Por: Nulfo Yala
La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no.
En Bolivia, la normativa vigente establece un control sobre los nombres que los padres pueden asignar a sus hijos, con el propósito de evitar denominaciones que puedan ser consideradas ofensivas, ridiculizantes o inadecuadas, protegiendo así la dignidad e identidad del menor. Este control es administrado por el Servicio de Registro Cívico (SERECÍ), con base en disposiciones del Código Civil y otras normativas complementarias que facultan a la institución a rechazar nombres que atenten contra la integridad del niño, sean culturalmente incoherentes o puedan generar confusión. La regulación también promueve el uso de nombres tradicionales y culturales, respondiendo a casos previos de registro de nombres extravagantes que motivaron un mayor control en este ámbito.
Sin embargo, esta normativa refleja la constante expansión del control estatal sobre la vida privada, llevándolo al extremo de dictar hasta los nombres que las personas pueden portar. Bajo la excusa de proteger la dignidad del menor, el Estado boliviano se erige como árbitro supremo de lo correcto, estableciendo un criterio homogéneo que ignora la riqueza de la diversidad individual. Esta intromisión no solo despersonaliza, sino que transforma a los ciudadanos en simples piezas de un engranaje diseñado para obedecer y conformarse.

La imposición de un «estándar aceptable» para los nombres es un ejemplo claro de hegemonía cultural disfrazada de autoritarismo, donde el discurso de la plurinacionalidad, que debería celebrar la diversidad, se convierte en una herramienta para uniformar. Las familias, bajo este esquema, pierden la libertad de elegir nombres según sus propios valores, tradiciones o aspiraciones, mientras el Estado perpetúa un sistema que refuerza su capacidad de decidir qué es correcto y qué no. Paradójicamente, esta regulación que pretende proteger, en realidad anula la subjetividad y autonomía de las personas, imponiendo una visión que beneficia únicamente a quienes detentan el poder.
Así, lo que debería ser un acto íntimo y libre, como elegir el nombre de un hijo, se convierte en un proceso de dominio y sometimiento del individuo al poder estatal y a las ideologías de los nuevos grupos de poder emergentes. Estos, bajo la bandera de la plurinacionalidad, moldean al ciudadano a su imagen y semejanza, estableciendo normas que privilegian la conformidad sobre la creatividad y la autonomía. Este enfoque no solo aliena al individuo desde su nacimiento, sino que consolida un modelo social donde la ciudadanía es concebida como una masa uniforme, privada de la libertad de cuestionar, innovar o desafiar las estructuras impuestas. En este escenario, el Estado boliviano no protege: domina, utilizando la regulación de los nombres como un símbolo de su capacidad de controlar hasta los aspectos más personales de la vida de sus ciudadanos.
La irracionalidad de esta imposición normativa no solo raya en lo absurdo del subjetivismo, sino que adopta prácticas autoritarias, con listas distribuidas a los funcionarios para que las apliquen con rigor, acompañadas de amenazas y coerciones en caso de incumplimiento. Lo risible del asunto se presenta, por ejemplo, en casos donde los padres deciden poner nombres como «Adolfo» o «Benito», aprobados por el Estado boliviano, pese a ser nombres asociados con figuras históricas que desangraron a la humanidad mediante ideologías fascistas, racistas y nacionalistas. Mientras tanto, nombres que representan significados hermosos o que tienen raíces culturales diversas, como «Opal» del sánscrito, que significa «piedra preciosa», serían rechazados por desconocimiento del funcionario o por no figurar en la lista de nombres permitidos. Por tanto, la imposición de criterios subjetivos por parte de los funcionarios del Estado, quienes, con base en sus propias interpretaciones, determinan qué nombres son aceptables y cuáles no. Esta arbitrariedad genera inconsistencias y vulnera la confianza en un sistema que debería ser imparcial. En un país plurinacional como Bolivia, donde coexisten múltiples culturas y cosmovisiones, esta subjetividad no solo es una falta de respeto hacia la diversidad, sino una muestra del desconocimiento del contexto sociocultural que caracteriza a la nación. Es una triste y patética realidad que evidencia cómo el autoritarismo puede disfrazarse de normativa administrativa para perpetuar una hegemonía cultural, anulando la diversidad y los derechos individuales en Bolivia.

La restricción de la libertad de los padres se presenta como una de las mayores vulneraciones de esta normativa. Al limitar la capacidad de las familias para decidir un aspecto tan esencial como el nombre de sus hijos, el Estado invade un ámbito que debería estar protegido por la autonomía familiar. Este derecho, reconocido por instrumentos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establece que la familia tiene el deber y la libertad de tomar decisiones que no violenten el respeto mutuo, algo que aquí queda completamente ignorado bajo la sombra de un control autoritario disfrazado de protección.
La desigualdad cultural que emerge de esta normativa pone en evidencia una discriminación inversa. Mientras que los nombres tradicionales reciben prioridad, aquellos que buscan reflejar una identidad global, moderna o incluso innovadora, son desestimados bajo argumentos de «desconexión cultural». Esto afecta particularmente a familias que desean proyectar aspiraciones distintas para sus hijos, enfrentándose a un sistema que, en lugar de respetar esa elección, la reprime bajo el peso de una supuesta defensa de la tradición.