han convertido en instrumentos políticos para desestabilizar el gobierno democrático, es una estrategia alarmante. Estos comités, que en teoría deberían ser espacios de participación ciudadana y defensa de los derechos cívicos, han sido instrumentalizados, por caudillos aventureros fascistas (recuérdese a Camacho en Santa Cruz) para fomentar la polarización política, organizar revueltas populares e incluso incitar al descontento militar. La organización de grupos paramilitares, como se vio en el golpe de estado de 2019, es un claro indicio de la gravedad de la situación.

La ultraderecha en Bolivia obtiene financiamiento de sectores empresariales y posiblemente apoyo externo, lo que le permite establecer planes logísticos para tomar el control de puntos estratégicos en el país. Medios de comunicación, sedes gubernamentales y centros de transporte son objetivos clave en esta estrategia de poder, que busca consolidar su influencia y neutralizar la oposición.

Las consecuencias sociales de este avance son profundas. La violencia y represión resultantes de esta polarización pueden llevar a violaciones masivas de derechos humanos, con abusos generalizados contra la población civil. La sociedad se encuentra cada vez más dividida, con conflictos constantes que dificultan cualquier intento de reconciliación y progreso.

En el ámbito económico, la inestabilidad política y la represión desincentivan la inversión, lo que puede desencadenar una crisis económica, como viene precisamente sucediendo a partir del último fallido golpe de estado del 26 de junio del 2024. La incertidumbre generada disminuyó la confianza en las instituciones y en la capacidad económica del país, erosionando la confianza de los cuidadanos.

En el panorama actual, la ultraderecha fascista ha demostrado una notable evolución, adaptando sus estrategias para utilizar la democracia como un medio para tomar el poder y desplegar su tecnología política autoritaria. Estos movimientos han sofisticado sus métodos, instalando en la mente de sus seguidores la idea de que son la única solución viable, frente a la supuesta catástrofe generada por el gobierno, para mejorar las condiciones de vida de un país. Mediante una combinación de retórica persuasiva y muchas veces a partir de doctrinas ultranacionalistas, buscan convencer a las masas de que están salvando a la patria de amenazas percibidas como el socialismo o el comunismo. Este enfoque es frecuentemente ejemplificado en los discursos de figuras como Javier Milei, quien constantemente alude a la necesidad de combatir estas ideologías para proteger a su país.

Bolivia se encuentra en una situación particularmente delicada, habiendo recientemente emergido de un intento fallido de golpe de estado. Los patrones observados en este contexto reflejan muchos de los aspectos previamente analizados, como la represión violenta, el nacionalismo excluyente y los discursos de odio. Sin embargo, lo más alarmante es que este proceso de desestabilización aún no ha concluido. El golpe de estado continúa su curso, habiendo transitado a manos de actores cívicos y políticos de oposición que intensifican sus ataques para rearticularse y resucitar el descontento dentro de las fuerzas armadas y policiales. Estos actores buscan, como en el pasado, provocar un golpe final que les permita imponer hacerse del poder, en contubernio con las fuerzas militares, policiales, cívicas y partidos o agrupaciones políticas.

La historia de Bolivia está marcada por una serie de golpes de estado, una realidad que ha dejado profundas cicatrices en su tejido social y político. El riesgo actual es que este ciclo de inestabilidad se repita, con consecuencias devastadoras para la democracia y la paz social. Las tácticas de la ultraderecha fascista, que incluyen el uso de propaganda sofisticada y la manipulación de la opinión pública, buscan crear un clima de miedo y desconfianza, presentándose como los salvadores frente a un enemigo que debe ser destruido, llámese “izquierdosos” por Milei o Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia.

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En este contexto, los discursos nacionalistas se utilizan para polarizar a la población, dividiéndola entre patriotas y traidores, y justificando medidas autoritarias bajo el pretexto de proteger la nación. Esta narrativa no solo erosiona la cohesión social, sino que también socava las bases mismas de la democracia, fomentando un ambiente de violencia y represión. Los seguidores de estos movimientos, convencidos de estar luchando por una causa justa, a menudo participan en actos de violencia y discriminación, agravando aún más la situación.

La posibilidad de que Bolivia caiga nuevamente en un régimen dictatorial es una amenaza real. La historia ha demostrado que tales regímenes suelen imponerse a costa de grandes sacrificios humanos, con derramamiento de sangre y la pérdida de libertades fundamentales. En cada golpe de estado, el pueblo boliviano ha mostrado su disposición a luchar por la democracia, pero también ha sufrido enormemente en el proceso. Esta resistencia, aunque heroica, destaca la urgencia de prevenir que se repita un escenario similar.

Bajo este escenario es imperativo y crucial que se fortalezcan las instituciones democráticas. Solo a través de un compromiso genuino con los valores democráticos y la justicia social se puede contrarrestar el avance de la ultraderecha fascista y evitar que Bolivia vuelva a caer en un ciclo de violencia y represión. La historia reciente y pasada del país subraya la importancia de esta lucha, recordándonos que la democracia no debe darse por sentada y que su defensa requiere de un esfuerzo constante y decidido por parte de todos los sectores y actores de la sociedad.

nulfoyala@gmail.com