POTOSÍ NUNCA MÁS EXTRACTIVISTA, NUNCA MÁS COLONIAL. LOS SALARES Y LOS HUMEDALES NO SERÁN ZONAS DE SACRIFICIO AMBIENTAL.

Por: Milenka Almanza

Desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

Litio potosino, litio boliviano en disputa y sus narrativas actuales

El litio, un elemento químico perteneciente a los metales alcalinos, ha generado disputas en Bolivia, un país marcado por un extractivismo histórico. En este contexto, las narrativas predominantes se reducen exclusivamente a las regalías, al crecimiento económico y a una visión de «desarrollo» limitada únicamente a lo financiero, sin considerar las implicaciones socioambientales y estructurales de su explotación.

Por un lado, los cívicos —con discursos politizados, capitalistas y reduccionistas—, representados por el Comité Cívico Potosinista, no reflejan nuestras luchas ni se alinean con la justicia ambiental; por otro, los discursos del propio pueblo potosino y las políticas del gobierno insisten en una visión que se limita al discurso capitalista de las regalías, una atroz forma de “compensación” por la extracción de los recursos naturales. En este contexto, el modelo económico del neoextractivismo cobra relevancia. A diferencia del extractivismo clásico —de carácter colonial y neoliberal—, el neoextractivismo, promovido principalmente en América Latina desde la década de 2000, se desarrolla en escenarios de gobiernos progresistas que buscan redistribuir la renta de los recursos a través de políticas sociales; sin embargo, no rompe con la dependencia estructural de la explotación de materias primas, perpetuando la lógica extractivista bajo nuevas justificaciones (Gudynas, 2012). Tanto los cívicos como las políticas gubernamentales contribuyen a profundizar los extractivismos y neoextractivismos, reforzando una estructura económica que continúa sometiendo los territorios a la expoliación de sus bienes naturales en nombre del desarrollo.

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Algunos grupos con ciertas tendencias ambientalistas manejan el discurso de la transición energética y el rol crucial de los minerales “estratégicos”, como el litio, justificando su extracción desde la perspectiva del llamado extractivismo verde. Este modelo se presenta como ecológicamente sostenible y alineado con la transición energética; sin embargo, sigue reproduciendo las mismas dinámicas de saqueo, explotación y daño ambiental del extractivismo tradicional, solo que bajo el discurso de la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático.

Pero desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

El Sur Global es una categoría geopolítica y socioeconómica que designa a los países históricamente marginados dentro del sistema mundial, generalmente ubicados en América Latina, África, Asia y Oceanía. No se trata solo de una ubicación geográfica, sino de una posición dentro de las estructuras globales de poder, producción y dependencia (Wallerstein, 2004). En contraste, el Norte Global se refiere a los países más desarrollados, industrializados y con mayor poder económico y político, que continúan beneficiándose del saqueo de recursos naturales del Sur. Por ello, hablar de la extracción y explotación del litio en Bolivia implica debatir sobre una transición energética justa, la cual no será posible sin una verdadera justicia global.

Tampoco sin justicia local, pues las narrativas actuales en Potosí reflejan una profunda preocupación por la apropiación minera del territorio, la identidad minera inherente y la despolitización de los temas ambientales entre la población potosina.

Las connotaciones geopolíticas de la extracción

La discusión desde la potosinidad no debería centrarse únicamente en la consigna “Potosí se respeta”, entendida solo desde una visión de resentimiento y anhelos desarrollistas promovidos, en muchos casos, por medios de comunicación que refuerzan una identidad minera sin cuestionar sus implicaciones. Es necesario mirar más allá de lo evidente y comprender las connotaciones geopolíticas de las dinámicas extractivas del litio, que están ligadas al control de los recursos por parte de un país o grupo de países sobre los bienes naturales de Bolivia. En estos escenarios, los componentes ambientales se reducen a meros recursos económicos, sin que a estos países les importe el despojo ni los conflictos socioambientales que surgen en torno a su explotación.

La extracción del litio boliviano, además de los altos impactos ambientales potenciales que pueden suscitarse y que ya se generan actualmente, también exacerba la deuda ecológica de los países del Norte Global con los países del Sur Global. Si alguien lo sabe bien, somos los potosinos: la ciudad de Potosí es una zona de sacrificio ambiental, un territorio explotado intensivamente por actividades extractivas con un alto costo social y ambiental para sus comunidades (Elias, 2016). ¿Acaso vamos a garantizar el estilo de vida de los ricos a costa del sacrificio de nuestra naturaleza eternamente?

La mal llamada transición energética y el litio boliviano

Bolivia y los salares que albergan litio se encuentran en el llamado «Triángulo del Litio», al que en los últimos tiempos se le ha asignado un papel “fundamental” en la transición energética. Sin embargo, esta transición energética es totalmente desigual y jerárquica, ya que no cuestiona el modelo extractivista de producción ni la explotación de materias primas en el Sur Global. Tampoco problematiza los vínculos sociales y ambientales de las poblaciones humanas y no humanas que han habitado históricamente el salar de Uyuni, evolucionando y especializándose en torno a él, ni los ecosistemas vulnerables que dependen de su equilibrio. Pero, sobre todo, no cuestiona el nivel exorbitante de consumo energético de los países del Norte Global.

Se trata de una transición energética corporativa que promueve y justifica la mercantilización de los bienes comunes, potenciando las desigualdades estructurales ya existentes. Ejemplo de ello son los contratos con la empresa rusa Uranium One y el consorcio chino Hong Kong CBC, en el que participa CATL y su dominio en la cadena de suministro. Estos casos evidencian la inmersión del país en un capitalismo tecnocrático, que pretende presentar las tecnologías actuales y de «punta» como la solución absoluta, mientras que las multinacionales solo ven el litio desde una perspectiva económica y de negocios, utilizándolo como instrumento para reforzar su poder geopolítico.

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Estamos seguros de que este o cualquier otro gobierno apostaría igualmente por el extractivismo; la única diferencia serían los matices con los que se lleve a cabo. Por lo tanto, no se trata solo de un tema de administración gubernamental, sino de una lucha de poder y posicionamiento de las economías a nivel global. Por esta razón, sabemos que un cambio de gobierno no resolverá el problema de la extracción del litio, ya que cualquier administración, tarde o temprano, terminaría entregando este recurso; lo único que cambiaría sería la disputa por el control del poder.

Desde Acontravía, apostamos por que el litio no se explote ni ahora ni en el futuro, pues el único desenlace de su explotación es el colapso socioecológico y sistémico. Cualquier otra postura significaría asumir los discursos hegemónicos de la transición energética bajo el pretexto de la descarbonización y la mitigación del cambio climático, sin considerar los impactos ambientales, sociales e incluso culturales de su explotación, tanto en el presente como en el futuro. Esto parte de la falacia de que la transición energética es uniforme en todas las latitudes, como si las necesidades energéticas fueran las mismas en cualquier parte del mundo. Por tanto, una verdadera transición energética solo es posible si incorpora justicia global y justicia socioecológica.

Desde Acontravía, alzamos nuestra voz para proclamar con firmeza: ¡Ni los salares ni los humedales andinos serán zonas de sacrificio ambiental! No aceptaremos que los seres vivos que allí habitan, ni los milenios que les ha tomado especializarse en su entorno, sean ignorados y destruidos en nombre del «desarrollo».

Desde Acontravía, sabemos y reconocemos que: ¡Somos hijos de mineros, pero no hijos de la minería. Somos los hijos de la transformación¡

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EL LITIO Y LA FARSA DESARROLLISTA. EL ORO BLANCO Y LA MISERIA DE SIEMPRE

Por Nulfo Yala

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles.

Como si se tratara de un destino fatal, Potosí vuelve a ser el escenario de una disputa que trasciende las fronteras nacionales. No es la primera vez que el subsuelo potosino es condenado a la expoliación en nombre del progreso, ni será la última. Lo curioso no es el saqueo en sí, sino la manera en que se escenifica: con discursos nacionalistas, arengas soberanistas y la indispensable participación de los actores políticos, todos convenientemente repartidos en sus respectivos papeles.

De un lado, el oficialismo proclama que los contratos con empresas extranjeras asegurarán el desarrollo del país, porque la industrialización del litio será, esta vez sí, la vía para convertir a Bolivia en una potencia. Del otro, la oposición, en un giro de guion esperable, denuncia el entreguismo del gobierno mientras propone exactamente lo mismo, pero con otros socios y otras condiciones. Sumado ello el discurso transnochado de los autodenominados cívicos, que serviles a sus mezquinos intereses económicos y políticos, embanderan el falso discurso de las regalías para la región, como problema pincipal. No importa cuál sea la bandera, el libreto es siempre el mismo: la patria en venta, con la ilusión de que esta vez el botín se repartirá de manera más equitativa.

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Pero si hay algo que caracteriza a los recursos estratégicos, es que nunca pertenecen a quienes viven sobre ellos. Detrás de cada decisión política están las manos invisibles de las potencias mundiales, disputando en la sombra la hegemonía tecnológica y económica del siglo XXI. China, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea no se molestan en ocultar su interés en el oro blanco. Con discursos que oscilan entre la transición energética y la seguridad estratégica, sus embajadores y corporaciones negocian, presionan y financian a los intermediarios locales, asegurando que la decisión final sea siempre funcional a sus intereses.

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles. Mientras el discurso oficialista promete industrialización y tecnología, lo que se perpetúa es la misma matriz extractivista que desde hace siglos reduce la economía a una ecuación simplista: extraer, vender y repartir migajas.

Ejemplos sobran. En Argentina, las comunidades indígenas han resistido la expansión del extractivismo del litio, denunciando la contaminación de sus fuentes de agua. En Chile, el modelo de concesiones ha beneficiado a transnacionales mientras los beneficios reales para la población local son insignificantes. En Bolivia, el proyecto de industrialización estatal ha sido una promesa eterna, mientras las corporaciones extranjeras siguen asegurándose su parte del pastel. En cada uno de estos escenarios, los gobiernos han defendido sus decisiones con el mismo lenguaje de modernización, justificando la devastación ecológica con la promesa de una prosperidad futura que nunca llega.

El litio no es la solución al subdesarrollo, es su continuidad. La insistencia en explotar estos recursos sin un replanteamiento estructural sólo refuerza la dependencia de la economía nacional a la extracción de materias primas. Detrás del lenguaje tecnocrático de «progreso», «inversión» y «soberanía económica» está el mismo mecanismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos a costa de la expoliación de muchos. Y cuando el litio se agote, como ocurrió con la plata y el estaño, quedarán las mismas heridas de siempre: tierras secas, comunidades desplazadas, los nuevos barones del mineral como hoy en día prevalecen las cooperativas mineras y sus emporios empresariales multimillonarios, y la ilusión de que esta vez, al menos esta vez, pudo haber sido diferente.

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Lo más irónico es que, a pesar de las advertencias, la maquinaria extractivista sigue avanzando, envuelta en nuevas justificaciones. Ahora no se habla de simple explotación, sino de «minería sostenible», «responsabilidad social empresarial» y «transición energética justa». Sin embargo, en el fondo, el mecanismo sigue intacto: territorios convertidos en zonas de sacrificio, poblaciones locales ignoradas y riqueza que fluye siempre hacia los mismos destinos.

La verdadera alternativa, aquella que cuestionaría de raíz esta lógica de expoliación, ni siquiera es considerada. Imaginar un Potosí que no dependa de la extracción minera es un acto de rebeldía intelectual demasiado subversivo para los arquitectos del desarrollo. Lo cierto es que cualquier modelo económico que suponga la explotación ilimitada de los recursos naturales está condenado al fracaso. Pero en este teatro, la sostenibilidad real es una palabra prohibida.

Y así, el ciclo se repite. Con cada nueva generación, se reescriben las mismas promesas, se reciclan los mismos discursos y se perpetúa la misma tragedia. Potosí sigue siendo el botín de las potencias extranjeras y sus lacayos políticos serviles, que llamaremos “intermediarios locales”, mientras el «progreso» se traduce, una vez más, en miseria disfrazada de oportunidad. En este escenario de falsa modernidad, la gente que vive en el lugar, siguen siendo víctimas de un modelo extractivista que no solo les niega el derecho a un futuro viable, sino que también perpetúa las mismas lógicas de despojo que han definido la historia del continente desde hace siglos.

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CUANDO LAS INSTITUCIONES DE COLEGIATURA PROFESIONAL OBLIGATORIA EN BOLIVIA CONVIERTEN DERECHOS EN PRIVILEGIOS

Por Nulfo Yala

En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

En Bolivia, los colegios de profesionales son organizaciones que agrupan a titulados en distintas áreas del conocimiento, brindándoles representación y regulando ciertos aspectos de su ejercicio profesional. La afiliación algunos de estos colegios es generalmente voluntaria, lo que permite a los profesionales decidir si desean o no formar parte de estas instituciones sin que ello afecte su derecho a ejercer. Un ejemplo claro de esta voluntariedad es el caso de los abogados, arquitectos, economistas y otras profesiones, quienes pueden optar por registrarse en sus respectivos colegios para acceder a ciertos beneficios sin que esto sea un requisito obligatorio para desempeñar su labor.

A diferencia de estos casos, el ejercicio de la ingeniería en Bolivia está regulado por la Ley N° 1449 del Ejercicio Profesional de la Ingeniería. Esta norma establece que para trabajar legalmente como ingeniero, es obligatorio estar inscrito y habilitado en el Registro Nacional de Ingenieros, administrado por la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (S.I.B.). La ley también determina que cualquier persona que ejerza la ingeniería sin estar registrada en la S.I.B. incurrirá en un acto ilegal, bajo delito de ejercicio ilegal de la profesión, lo que puede derivar en la nulidad de sus contratos o  servicios, además de las sanciones legales correspondientes.

Esta imposición resulta contradictoria en un Estado que proclama la inclusión y el respeto al derecho al trabajo. Una vez más se demuestra que, en el juego de poder que subyace en la construcción de lo legal y lo legítimo, esta promesa se desdibuja, se fragmenta, y termina por convertirse en un espejismo. La Constitución Política del Estado (CPE) boliviano, proclama el derecho al trabajo libre y sin discriminación, un enunciado que, en su aparente claridad, oculta las sutiles redes de control que lo socavan. ¿Cómo es posible que un derecho tan fundamental se vea cercado por requisitos que lo condicionan, que lo someten a la lógica de la burocracia y la exclusión? La exigencia del registro en la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (SIB) como condición para ejercer la profesión no es más que un dispositivo de poder que transforma un derecho en un privilegio, en un acto de sumisión a una estructura que se erige como guardiana de lo permitido.

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También la CPE establece que ninguna norma sublegal puede restringir derechos laborales. Sin embargo, en la práctica, esta disposición parece desvanecerse ante la imposición de requisitos adicionales que no encuentran fundamento en la ley ni en la Constitución. La colegiación obligatoria, lejos de ser un mecanismo de garantía profesional, se convierte en un instrumento de exclusión, en un filtro que decide quién puede y quién no puede acceder al ejercicio de su profesión. ¿Acaso no es esto una violación flagrante del derecho al trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación encubierta, una restricción que niega la esencia misma de lo que significa trabajar libremente?

Asimismo, la CPE reconoce que la formación profesional se materializa en títulos otorgados por universidades públicas y privadas legalmente reconocidas, y que estos títulos, en provisión nacional, habilitan para el ejercicio de la profesión en todo el territorio del Estado. Sin embargo, esta habilitación parece no ser suficiente. El título, ese documento que debería ser la llave que abre las puertas del ejercicio profesional, se ve despojado de su valor ante la exigencia de una afiliación obligatoria a una organización privada como la SIB. ¿No es esto una contradicción? ¿No es acaso una forma de subordinar el derecho al trabajo a los intereses de una entidad que se arroga el poder de decidir quién es digno de ejercer su profesión?

La libertad de asociación, consagrada en la CPE, es otro de los principios que se ven vulnerados por la colegiación obligatoria. La Constitución establece que este derecho es fundamental, que nadie puede ser obligado a formar parte de una organización contra su voluntad. Sin embargo, en el caso de los ingenieros, esta libertad se convierte en una ficción. La colegiación obligatoria se transforma en una forma de coerción, un mecanismo que obliga a los profesionales a someterse a una estructura de poder que decide sobre su capacidad para trabajar. ¿Dónde queda, entonces, la libertad de asociación? ¿Dónde queda el derecho a decidir si se quiere o no formar parte de una organización?. Esto no solo contradice este principio, sino que lo pervierte, transformando un derecho en un deber y una libertad en una carga. Este mecanismo, justificado bajo el argumento de garantizar la calidad profesional, refuerza las estructuras de exclusión y desigualdad, pues excluye a quienes no pueden costear la afiliación o no desean someterse a una organización que no representa sus intereses. En este juego de poder, el derecho al trabajo se convierte en un campo de batalla donde se disputan intereses y exclusiones, y los individuos, lejos de ser sujetos autónomos, se transforman en objetos de un poder que decide sobre sus vidas y sus destinos. La ironía, por supuesto, es que todo esto se hace en nombre del bien común, mientras se vulneran los derechos fundamentales que se pretenden proteger.

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En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

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