Por Nulfo Yala
Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.
En Bolivia, el sistema electoral se basa en el principio de obligatoriedad del voto, tal como establece la Constitución Política del Estado y la Ley del Régimen Electoral. Según la normativa, el sufragio no solo es un derecho, sino también un deber y una función política de carácter obligatorio. Todas las personas mayores de 18 años inscritas en el padrón electoral deben participar en los procesos electorales, y esta participación se acredita mediante un certificado de sufragio. Este documento es indispensable para realizar trámites administrativos, bancarios y notariales en los 90 días posteriores a las elecciones, garantizando así que el voto sea cumplido por la mayoría de la población.
Este mecanismo busca fortalecer la democracia participativa y asegurar una representación amplia de la ciudadanía en las decisiones políticas. Sin embargo, la obligatoriedad también incluye sanciones para quienes no voten sin una justificación válida, como restricciones para realizar ciertos trámites.
No obstante, esta misma obligatoriedad, que se promueve como un pilar democrático, pone en evidencia profundas contradicciones que terminan socavando los principios fundamentales de una verdadera democracia. Bajo el pretexto de garantizar la participación, el Estado decide imponer el voto como una obligación ineludible, olvidando que en una democracia auténtica, la libertad individual debería incluir el derecho a no votar si así se desea. Es paradójico que en nombre de la democracia, un sistema que proclama celebrar la libertad y la autonomía limite a los ciudadanos a elegir entre cumplir con una «obligación» disfrazada de derecho o enfrentar sanciones que restringen sus derechos civiles. Así, el acto que debería ser una expresión libre y consciente de voluntad se convierte en una imposición que distorsiona la esencia misma de la democracia, una contradicción que persiste como un recordatorio silencioso de las complejidades del poder del estado.

El voto como derecho y no solo como deber plantea una reflexión aún más profunda sobre este conflicto entre libertad y obligación. En su esencia, la participación política, incluido el voto, es un derecho que debería ejercerse de manera voluntaria para reflejar auténticamente la voluntad ciudadana. Sin embargo, al transformarlo en un deber obligatorio, el sistema electoral desvirtúa su naturaleza voluntaria, reduciendo el voto a un acto burocrático que pierde significado como expresión auténtica de decisión política. Un derecho, por definición, no debería implicar una obligación automática; su ejercicio debería ser una opción consciente y no una imposición. De lo contrario, se corre el riesgo de que el voto, en lugar de ser una herramienta poderosa de decisión individual, se convierta en un mero trámite que erosiona la confianza en la democracia que pretende reforzar.

Las sanciones administrativas asociadas a no votar, como las restricciones para realizar trámites, generan exclusión y contradicen el principio de inclusión que debería regir en una democracia plena. Estas medidas, diseñadas para fomentar la participación electoral, terminan siendo discriminatorias, afectando especialmente a sectores que enfrentan barreras logísticas, económicas o personales, o que simplemente deciden no ejercer su voto por razones individuales. En lugar de promover una inclusión genuina, estas sanciones perpetúan desigualdades y dificultan la representación equitativa, debilitando así los ideales de una democracia auténtica y pluralista, que garantice el derecho a no votar, en tanto sociedad democrática como se pretende enarbolar.
La obligatoriedad del voto puede interpretarse como un rasgo de autoritarismo dentro del sistema democrático, pues impone una participación forzada, lo que contradice la esencia de la democracia como un espacio de libertad y decisión individual. Resulta casi irónico que un sistema que se vanagloria de su compromiso con la libertad recurra a la coerción para llenar urnas. Al parecer, la confianza en el juicio ciudadano no basta, y el Estado opta por dictar un deber travestido de derecho. ¿Qué valor tiene una democracia que necesita obligar para legitimar su existencia? Más que un ejercicio de soberanía, este mandato se convierte en un recordatorio constante de que, a veces, el poder se siente más cómodo con la obediencia que con la auténtica elección.

En un Estado como el boliviano, donde la corrupción parece haberse normalizado como parte de la idiosincrasia y donde el sistema judicial está marcado por la podredumbre y la desconfianza, la obligatoriedad del voto intensifica el daño. En un contexto donde las opciones electorales suelen ser percibidas como igualmente corruptas e injustas, el acto de votar deja de ser una expresión de soberanía para convertirse en un ejercicio vacío, una obligación que legitima un sistema fallido. Más que un mecanismo de participación, esta obligatoriedad busca utilizar al ciudadano como instrumento para avalar una trágica realidad de mediocridad y corrupción institucional. Al forzar el sufragio, el Estado no solo impone una apariencia de democracia ante el mundo, sino que convierte a los ciudadanos en cómplices involuntarios de un sistema que perpetúa la desigualdad y la falta de justicia. Este disfraz de democracia, lejos de empoderar, socava los principios de libertad democrática y hunde al país en una noche interminable de complicidad y tragedia, que lamentablemente parece no tener un final a la vista.
nulfoyala@gmail.com