CUANDO LAS INSTITUCIONES DE COLEGIATURA PROFESIONAL OBLIGATORIA EN BOLIVIA CONVIERTEN DERECHOS EN PRIVILEGIOS

Por Nulfo Yala

En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

En Bolivia, los colegios de profesionales son organizaciones que agrupan a titulados en distintas áreas del conocimiento, brindándoles representación y regulando ciertos aspectos de su ejercicio profesional. La afiliación algunos de estos colegios es generalmente voluntaria, lo que permite a los profesionales decidir si desean o no formar parte de estas instituciones sin que ello afecte su derecho a ejercer. Un ejemplo claro de esta voluntariedad es el caso de los abogados, arquitectos, economistas y otras profesiones, quienes pueden optar por registrarse en sus respectivos colegios para acceder a ciertos beneficios sin que esto sea un requisito obligatorio para desempeñar su labor.

A diferencia de estos casos, el ejercicio de la ingeniería en Bolivia está regulado por la Ley N° 1449 del Ejercicio Profesional de la Ingeniería. Esta norma establece que para trabajar legalmente como ingeniero, es obligatorio estar inscrito y habilitado en el Registro Nacional de Ingenieros, administrado por la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (S.I.B.). La ley también determina que cualquier persona que ejerza la ingeniería sin estar registrada en la S.I.B. incurrirá en un acto ilegal, bajo delito de ejercicio ilegal de la profesión, lo que puede derivar en la nulidad de sus contratos o  servicios, además de las sanciones legales correspondientes.

Esta imposición resulta contradictoria en un Estado que proclama la inclusión y el respeto al derecho al trabajo. Una vez más se demuestra que, en el juego de poder que subyace en la construcción de lo legal y lo legítimo, esta promesa se desdibuja, se fragmenta, y termina por convertirse en un espejismo. La Constitución Política del Estado (CPE) boliviano, proclama el derecho al trabajo libre y sin discriminación, un enunciado que, en su aparente claridad, oculta las sutiles redes de control que lo socavan. ¿Cómo es posible que un derecho tan fundamental se vea cercado por requisitos que lo condicionan, que lo someten a la lógica de la burocracia y la exclusión? La exigencia del registro en la Sociedad de Ingenieros de Bolivia (SIB) como condición para ejercer la profesión no es más que un dispositivo de poder que transforma un derecho en un privilegio, en un acto de sumisión a una estructura que se erige como guardiana de lo permitido.

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También la CPE establece que ninguna norma sublegal puede restringir derechos laborales. Sin embargo, en la práctica, esta disposición parece desvanecerse ante la imposición de requisitos adicionales que no encuentran fundamento en la ley ni en la Constitución. La colegiación obligatoria, lejos de ser un mecanismo de garantía profesional, se convierte en un instrumento de exclusión, en un filtro que decide quién puede y quién no puede acceder al ejercicio de su profesión. ¿Acaso no es esto una violación flagrante del derecho al trabajo? ¿No es acaso una forma de discriminación encubierta, una restricción que niega la esencia misma de lo que significa trabajar libremente?

Asimismo, la CPE reconoce que la formación profesional se materializa en títulos otorgados por universidades públicas y privadas legalmente reconocidas, y que estos títulos, en provisión nacional, habilitan para el ejercicio de la profesión en todo el territorio del Estado. Sin embargo, esta habilitación parece no ser suficiente. El título, ese documento que debería ser la llave que abre las puertas del ejercicio profesional, se ve despojado de su valor ante la exigencia de una afiliación obligatoria a una organización privada como la SIB. ¿No es esto una contradicción? ¿No es acaso una forma de subordinar el derecho al trabajo a los intereses de una entidad que se arroga el poder de decidir quién es digno de ejercer su profesión?

La libertad de asociación, consagrada en la CPE, es otro de los principios que se ven vulnerados por la colegiación obligatoria. La Constitución establece que este derecho es fundamental, que nadie puede ser obligado a formar parte de una organización contra su voluntad. Sin embargo, en el caso de los ingenieros, esta libertad se convierte en una ficción. La colegiación obligatoria se transforma en una forma de coerción, un mecanismo que obliga a los profesionales a someterse a una estructura de poder que decide sobre su capacidad para trabajar. ¿Dónde queda, entonces, la libertad de asociación? ¿Dónde queda el derecho a decidir si se quiere o no formar parte de una organización?. Esto no solo contradice este principio, sino que lo pervierte, transformando un derecho en un deber y una libertad en una carga. Este mecanismo, justificado bajo el argumento de garantizar la calidad profesional, refuerza las estructuras de exclusión y desigualdad, pues excluye a quienes no pueden costear la afiliación o no desean someterse a una organización que no representa sus intereses. En este juego de poder, el derecho al trabajo se convierte en un campo de batalla donde se disputan intereses y exclusiones, y los individuos, lejos de ser sujetos autónomos, se transforman en objetos de un poder que decide sobre sus vidas y sus destinos. La ironía, por supuesto, es que todo esto se hace en nombre del bien común, mientras se vulneran los derechos fundamentales que se pretenden proteger.

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En este entramado de normas y dispositivos legales de control, lo que se presenta como una garantía se convierte en una restricción, y lo que se proclama como un derecho se transforma en un privilegio. La colegiación obligatoria, lejos de asegurar el ejercicio profesional, impone condiciones que vulneran el derecho al trabajo, un derecho fundamental que no solo es un medio de vida, sino también una vía esencial para la subsistencia y la dignidad humana. Al exigir afiliación a instituciones que, además, lucran económicamente con cuotas obligatorias, se perpetúa un sistema que somete a los individuos a una lógica de poder y exclusión. En este contexto, es imperativo que la legalidad priorice los derechos fundamentales de las personas, garantizando que el acceso al trabajo sea libre, sin condicionamientos arbitrarios ni intereses económicos encubiertos. Solo así se podrá romper con esta paradoja en la que los individuos, sujetos de derechos, terminan siendo objetos de control, atrapados en una red que decide sobre su capacidad para trabajar y, en última instancia, para existir.

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