Por: Nulfo Yala
La mercantilización de la universidad pública en Bolivia no es solo una tragedia educativa, sino una traición a los ideales que alguna vez la definieron. Lo que queda es una institución vacía, moldeada por intereses personales y desprovista de su misión original: formar ciudadanos y no clientes.
Desde hace un tiempo atrás, las universidades públicas en Bolivia han comenzado a mercantilizarse. No se trata de un fenómeno abrupto o sorprendente, sino más bien de un proceso insidioso, donde la educación superior se ha convertido en un lucrativo negocio, especialmente a través de los posgrados. Es irónico, considerando que estas mismas universidades están subvencionadas por el Estado boliviano, pero ¿qué más se puede esperar en un país donde la paradoja es la norma?
En este nuevo mercado, los posgrados son la joya de la corona. Desde diplomados—los cuales abundan como si fueran pan caliente—hasta maestrías, doctorados y hasta posdoctorados, se ofrecen a precios de mercado, como si el conocimiento fuera un simple bien de consumo. El precio, por supuesto, depende de la universidad que los promocione, creando una suerte de subasta educativa donde los estudiantes, cual postores, compiten por acceder a la mejor oferta. ¿La educación como un bien universal? No, eso es cosa del pasado. Ahora, la ley de la oferta y la demanda rige incluso en los claustros que deberían ser sagrados.
Pero, seamos justos, los defensores de esta mercantilización tienen sus argumentos. Se dice, con la convicción de quien cuenta una mentira que ya se cree, que estos recursos son necesarios para subvencionar los gastos de funcionamiento de las universidades. Estos gastos, conviene recordar, han crecido hasta convertirse en un monstruo ingobernable, resultado de épocas de derroche y contrataciones irresponsables. La moda de los «docentes consultores», a precio de rebaja en el mercado, que engrosan las planillas salariales para cubrir la desenfrenada creación de carreras con títulos tan rimbombantes como inútiles, ha llegado para quedarse.
Y en este escenario de austeridad, impuesto con la frialdad de una daga por el Ministerio de Economía, las universidades públicas se ven obligadas a pedir recursos extraordinarios, no para mejorar la calidad educativa, sino para cubrir los gastos descontrolados del pasado. En lugar de fiscalizar estos excesos o auditar las cuentas para identificar a los responsables, el gobierno ha optado por mirar hacia otro lado. Es más fácil dejar que las universidades continúen en su espiral descendente, aceptando este plan de austeridad que, de hecho, es un tiro de gracia a la autonomía universitaria y una rendición absoluta al fracaso en la administración eficiente de los recursos.
Este desmoronamiento de la universidad pública ha legitimado, por fin, lo que muchos temían: el inicio de una privatización velada. Hoy, se evalúa la pertinencia de las carreras no por su valor académico o su contribución al bien común, sino por los recursos que generan. Así, el mercantilismo de los cursos de posgrado se ha convertido en la tabla de salvación para cubrir los derroches pasados, transformando a las universidades en empresas que persiguen el lucro a cualquier costo.
La ironía no puede ser más evidente. La Constitución Política del Estado asume como un principio fundamental el derecho de las personas a recibir una educación gratuita, en condiciones de igualdad y equidad, orientada a eliminar las diferencias sociales y económicas entre bolivianos. Pero, ¿acaso este principio tiene algún valor cuando las universidades públicas, que deberían garantizar ese derecho, están inmersas en un comercio descarado de la educación superior? ¿Qué pasa con aquellos que no tienen los recursos para acceder a estos costosos programas de posgrado? Parece que la igualdad y la equidad son conceptos que se evaporan en el aire cuando el dinero entra en escena.
Resulta entonces incoherente que universidades públicas, parte integral de la institucionalidad del Estado, se conviertan en entidades con fines de lucro, ahora incluso en carreras de posgrado, que el negocio ha llamado convenientemente con el título mercantil de “programas”. ¿Cómo puede justificarse que los estudiantes deban pagar matrículas para «contratar docentes consultores privados»? Esto no es más que una contradicción flagrante, un sinsentido que desdibuja la esencia misma de lo que debería ser la educación pública.
La universidad pública en Bolivia, antaño un bastión de lucha ideológica contestataria y de desarrollo intelectual, ha cedido ante las presiones del capitalismo, transformándose en una empresa que lucra con la necesidad de especialización de la educación superior. Irónicamente, parece que el destino de estas instituciones es convertirse en lo que siempre combatieron: un engranaje más en la maquinaria mercantilista que reduce todo a la búsqueda de lucro, como lo hacen las empresas privadas y corporaciones dedicadas al negocio de la educación. Solo que, a diferencia de estas últimas, las universidades públicas están subvencionadas por el Estado. Qué conveniente, ¿no?
Las consecuencias de esta transformación son múltiples, pero la causa principal es clara: la misma gente que compone estas universidades. Docentes y estudiantes, movidos por prebendas, contubernios y corrupción—cosas que ya no son secretos—, han erosionado la autonomía universitaria, convirtiéndola en un escudo de impunidad. Este proceso ha resquebrajado no solo la institucionalidad, sino la esencia misma de la universidad pública, transformándola a imagen y semejanza de quienes, al tomar el poder, han visto en ella una oportunidad para consolidar un salvaje mercantilismo que solo busca lucrar, sin importar el costo.
Entonces, ¿es este el final de la educación pública en Bolivia? Todo parece indicar que el daño es irremediable y que estamos en un punto de no retorno. La educación superior, convertida en un negocio de certificación profesional al que solo pueden acceder aquellos que tienen dinero para pagar, ha perdido su propósito original. Y todo esto sin siquiera entrar en el debate sobre la calidad, pertinencia y la corrupción que acechan detrás de estos cursos—un tema que, sin duda, merecería otro ensayo.
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