PRIMERO DE ABRIL 1545: EL NACIMIENTO DE UN POTOSÍ EN CLAVE MINERA, EN CLAVE DE SACRIFICIO AMBIENTAL Y SOCIAL.

Por: Milenka Vanessa Almanza López

En ese contexto los potosinos nacimos respirando aire enrarecido, viendo el paisaje plomizo (por los residuos minero metalúrgico), atrapados en un sueño de terror del que no podemos despertar, porque la minería ha dominado el territorio desde la colonia hasta hoy, convirtiendo a nuestra tierra en una Zona de Sacrificio Ambiental, concepto que describe lugares donde las fuentes de contaminación no han sido motivo de agencia, las vidas no importan y solo se valoran los réditos económicos. Estas áreas son la máxima expresión de las desigualdades socioambientales y, lamentablemente, Potosí encarna todas ellas.

Cuentan las leyendas potosinas que el primero de abril de 1545, el cerro Rico de Potosí en Bolivia fue “descubierto”, las condiciones apuntan a que esa fecha marcó el inicio de un destino nefasto para la historia de este territorio. Fue el inicio de una desposesión violenta, del despojo, del saqueo, de la injusticia social –ambiental, un tránsito violento vinculado a una identidad minera tatuada en los cuerpos de sus habitantes.

Ahora: Imagina ser un ave migratoria que regresa a Potosí el dos de abril de 1545, el olor a tierra mojada ha desaparecido, el agua no refleja siluetas; al presente el aire está invadido de químicos extraños. Han crecido los ingenios mineros (plantas de concentración de y beneficio de minerales), los desmontes, los diques de colas y la muerte inmutable abunda.

En ese contexto los potosinos nacimos respirando aire enrarecido, viendo el paisaje plomizo (por los residuos minero metalúrgico), atrapados en un sueño de terror del que no podemos despertar, porque la minería ha dominado el territorio desde la colonia hasta hoy, convirtiendo a nuestra tierra en una Zona de Sacrificio Ambiental, concepto que describe lugares donde las fuentes de contaminación no han sido motivo de agencia, las vidas no importan y solo se valoran los réditos económicos. Estas áreas son la máxima expresión de las desigualdades socioambientales y, lamentablemente, Potosí encarna todas ellas.

LOS PASIVOS AMBIENTALES Y EL LEGADO TOXICO

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En Potosí, la generación de recursos económicos es tan importante que se pretende “compensar” la explotación de la naturaleza mediante las regalías (Ley N°535 de Minería y Metalurgia, art. 223) por la explotación de recursos no renovables: minerales y metales no renovables. En 2023, se recaudaron 904.360.963,75 bolivianos en regalías, cifras insignificantes frente a los servicios ecosistémicos sacrificados durante siglos, que incluyen el soporte, la regulación y la provisión ambiental. Porque en los potosino y los bolivianos pareciera que no hay conciencia de que estamos exportando la Naturaleza, por alrededor de 480 años.

Esto se hace evidente con los 104  pasivos ambientales mineros o depósitos de residuos de la minería que contienen ingentes cantidades de sustancias  tóxicas  (inventariados por el Servicio Geológico Minero de Bolivia, en el 2014) que develan el legado toxico de la minería  en Potosí.

El 12 de marzo de 2025, en Andavilque, en el distrito de Catavi en LLallagua Potosí, se suscitó un hecho de colapso de la mal llamada laguna del Kenko, que en realidad es un dique de colas, que colapso ante la ausencia del Estado, ante la ceguera o desconocimiento de los “tomadores de decisiones”, de la implicancia real del Cambio Climático y las intensas lluvias en estos depósitos tóxicos, que ha llevado de aguas ácidas a Andavilque y la vida que habita en esta infausta comunidad que vive en clave minera, en clave de sacrificio, donde no hay regalía que alcance para volver a la vida lo extinto.

Pero eso no es todo, en la Ciudad de Potosí  habitan también pasivos ambientales, incluso dentro del área urbana, tales como:

    • Colas (desechos mineros) sufurosas y óxidos de San Miguel que datan de los años 50¨s, que colidan con las comunidades indígenas de Cantumarca y Huachacalla
    • Colas de Pailaviri (residuos de preconcentración de la planta instalada en el Cerro Rico de Potosí), cuyos contenidos de plata y plomo, no son comerciales, por tanto seguirán indefinidamente afectando al medio ambiente, pues a nadie le interesa por no tener importancia económica en su recuperación.
    • Pasivos ambientales no cuantificados como: al extremo del mirador Pary Orcko o montaña caliente en lengua quechua (que dicho sea de paso es un sitio turístico)
    • En el rio de la rivera, que es tributario del Rio Pilcomayo que es un rio trasfronterizo compartido con Paraguay y Argentina.
    • En la zona Huachacalla, altura bosquecillo, en el lugar denominado “Taiton”, lugar actualmente con bastante concentración de personas.

Estos restos tóxicos mineros son el testimonio no solo de la ausencia de gestión ambiental en las actividades mineras, sino del predominio de los discurso regalitarios en las narrativas potosinas, perpetuando el sacrificio del territorio. Son además una vorágine potencial ante el escenario del cambio climático, pues hay un alto riesgo de colapso ente las lluvias intensas que predominan actualmente, cuyo impacto ambiental y social, no se ven  como prioridad y urgencia en las políticas públicas en los diferentes niveles del Estado.

MINERÍA EN LA CIUDAD Y COLINDANTES A UNIDADES EDUCATIVAS

Pero eso no es todo, la actividad minera en la ciudad  Potosí (a pesar que la Ley 535 en su artículo 93, inciso a, prohíbe actividades mineras en áreas urbanas) ha crecido significativamente. Actualmente, 14 ingenios mineros operan en áreas urbanas, contribuyendo a la contaminación, degradación ambiental, y afectando a la vida. Se registran más de 500 bocaminas en el Cerro Rico, muchas en estado de abandono, que siguen siendo una fuente potencial de contaminación ambiental. Además de centros de acopio de minerales y comercializadoras y “exportadoras” de minerales incluso colindantes a unidades Educativas.

Las transnacionales también operan en la región. La Minera Manquiri recupera ciertos residuos mineros, utilizando cianuro de sodio para el recobro de plata. Estas actividades han impactado lagunas cercanas, como CHALVIRI, LOVATO, ULISTIA y PHISCO KOCHA, obligando a la empresa a realizar restauración ambiental por mandato judicial del Tribunal Agroambiental, plazo que ya e cumplió en enero del presente año. Además la operación de MANQUIRI tiene un efecto colateral en la economía y política nacional, porque ha creado una dependencia en las exportaciones del país hacia esta transnacional, lo que en el futuro creara una competencia entre países de base extractiva en la región para atraer inversiones extranjeras, cayendo en un bucle neocolonial, sin fin.

LOS RIOS HAN FALLECIDO EN POTOSI

En la red hídrica que cursa por la ciudad de Potosí se encuentran tres ríos principalmente: Huaynamayu, Chectakala, Korimayu y La Rivera, confluyen en el río Tarapaya, el cual es un afluente del río Pilcomayo, que es un rio de curso internacional, por ende su contaminación tiene alcance internacional.

Estos ríos tienen afectación de  Aguas acidas de minas, aguas de percolación acida de diques de colas  (aguas que en medio acido contienen metales pesados como Zing, Plomo, Cadmio en disolución) aguas residuales domésticas y hasta hace algunos años efluentes en gran volumen y colas de ingenios mineros en potosí, antes que se Instalen Laguna Pampa I  y II.

Todo esto se asemeja e un enfermo de cáncer agonizando, y con placebos medicamentosos cada vez más fuertes, para aparentar robustez y salud, más aun en un escenario de cambio Climático y de sequía y lluvias intensas vertiginosas

CLAVE MINERA E IDENTIDAD MINERA

En cuanto a los aspectos sociales y culturales, la explotación minera se ha naturalizado en Potosí, en medio de una identidad minera arraigada,  al punto de convertirse en una atracción turística en medio de la precarización  de la vida; pues, la minería no solo sacrifica el ambiente, sino también vidas humanas, a la fecha se reportan, más de 18 personas fallecidos en minas, solo en las labores mineras del cerro Rico.

¡ESTO NO PUEDE CONTINUAR!

Ante ese escenario de Sacrificio Social y Ambiental, es urgente hablar ya no de inclusión, sino de revolución, los habitantes de Potosí ya no podemos ser solo sujetos pasivo de reproducción de la”cultura minera” y la identidad Minera, estos concepto deben progresivamente desarraigarse de nuestra realidad país y de nuestro imaginario social y cultural.

El territorio potosino y el Cerro de Potosí, requieren una reparación histórica, para lo cual es necesario propiciar espacios de dialogo colaborativo entre actores y afectados, priorizando la vida en todas sus formas, escuchando e introduciendo los saberes de mujeres, comunidades indígena originarias, zonas y barrios afectados, cuestionando el modelo estractivista y neoextractivista a profundidad. Crear un tejido social, de acción para revertir el sacrificio, entendiendo que todas las formas de vidas importan y no son sacrificables.

EL GRAN ENGAÑO BOLIVIANO DEL MOVIMIENTO AL SOCIALISMO (MAS), EL FALSO SOCIALISMO QUE CONSOLIDÓ EL CAPITALISMO MINERO Y LA NUEVA OLIGARQUÍA MINERA.

Por Nulfo Yala:

No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.

La minería, ese ídolo de barro con pies de dinamita, no solo saquea territorios, sino que impone su dominio a sangre y fuego, como si el suelo estuviera escrito en su nombre y el aire debiera pagar tributo a sus explosivos. Se apropia de los espacios sin más justificación que su propia voracidad, reduciendo montañas a escombros y comunidades a meros obstáculos en su insaciable expansión. No hay fronteras para su dominio hoy ni siquiera se detiene ante las escuelas, porque el conocimiento y la conciencia son más peligrosos que cualquier pleito de tierras.

El reciente estallido de dinamita en cercanías a la escuela Jaime Mendoza de Potosí, Bolivia el 15 de marzo del 2025 pasado, no es un accidente ni una anécdota aislada; es la síntesis brutal de un sistema que normaliza la violencia para garantizar el extractivismo. No se trata solo de quienes encienden la mecha, sino de una estructura entera que tolera, financia y aplaude la lógica del saqueo. En este régimen de poder, la educación no tiene prioridad, la salud es un daño colateral y la vida misma es un recurso expendible. Los niños que intentaban aprender algo en ese momento recibieron una lección más profunda que cualquier contenido curricular: en la jerarquía del poder, ellos y sus derechos están por debajo del estruendo minero. Aquí no se discute ni se negocia; se impone. Se dinamita. Se silencia.

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Lo verdaderamente alarmante no es solo la violencia minera en sí misma, sino la arquitectura política que la sostiene, la encubre y la alimenta con una mezcla de oportunismo y cobardía. No se trata de un fenómeno espontáneo ni de meros desbordes del sector cooperativista, sino de una estructura diseñada con precisión quirúrgica para garantizar que estos grupos se conviertan en los nuevos dueños del país, con licencia para contaminar, saquear y, cuando sea necesario, dinamitar cualquier forma de oposición. Es un régimen de poder donde el gobierno, lejos de actuar como regulador o garante de derechos, ha preferido convertirse en cómplice. No por error ni por descuido, sino por cálculo político, por la necesidad de mantener una base de apoyo que, en su ambición de perpetuarse en el poder, terminó por devorarlo desde adentro.

El Movimiento al Socialismo (MAS) es el arquitecto de esta distopía minera. Su visión de una Bolivia socialista quedó enterrada bajo toneladas de escombros, no porque haya sido derrotada por sus enemigos históricos, sino porque fue destruida desde dentro, consumida por los monstruos que él mismo creó. El gran proyecto de transformación social terminó convertido en una versión exacerbada del capitalismo extractivo, donde el proletariado minero, en lugar de ser emancipado, fue transformado en una élite rapaz con más privilegios que la oligarquía que supuestamente se pretendía erradicar. Irónicamente, este modelo no eliminó a la burguesía que tanto despotricaban los ideólogos del MAS (recuérdese por ejemplo a Linera) ,sino que la reforzó, la expandió y la vistió con un disfraz de cooperativismo revolucionario, un eufemismo conveniente para lo que en la práctica es un grupo empresarial con capacidad de extorsión política y licencia para operar a punta de explosiones y violencia extrema (recuérdese la muerte del Viceministro Illanes que fue muerto a golpes por mineros cooperativistas en conflictos mineros del 2016).

Es trágico y a la vez irónico que quienes alguna vez fueron presentados como la vanguardia del pueblo trabajador sean hoy los nuevos barones del extractivismo, con un poder tan descomunal que ya ni siquiera necesitan la aprobación del gobierno para actuar. No solo han tomado el control de la riqueza del subsuelo, sino que se han apropiado de los mecanismos de decisión política, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado, con sus propias reglas y su propia lógica de acumulación. Mientras el MAS se fragmenta en luchas internas y su base social se erosiona, este nuevo grupo de poder minero ha demostrado ser el verdadero poder fáctico, un bloque inamovible con capacidad de chantaje, negociación y, cuando es necesario, violencia abierta.

El socialismo del siglo XXI, al menos en Bolivia, terminó pariendo su peor pesadilla: una nueva burguesía que no solo se adueñó de las riquezas naturales, sino que lo hizo con una narrativa de justicia social que hoy suena a broma de mal gusto. La misma maquinaria que en el discurso decía combatir el capitalismo terminó generando su versión más grotesca: una clase dominante que se autoidentifica como proletaria, pero que vive de la acumulación de riqueza, la explotación de recursos y la imposición de su voluntad por la fuerza. No es un accidente ni un desvío inesperado, sino la consecuencia lógica de un modelo que, al intentar garantizar la lealtad de ciertos sectores, les otorgó un poder sin límites.

Hoy Bolivia no enfrenta solo el problema de la contaminación minera o la apropiación de territorios, sino la consolidación de una élite con poder económico, político y, lo más peligroso armado con explosivos. Porque mientras otros sectores de la sociedad deben acatar normativas y regulaciones, este grupo tiene en su arsenal algo que nadie más posee: explosivos y dinamita, una metáfora perfecta del país que han construido. Un país donde la palabra “cooperativa” ya no significa trabajo comunitario ni economía solidaria, sino poder corporativo, violencia descomunal y una maquinaria de destrucción disfrazada de lucha social.

Si algo queda claro en este escenario es que la gran obra política del MAS no fue la justicia social ni la redistribución equitativa de la riqueza, sino la creación de un nuevo Leviatán minero que no reconoce más autoridad que la suya propia. En su intento de moldear un nuevo orden político, el gobierno terminó por fabricar su propia caída, entregando el poder a un sector que ahora lo devora sin el menor remordimiento. No es solo una crisis política, es el epílogo de un experimento que creyó estar construyendo una revolución y terminó engendrando un régimen donde la verdadera soberanía no la tiene el pueblo, sino quienes poseen la dinamita y los títulos de concesión.

Mientras tanto, los demás nos vemos reducidos a voces que claman en el desierto, gritos apagados por el estruendo de la dinamita y el rugido de las maquinarias extractivas. No hay espacio para ilusiones ni para la ingenuidad de creer que el Estado intervendrá en favor de la gente. No lo hizo cuando las concesiones mineras devastaron ríos y montañas, no lo hizo cuando los bosques ardieron y se produjeron cruentos y dolorosos ecocidios para abrir paso a la fiebre de la expansión de las fronteras agrícolas para cultivar soya (y que año a año se queman con la permisitivad e inacción del gobierno), y no lo hará ahora que los explosivos retumban junto a las aulas de niños que solo querían aprender algo más que la lección impuesta por el miedo.

El gobierno, en sus múltiples niveles y rostros, hace mucho que se quitó la máscara. La izquierda, si es que alguna vez lo fue, terminó rendida ante el poder más antiguo y resistente: el del capital, ese al que juraban combatir y que ahora sostienen con pactos de sangre. Pactos que no solo se firmaron con los falsos caudillos autodenominados socialistas (que por supuesto no solo no entendieron sino la usaron para sus fines y delirios de poder como lo hizo Evo Morales), sino que se sellaron con la contaminación de ríos, la destrucción de comunidades y la impunidad de los nuevos barones mineros. Lo que antes se llamaba «proceso de cambio» ha mutado en una maquinaria despiadada de acumulación, una distorsión tan grotesca que ni siquiera intenta disimular su naturaleza.

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Aquí yace la gran mentira de la historia reciente: la idea de que este país fue alguna vez socialista. Si lo fue, lo fue en el discurso, en la retórica encendida de quienes usaron las palabras como arma para alcanzar el poder, pero que, una vez en él, terminaron ejecutando con precisión la hoja de ruta del capitalismo más brutal. En este país, que alguna vez prometió romper con la explotación, lo único que se rompió fue la ilusión de que el Estado podía estar al servicio de su gente. Lo que quedó fue una estructura que defiende con pólvora y fuego los intereses de una nueva élite, tan voraz como las de antaño, pero con el agravante de que se presenta con un disfraz de revolución y justicia social.

No hay socialismo en una nación donde el dinero manda, donde los intereses mineros dictan las reglas y donde la vida y la salud de las personas es un daño colateral en la ecuación del extractivismo. No hay justicia en un sistema que otorga explosivos y concesiones a quienes mejor saben negociar su lealtad con el poder. Lo que hay es un país donde el verdadero gobierno lo ejercen aquellos que pueden dinamitar o contaminar a lado de las escuelas sin que nadie los detenga, donde el derecho a respirar aire limpio y a beber agua sin veneno ya se ha convertido en algo inalcanzable.

El desenlace de esta historia es predecible, porque los monstruos que se alimentan del poder siempre terminan por devorar a sus creadores. Y cuando ese día llegue, cuando el estruendo de la dinamita ya no sirva para silenciar el descontento y la crisis lo consuma todo, solo quedará la amarga certeza de que el gran legado de esta era no fue la igualdad ni la justicia, sino el haber convertido el país en un experimento fallido, donde el socialismo fue solo un espejismo y el capitalismo más voraz terminó reinando con dinamita en mano.

POTOSÍ NUNCA MÁS EXTRACTIVISTA, NUNCA MÁS COLONIAL. LOS SALARES Y LOS HUMEDALES NO SERÁN ZONAS DE SACRIFICIO AMBIENTAL.

Por: Milenka Almanza

Desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

Litio potosino, litio boliviano en disputa y sus narrativas actuales

El litio, un elemento químico perteneciente a los metales alcalinos, ha generado disputas en Bolivia, un país marcado por un extractivismo histórico. En este contexto, las narrativas predominantes se reducen exclusivamente a las regalías, al crecimiento económico y a una visión de «desarrollo» limitada únicamente a lo financiero, sin considerar las implicaciones socioambientales y estructurales de su explotación.

Por un lado, los cívicos —con discursos politizados, capitalistas y reduccionistas—, representados por el Comité Cívico Potosinista, no reflejan nuestras luchas ni se alinean con la justicia ambiental; por otro, los discursos del propio pueblo potosino y las políticas del gobierno insisten en una visión que se limita al discurso capitalista de las regalías, una atroz forma de “compensación” por la extracción de los recursos naturales. En este contexto, el modelo económico del neoextractivismo cobra relevancia. A diferencia del extractivismo clásico —de carácter colonial y neoliberal—, el neoextractivismo, promovido principalmente en América Latina desde la década de 2000, se desarrolla en escenarios de gobiernos progresistas que buscan redistribuir la renta de los recursos a través de políticas sociales; sin embargo, no rompe con la dependencia estructural de la explotación de materias primas, perpetuando la lógica extractivista bajo nuevas justificaciones (Gudynas, 2012). Tanto los cívicos como las políticas gubernamentales contribuyen a profundizar los extractivismos y neoextractivismos, reforzando una estructura económica que continúa sometiendo los territorios a la expoliación de sus bienes naturales en nombre del desarrollo.

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Algunos grupos con ciertas tendencias ambientalistas manejan el discurso de la transición energética y el rol crucial de los minerales “estratégicos”, como el litio, justificando su extracción desde la perspectiva del llamado extractivismo verde. Este modelo se presenta como ecológicamente sostenible y alineado con la transición energética; sin embargo, sigue reproduciendo las mismas dinámicas de saqueo, explotación y daño ambiental del extractivismo tradicional, solo que bajo el discurso de la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático.

Pero desde el Colectivo Potosino Acontravía, queremos ampliar el análisis y contribuir a las narrativas actuales, porque creemos que Bolivia y los países del Sur Global no podemos seguir alimentando el estilo de vida consumista y colonial de los países del Norte Global a través de la mal llamada transición energética. En este proceso, el litio juega un rol crucial, ya que su extracción y explotación siguen promoviendo modelos de desarrollo basados en el exceso de consumo de energía.

El Sur Global es una categoría geopolítica y socioeconómica que designa a los países históricamente marginados dentro del sistema mundial, generalmente ubicados en América Latina, África, Asia y Oceanía. No se trata solo de una ubicación geográfica, sino de una posición dentro de las estructuras globales de poder, producción y dependencia (Wallerstein, 2004). En contraste, el Norte Global se refiere a los países más desarrollados, industrializados y con mayor poder económico y político, que continúan beneficiándose del saqueo de recursos naturales del Sur. Por ello, hablar de la extracción y explotación del litio en Bolivia implica debatir sobre una transición energética justa, la cual no será posible sin una verdadera justicia global.

Tampoco sin justicia local, pues las narrativas actuales en Potosí reflejan una profunda preocupación por la apropiación minera del territorio, la identidad minera inherente y la despolitización de los temas ambientales entre la población potosina.

Las connotaciones geopolíticas de la extracción

La discusión desde la potosinidad no debería centrarse únicamente en la consigna “Potosí se respeta”, entendida solo desde una visión de resentimiento y anhelos desarrollistas promovidos, en muchos casos, por medios de comunicación que refuerzan una identidad minera sin cuestionar sus implicaciones. Es necesario mirar más allá de lo evidente y comprender las connotaciones geopolíticas de las dinámicas extractivas del litio, que están ligadas al control de los recursos por parte de un país o grupo de países sobre los bienes naturales de Bolivia. En estos escenarios, los componentes ambientales se reducen a meros recursos económicos, sin que a estos países les importe el despojo ni los conflictos socioambientales que surgen en torno a su explotación.

La extracción del litio boliviano, además de los altos impactos ambientales potenciales que pueden suscitarse y que ya se generan actualmente, también exacerba la deuda ecológica de los países del Norte Global con los países del Sur Global. Si alguien lo sabe bien, somos los potosinos: la ciudad de Potosí es una zona de sacrificio ambiental, un territorio explotado intensivamente por actividades extractivas con un alto costo social y ambiental para sus comunidades (Elias, 2016). ¿Acaso vamos a garantizar el estilo de vida de los ricos a costa del sacrificio de nuestra naturaleza eternamente?

La mal llamada transición energética y el litio boliviano

Bolivia y los salares que albergan litio se encuentran en el llamado «Triángulo del Litio», al que en los últimos tiempos se le ha asignado un papel “fundamental” en la transición energética. Sin embargo, esta transición energética es totalmente desigual y jerárquica, ya que no cuestiona el modelo extractivista de producción ni la explotación de materias primas en el Sur Global. Tampoco problematiza los vínculos sociales y ambientales de las poblaciones humanas y no humanas que han habitado históricamente el salar de Uyuni, evolucionando y especializándose en torno a él, ni los ecosistemas vulnerables que dependen de su equilibrio. Pero, sobre todo, no cuestiona el nivel exorbitante de consumo energético de los países del Norte Global.

Se trata de una transición energética corporativa que promueve y justifica la mercantilización de los bienes comunes, potenciando las desigualdades estructurales ya existentes. Ejemplo de ello son los contratos con la empresa rusa Uranium One y el consorcio chino Hong Kong CBC, en el que participa CATL y su dominio en la cadena de suministro. Estos casos evidencian la inmersión del país en un capitalismo tecnocrático, que pretende presentar las tecnologías actuales y de «punta» como la solución absoluta, mientras que las multinacionales solo ven el litio desde una perspectiva económica y de negocios, utilizándolo como instrumento para reforzar su poder geopolítico.

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Estamos seguros de que este o cualquier otro gobierno apostaría igualmente por el extractivismo; la única diferencia serían los matices con los que se lleve a cabo. Por lo tanto, no se trata solo de un tema de administración gubernamental, sino de una lucha de poder y posicionamiento de las economías a nivel global. Por esta razón, sabemos que un cambio de gobierno no resolverá el problema de la extracción del litio, ya que cualquier administración, tarde o temprano, terminaría entregando este recurso; lo único que cambiaría sería la disputa por el control del poder.

Desde Acontravía, apostamos por que el litio no se explote ni ahora ni en el futuro, pues el único desenlace de su explotación es el colapso socioecológico y sistémico. Cualquier otra postura significaría asumir los discursos hegemónicos de la transición energética bajo el pretexto de la descarbonización y la mitigación del cambio climático, sin considerar los impactos ambientales, sociales e incluso culturales de su explotación, tanto en el presente como en el futuro. Esto parte de la falacia de que la transición energética es uniforme en todas las latitudes, como si las necesidades energéticas fueran las mismas en cualquier parte del mundo. Por tanto, una verdadera transición energética solo es posible si incorpora justicia global y justicia socioecológica.

Desde Acontravía, alzamos nuestra voz para proclamar con firmeza: ¡Ni los salares ni los humedales andinos serán zonas de sacrificio ambiental! No aceptaremos que los seres vivos que allí habitan, ni los milenios que les ha tomado especializarse en su entorno, sean ignorados y destruidos en nombre del «desarrollo».

Desde Acontravía, sabemos y reconocemos que: ¡Somos hijos de mineros, pero no hijos de la minería. Somos los hijos de la transformación¡

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EL LITIO Y LA FARSA DESARROLLISTA. EL ORO BLANCO Y LA MISERIA DE SIEMPRE

Por Nulfo Yala

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles.

Como si se tratara de un destino fatal, Potosí vuelve a ser el escenario de una disputa que trasciende las fronteras nacionales. No es la primera vez que el subsuelo potosino es condenado a la expoliación en nombre del progreso, ni será la última. Lo curioso no es el saqueo en sí, sino la manera en que se escenifica: con discursos nacionalistas, arengas soberanistas y la indispensable participación de los actores políticos, todos convenientemente repartidos en sus respectivos papeles.

De un lado, el oficialismo proclama que los contratos con empresas extranjeras asegurarán el desarrollo del país, porque la industrialización del litio será, esta vez sí, la vía para convertir a Bolivia en una potencia. Del otro, la oposición, en un giro de guion esperable, denuncia el entreguismo del gobierno mientras propone exactamente lo mismo, pero con otros socios y otras condiciones. Sumado ello el discurso transnochado de los autodenominados cívicos, que serviles a sus mezquinos intereses económicos y políticos, embanderan el falso discurso de las regalías para la región, como problema pincipal. No importa cuál sea la bandera, el libreto es siempre el mismo: la patria en venta, con la ilusión de que esta vez el botín se repartirá de manera más equitativa.

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Pero si hay algo que caracteriza a los recursos estratégicos, es que nunca pertenecen a quienes viven sobre ellos. Detrás de cada decisión política están las manos invisibles de las potencias mundiales, disputando en la sombra la hegemonía tecnológica y económica del siglo XXI. China, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea no se molestan en ocultar su interés en el oro blanco. Con discursos que oscilan entre la transición energética y la seguridad estratégica, sus embajadores y corporaciones negocian, presionan y financian a los intermediarios locales, asegurando que la decisión final sea siempre funcional a sus intereses.

La discusión sobre a quién conceder los contratos es, en realidad, una distracción. El verdadero problema no radica en la identidad del comprador o el porcentaje de las regalías para la región, sino en la decisión misma de explotar el recurso. La narrativa del litio como motor de desarrollo ignora, como siempre, las consecuencias irreversibles de su extracción: el agotamiento de fuentes de agua en una región ya azotada por la crisis hídrica, la desertificación, la pérdida de ecosistemas frágiles. Mientras el discurso oficialista promete industrialización y tecnología, lo que se perpetúa es la misma matriz extractivista que desde hace siglos reduce la economía a una ecuación simplista: extraer, vender y repartir migajas.

Ejemplos sobran. En Argentina, las comunidades indígenas han resistido la expansión del extractivismo del litio, denunciando la contaminación de sus fuentes de agua. En Chile, el modelo de concesiones ha beneficiado a transnacionales mientras los beneficios reales para la población local son insignificantes. En Bolivia, el proyecto de industrialización estatal ha sido una promesa eterna, mientras las corporaciones extranjeras siguen asegurándose su parte del pastel. En cada uno de estos escenarios, los gobiernos han defendido sus decisiones con el mismo lenguaje de modernización, justificando la devastación ecológica con la promesa de una prosperidad futura que nunca llega.

El litio no es la solución al subdesarrollo, es su continuidad. La insistencia en explotar estos recursos sin un replanteamiento estructural sólo refuerza la dependencia de la economía nacional a la extracción de materias primas. Detrás del lenguaje tecnocrático de «progreso», «inversión» y «soberanía económica» está el mismo mecanismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos a costa de la expoliación de muchos. Y cuando el litio se agote, como ocurrió con la plata y el estaño, quedarán las mismas heridas de siempre: tierras secas, comunidades desplazadas, los nuevos barones del mineral como hoy en día prevalecen las cooperativas mineras y sus emporios empresariales multimillonarios, y la ilusión de que esta vez, al menos esta vez, pudo haber sido diferente.

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Lo más irónico es que, a pesar de las advertencias, la maquinaria extractivista sigue avanzando, envuelta en nuevas justificaciones. Ahora no se habla de simple explotación, sino de «minería sostenible», «responsabilidad social empresarial» y «transición energética justa». Sin embargo, en el fondo, el mecanismo sigue intacto: territorios convertidos en zonas de sacrificio, poblaciones locales ignoradas y riqueza que fluye siempre hacia los mismos destinos.

La verdadera alternativa, aquella que cuestionaría de raíz esta lógica de expoliación, ni siquiera es considerada. Imaginar un Potosí que no dependa de la extracción minera es un acto de rebeldía intelectual demasiado subversivo para los arquitectos del desarrollo. Lo cierto es que cualquier modelo económico que suponga la explotación ilimitada de los recursos naturales está condenado al fracaso. Pero en este teatro, la sostenibilidad real es una palabra prohibida.

Y así, el ciclo se repite. Con cada nueva generación, se reescriben las mismas promesas, se reciclan los mismos discursos y se perpetúa la misma tragedia. Potosí sigue siendo el botín de las potencias extranjeras y sus lacayos políticos serviles, que llamaremos “intermediarios locales”, mientras el «progreso» se traduce, una vez más, en miseria disfrazada de oportunidad. En este escenario de falsa modernidad, la gente que vive en el lugar, siguen siendo víctimas de un modelo extractivista que no solo les niega el derecho a un futuro viable, sino que también perpetúa las mismas lógicas de despojo que han definido la historia del continente desde hace siglos.

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PALESTINA VIVE, PALESTINA LIBRE

Por: Milenka Almanza

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla.

Palestina vive hoy más que nunca; sus sollozos y gritos se multiplican y resuenan en todos aquellos que imploramos su libertad. A días de declararse un supuesto alto al fuego -ya que no cesan los ataques contra Gaza- urge abordar las heridas abiertas que deja la ocupación de un territorio donde la vida en todas sus formas libra una lucha desigual contra la maquinaria de muerte, desposesión y despojo. Palestina, desde hace décadas, ha sido el epicentro de una de las injusticias más brutales de nuestra era: un pueblo sometido a un régimen colonial y neocolonial que perpetúa un ciclo de violencia estructural de «limpieza racial» y genocidio.

La ocupación de Palestina no es solo una cuestión territorial; es un despojo que abarca cuerpos, vidas, dignidades y no solo acaba con las vidas humanas, sino también múltiples otras formas de vida no humanas que soportan el embate genocida en silencio. ¿Cuánta biodiversidad estará siendo arrasada? y de los cuales escasamente se habla. Desde 1948, con la declaración del «Estado de Israel», los palestinos han sido despojados de su tierra, fragmentados por fronteras que no respetan sus historias, sus culturas, ni sus derechos.

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La ocupación militar israelí no solo se traduce en la expropiación de hogares, sino en un sistema que criminaliza la resistencia y normaliza la violencia contra un pueblo desarmado donde habita una cultura milenaria. Desalojos forzados, bombardeos sistemáticos, control de la ayuda humanitaria, son las herramientas de un control despiadado que busca borrar a Palestina del mapa y de la memoria.

En ese contexto, es importante comprender que el conflicto en Palestina es el reflejo moderno de un régimen colonial disfrazado de democracia. Israel, como potencia ocupante, se ha beneficiado del respaldo incondicional de potencias occidentales que, al igual que en los tiempos de los imperios coloniales, consideran que ciertas vidas valen más que otras y que vidas pueden ser sacrificadas. Esta neocolonia no opera de manera aislada; se inserta en una economía global que lucra con la militarización, el comercio de armas, el extractivismo, el neoextractivismo y el despojo. Palestina, tristemente para Israel, es hoy un laboratorio del autoritarismo moderno, donde se experimentan tecnologías de vigilancia y represión que luego son exportadas al resto del mundo.

El Estado de Israel, lejos de ser un refugio seguro tras el Holocausto, ha adoptado la lógica opresora que juró combatir. Con el apoyo incondicional de la mayoría de los países del mundo occidental, ha consolidado una alianza que utiliza la narrativa del «terrorismo» para justificar crímenes de lesa humanidad. La industria armamentista estadounidense encuentra en la ocupación de Palestina un mercado perpetuo, mientras las resoluciones internacionales contra el apartheid israelí son vetadas o ignoradas. Aquí no hay neutralidad posible: el silencio de las potencias globales es complicidad directa con el sufrimiento de millones de palestinos.

La palabra apartheid no es una exageración; es una descripción precisa de la segregación sistémica que sufren los palestinos. Desde las leyes que limitan sus movimientos hasta las que restringen su acceso a servicios básicos, el apartheid israelí ha institucionalizado la desigualdad como forma de gobierno. Este sistema se sostiene en la deshumanización, en la idea de que los palestinos son menos merecedores de derechos que sus opresores. La narrativa oficial los presenta como amenaza, cuando en realidad son la víctima de una maquinaria colonial que busca eliminarlos de su propia tierra, de su vida, de su historia: presente y futuro.

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Las cicatrices del pueblo palestino no son solo físicas; son también culturales, sociales y psicológicas; así como las cicatrices de los miles de especies de fauna y flora que perecieron por la supuesta superioridad israelí. Cada generación hereda el dolor de la anterior, mientras los niños crecen entre los escombros de hogares destruidos y familias desmembradas. Estas cicatrices son el recordatorio constante de que el genocidio no es un acto único, sino un proceso continuo que busca quebrar la voluntad de un pueblo entero, su territorio y la naturaleza que los acoge.

Lo que no se nombra no existe: lo que ocurre en Palestina es ¡genocidio! No solo por las muertes, sino por el intento sistemático de borrar una cultura, un idioma y una historia. Cada ataque, cada bombardeo y cada acto de represión es parte de un plan macabro para hacer desaparecer a los palestinos como pueblo. Este genocidio no es solo un crimen contra ellos; es un crimen contra la humanidad, contra todos los principios que supuestamente sostienen nuestra civilización.

A pesar de todo, Palestina vive. Vive en las canciones que cruzan fronteras, en los grafitis que denuncian el apartheid, en las marchas solidarias que llenan las calles del mundo. Vive en la resistencia cotidiana de quienes se niegan a ser borrados, en las manos que siembran olivos como acto de rebeldía y esperanza. El pueblo palestino nos recuerda que la lucha por la libertad no tiene fronteras ni caducidad. Palestina no es solo una causa local; es un llamado global a combatir todas las formas de opresión y a construir un mundo donde la vida, y no el capital, sea el centro.

El grito de Palestina es también el nuestro. Que su resistencia nos inspire a cuestionar los sistemas que perpetúan el despojo y la violencia, y a luchar por un mundo donde la justicia no sea una utopía, sino una realidad tangible. Palestina vive porque su resistencia es inmortal.

Este grito se enmarca también en las promesas vacías de altos al fuego que, lejos de traer una verdadera solución, operan como estrategias de distracción y desgaste para el pueblo palestino. Estas treguas, anunciadas como avances hacia la paz, no son más que espejismos en un desierto de injusticias. Mientras se negocian supuestos acuerdos, las estructuras del apartheid y la ocupación permanecen intactas, perpetuando el sufrimiento y retrasando cualquier posibilidad real de justicia. Es imprescindible denunciar estos falsos altos al fuego y exigir una paz que no sea simplemente la ausencia de violencia directa, sino la restitución de derechos, dignidad, vida para Palestina y vida para el territorio y la naturaleza que los acoge.

LOS INCENDIOS FORESTALES EN BOLIVIA: LA QUEMA DE UN PAÍS EN NOMBRE DEL DESARROLLO ECONÓMICO

Por Nulfo Yala

La ironía más cruel es que este discurso de desarrollo económico no solo se ha normalizado, sino que se exige con fervor casi religioso. En muchos lugares de Bolivia, la búsqueda de riqueza se ha convertido en un mandato cultural, impuesto incluso a fuerza de imposiciones. ¿El resultado? Una sociedad que, en su mayoría, acepta este modelo sin cuestionamientos, asistiendo a misa para bendecir su complicidad, mientras el humo de los incendios se eleva como una plegaria torcida hacia un cielo que se oscurece cada vez más.

En el año 2024, Bolivia marcó un hito devastador: diez millones de hectáreas de bosque, flora, fauna y, en última instancia, esperanza, fueron reducidas a cenizas. Para contextualizar, esa cifra equivale a quintuplicar la superficie combinada de los diez países más pequeños de Europa. ¿Qué explica semejante catástrofe? No fue un capricho de la naturaleza ni un accidente aislado. Fue, más bien, la consecuencia lógica de un sistema que prioriza la voraz acumulación de riqueza sobre la preservación del único hogar que todos compartimos.

En el guion de esta tragedia, todos tienen un papel. Los chaqueos, presentados como una tradición «necesaria», se llevan a cabo con el entusiasmo ciego de quienes ven el bosque no como un ecosistema, sino como un obstáculo para el progreso. Las expansiones agrícolas, en apariencia emprendimientos loables, se desarrollan con un trasfondo oscuro: la habilitación de tierras mediante fuego. Y todo esto, con la bendición de una legislación que premia estas prácticas, asegurando que el espectáculo continúe. Porque, después de todo, en un país donde la economía se idolatra como una religión, ¿quién se atrevería a criticar a los «emprendedores capitalistas»?

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Pero, ¿quiénes son estos denominados emprendedores? Desde los pequeños agricultores que intentan sobrevivir en un sistema que los oprime, hasta los grandes terratenientes que poseen más tierra de la que podrían recorrer en toda su vida, todos participan en este juego macabro. Sin embargo, no nos engañemos: el peso de la culpa no se reparte equitativamente. En la región de Santa Cruz, por ejemplo, hay propiedades tan extensas que rivalizan con países enteros. Lo inconcebible no es solo su tamaño, sino la avaricia desmedida de sus dueños, que no tienen reparos en reducir a cenizas áreas aún mayores para alimentar su insaciable hambre de tierra para exprimirlas hasta inutilizarlas con tal de satisfacer sus deseos de posesión económica y riqueza.

¿Y el gobierno? Bien, gracias. Mientras el humo oscurece el cielo y la biodiversidad desaparece, el gobierno observa desde la comodidad del poder. No vaya a ser que arriesgue réditos políticos al enfrentarse a esta desoladora situación, pues los votos pesan más que la vida misma de los ecosistemas. La connivencia entre política y economía se revela en toda su crudeza: un sistema donde el Estado prefiere el silencio a la acción, el cálculo electoral a la responsabilidad ambiental.

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Este modelo, que algunos llaman modelo de desarrollo, incluso regionalizándolo y pasando a denominarle «modelo cruceño» no es otra cosa que una fantasía disfrazada de pragmatismo. Promete riqueza y bienestar para todos, pero entrega un presente de desigualdad y un futuro de devastación. Su verdadero evangelio no es el progreso, sino el enriquecimiento de unos pocos, siempre a expensas de los muchos. En este relato, los pobres, engañados con la promesa de que algún día también serán ricos, aplauden desde las gradas, mientras los ricos continúan su festín.

No contentos con destruir el presente, estos mismos actores moldean un futuro aún más sombrío. Las especies que se extinguen, los suelos que se vuelven estériles y el aire que se contamina no son problemas abstractos; son señales de un colapso inminente que afectará a todos. Pero en la lógica del modelo actual, estas consecuencias no importan. Porque, al final, ¿qué es un ecosistema devastado frente a la posibilidad de aumentar un porcentaje en los balances económicos de los poderosos?

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La ironía más cruel es que este discurso de desarrollo económico no solo se ha normalizado, sino que se exige con fervor casi religioso. En muchos lugares de Bolivia, la búsqueda de riqueza se ha convertido en un mandato cultural, impuesto incluso a fuerza de imposiciones. ¿El resultado? Una sociedad que, en su mayoría, acepta este modelo sin cuestionamientos, asistiendo a misa para bendecir su complicidad, mientras el humo de los incendios se eleva como una plegaria torcida hacia un cielo que se oscurece cada vez más.

El problema es que, cuando el próximo incendio inevitable arrase con lo que aún queda, todos repetirán la misma coreografía. Los poderosos empresarios capitalistas culparán a «los invasores de sus tierras» como si la tierra no fuera de todos los bolivianos, los políticos culparán al clima, los cívicos al gobierno, y la sociedad civil mirará hacia otro lado. La memoria colectiva, tan efímera como el humo, garantizará que nada cambie. Y cuando llegue el día en que no quede aire para respirar ni tierra donde plantar, tal vez se recuerde que todo esto fue permitido por la ambición desmedida de unos pocos y la pasividad de todos los demás. Para entonces, sin embargo, será demasiado tarde.

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DESARROLLO A CUALQUIER COSTO Y LA CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: “EL MODELO DE DESARROLLO ECONÓMICO CRUCEÑO”

Por Nulfo Yala

Este «gran» modelo económico no solo está diseñado para colapsar, sino para hacerlo de manera espectacular, dejando tras de sí una estela de injusticia social, pobreza y degradación ambiental. Pero hasta que ese momento llegue, al menos podremos disfrutar de la ironía de ver cómo se celebra un sistema que, en el fondo, no es más que una maquinaria de desigualdad disfrazada de éxito.

En una tierra tan bendecida como Santa Cruz, Bolivia, donde parece que la naturaleza ha conspirado para ofrecerlo todo, ¿quién podría cuestionar el magnífico “modelo económico cruceño”? Un modelo tan brillante que ha logrado erigirse como el motor de Bolivia, dejando en el polvo cualquier preocupación por el bienestar social, el medio ambiente o incluso la sostenibilidad a largo plazo. Claro, ¿para qué pensar en el futuro cuando se dice que el presente puede ser tan lucrativo como el modelo promete?

El modelo cruceño, con su deslumbrante visión de crecimiento a toda costa, ha convertido el capitalismo en un deporte extremo, donde solo los más fuertes sobreviven. Y, ¿qué mejor manera de asegurar ese crecimiento que a través de la explotación intensiva de los recursos naturales? Si Santa Cruz tiene tierras fértiles, lo lógico es arrasar con ellas. Después de todo, ¿quién necesita biodiversidad cuando se tiene soya y caña de azúcar? En un mundo tan generoso, los suelos nunca se agotan, y los ecosistemas, ¡pues claro que se regeneran solos!

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Y ahí está, por supuesto, el verdadero héroe de esta epopeya: el capitalista cruceño, con su espíritu emprendedor que tanto se celebra en el modelo. ¡Qué fascinante es que este “espíritu” se traduzca en un capitalismo salvaje, depredador, que no se detiene ante nada! Para ellos, las montañas son minas, los bosques simples campos de cultivo a la espera de ser explotados, y el agua… bueno en el futuro, lo que quede, se la mercantilizará, y si no, se la disputará. El cambio climático tiene sus propios planes. En este cuento, el progreso no se mide en bienestar humano, sino en toneladas de exportación.

Pero, ¿quién necesita preocuparse por el desarrollo humano y social cuando el crecimiento económico es el único indicador que importa? En esta tierra prometida, los migrantes que llegan no vienen en busca de oportunidades, sino, al parecer, como simples peones de un granero global. ¿Y qué decir de las comunidades indígenas, esas que han vivido durante siglos en armonía con la naturaleza? ¿anticuados? No entienden que la modernidad requiere sacrificios. Seguro agradecerán ver sus tierras convertidas en monocultivos.

Y en cuanto a la visión de futuro, ¡qué admirable es su ambición! Un plan que se proyecta a 2061, pero que parece ignorar que el cambio climático podría convertir todo ese suelo fértil en desiertos. Quizás en ese entonces se descubra un nuevo recurso que explotar, porque en este “modelo” siempre hay una próxima gran oportunidad, una próxima hectárea que talar, un próximo río que desviar. Es fascinante cómo el discurso de progreso parece estar en contradicción con el hecho evidente de que, sin un medio ambiente saludable, no habrá futuro que sostener.

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Ah, y por supuesto, la sostenibilidad. Esa palabra tan de moda. Pero en Santa Cruz, ¿para qué complicarse con términos que suenan a restricciones? Mejor dejar que la tierra y los recursos den todo lo que puedan hasta que ya no quede nada. Total, siempre habrá algún otro lugar por conquistar, algún otro recurso por agotar. Y si no, siempre está la posibilidad de echarle la culpa al cambio climático, como si este fuera un fenómeno que ocurre aislado de las prácticas que tanto defiende el modelo cruceño.

Es que, realmente, ¿quién necesita preocuparse por la sobreexplotación de los recursos cuando el crecimiento económico es tan rápido y aparentemente inagotable? La deforestación, la pérdida de biodiversidad, la contaminación de los ríos… todo esto parece un pequeño precio a pagar por el éxito económico de la región. Después de todo, ¿qué es más importante, preservar el planeta o mantener las exportaciones de soya? Al parecer, la respuesta es obvia para los defensores de este modelo y aunque pese, también al gobierno de Bolivia, que no solo se creyó el cuento, sino que lo asume como propio como una consecuencia del modelo capitalista del actual gobierno; que, aunque jure y perjure, los hechos pesan más que las promesas y las ficciones utópicas de un socialismo que nos vender y que falazmente dicen defender.

Lo más encantador de todo es cómo este modelo perpetúa la idea de que todos tienen las mismas oportunidades de éxito. ¡Qué mentira tan bien contada! En realidad, el supuesto “modelo cruceño” no es más que un sistema diseñado para favorecer a los que ya tienen el poder económico, mientras que el resto, los campesinos, los trabajadores, las comunidades indígenas, son dejados de lado, convertidos en meros engranajes de una máquina que los explota para beneficio de unos pocos. Y por supuesto, en nombre del «desarrollo», porque todo vale cuando se trata de hacer crecer la economía.

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Este «gran» modelo económico no solo está diseñado para colapsar, sino para hacerlo de manera espectacular, dejando tras de sí una estela de injusticia social, pobreza y degradación ambiental. Pero hasta que ese momento llegue, al menos podremos disfrutar de la ironía de ver cómo se celebra un sistema que, en el fondo, no es más que una maquinaria de desigualdad disfrazada de éxito.

Finalmente, uno no puede evitar preguntarse: ¿será que este brillante modelo de desarrollo, con su enfoque en el extractivismo y el capital por encima de todo, es realmente sostenible? ¿O estamos presenciando una ilusión que, aunque próspera en el presente, está destinada a colapsar en el futuro cuando ya no queden recursos que explotar? Quizás el «modelo cruceño» no sea más que un espejismo de éxito económico, que ignora la inviabilidad de su enfoque frente al desarrollo humano, social y ambiental. Pero, claro, ¿quién necesita esas preocupaciones cuando se necesita que el dinero fluya, al menos por ahora, cuando como anillo al dedo, no existen los dólares que son la gasolina para poner en funcionamiento el motor de la maquinaria expoliadora capitalista?

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LA TRANSFORMACIÓN TRÁGICA: DE LA LUCHA REVOLUCIONARIA AL PODER DESPIADADO DE LA CLASE OPULENTA MINERA EN BOLIVIA

Por Nulfo Yala

Una clase acaudalada minera privilegiada que se posiciona en altas esferas de poder, guardando lealtad solamente a sus intereses económicos y políticos. Una clase que surgió de una lucha revolucionaria, transformada ahora en la antítesis de todo aquello por lo que luchó. Triste derrotero para el gran ideario revolucionario minero del pasado. 

El ciclo irónico de la historia se manifiesta de manera sorprendente en el caso de los ahora llamados empresarios acaudalados mineros, quienes alguna vez lideraron luchas por los derechos humanos contra la explotación capitalista. Sin embargo, en un giro inesperado, muchos de estos mineros se han convertido en los mismos explotadores que antes combatían. Ahora, como grandes empresarios mineros, justifican sus acciones bajo el pretexto de contribuir con regalías al departamento de Potosí. Pero detrás de esta fachada de progreso económico, se esconden realidades devastadoras: la contaminación, la degradación ambiental y los desastres que se desencadenan afectan no solo el entorno natural, sino que también perpetúan la explotación humana. En los oscuros socavones de angustia, otros seres humanos son explotados hasta el punto del aniquilamiento, una tragedia que refleja la paradoja de aquellos que antes luchaban por sus derechos, ahora siendo sus perpetradores.

Esta transformación no solo refleja una ironía histórica, sino que también plantea cuestionamientos profundos sobre el poder y la responsabilidad. ¿Cómo es posible que aquellos que alguna vez fueron oprimidos puedan convertirse en opresores? ¿Qué fuerzas sociales y económicas impulsan esta transformación?

La metamorfosis de estos grupos mineros de poder desde la esencia revolucionaria de movimientos de izquierda hasta la más rancia clase pudiente minera es un testimonio impactante de la dinámica del poder y la ideología. Lo que alguna vez representó la lucha por la justicia social y la equidad se ha desvirtuado en una encarnación del capitalismo más crudo y despiadado. Bajo el manto de la minería, el capitalismo se disfraza y se adapta, encontrando formas de perpetuar su dominio y explotación. Es particularmente insidioso cómo estos nuevos poderes mineros se apropian del discurso del «pobrecito minero» para justificar sus acciones. Utilizan esta narrativa para manipular a sus propios trabajadores, incitándolos a participar en movimientos de convulsión, bloqueo y hasta el uso y abuso de explosivos y dinamitas, todo en aras de sus mezquinos intereses de poder político y económico.

Esta estratagema es astuta y calculada. Al enmascarar sus verdaderas intenciones bajo la apariencia de preocupación por los trabajadores mineros, estos poderes logran movilizar fuerzas en su beneficio, creando una fachada de solidaridad que oculta su explotación y opresión. Esta situación resalta la complejidad de la lucha por la justicia social y la importancia de desenmascarar las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad y la injusticia.

El caso del ex-viceministro Illanes ejemplifica de manera trágica hasta dónde pueden llegar los acaudalados mineros disfrazados de proletariado en su búsqueda desesperada por mantener y expandir su control sobre la industria. El brutal desenlace de las movilizaciones, que culminaron en la pérdida de vidas humanas, incluida la de una autoridad nacional, revela la magnitud de la violencia y el abuso de poder inherentes a estas dinámicas. El asesinato del ex-viceministro Illanes, quien intentaba en vano dialogar con los mineros para resolver pacíficamente el conflicto, pone de manifiesto la falta de escrúpulos y la crueldad de aquellos que se benefician de la explotación minera. La brutalidad con la que Illanes fue golpeado y torturado por los mineros es un recordatorio escalofriante de la deshumanización que puede surgir cuando el poder y los intereses económicos están en juego. La creación de sindicatos dentro de las cooperativas mineras desató una crisis que reveló las tensiones profundas y la resistencia feroz de aquellos que temían perder su dominio sobre la fuerza laboral.

La búsqueda de poder político por parte de los empresarios mineros acaudalados, ya sean cooperatizidados o no, constituye un componente fundamental de su estrategia para consolidar y ampliar su dominio económico. Estos empresarios han tejido alianzas estrechas con el partido gobernante MAS-IPSP, asegurando así un acceso privilegiado a espacios políticos de gran influencia. Esta alianza ha engendrado una nueva élite señorial minera que opera con una impunidad virtual en su búsqueda por asegurar y proteger sus intereses económicos y políticos. Ahora, senadores, diputados, gobernadores y otros cargos de poder político son ocupados por individuos afines a estas élites mineras, permitiéndoles ejercer su influencia de manera desproporcionada en Bolivia. Este entrelazamiento entre el poder económico y político no solo refuerza las desigualdades estructurales en el país, sino que también socava la democracia al privilegiar los intereses de una élite poderosa sobre los derechos y necesidades del pueblo boliviano en general.

Los verdaderos propósitos de los acaudalados empresarios mineros van mucho más allá de lo que muestran públicamente. La revelación gradual de estas intenciones pone de relieve su ambición por imponer una legislación favorable a sus intereses, que les permita ampliar sus áreas de explotación minera, incluso adentrándose en zonas protegidas como las reservas fiscales. Este intento de privatización de los recursos mineros del país refleja su deseo de consolidar su dominio sobre la riqueza mineral boliviana y perpetuar su control sobre la industria minera. La búsqueda de leyes que legitimen estas prácticas revela una estrategia calculada para legalizar lo que ya realizan de facto: el manejo arbitrario de los yacimientos mineros a su antojo.

Estas exigencias desmedidas no son nuevas, ya que desde hace años estas élites mineras han buscado legitimar sus acciones a través de una nueva Ley Minera. Su objetivo último es erigirse como una casta privilegiada capaz de disponer de los recursos mineros del país como si fueran propios. Además, se resisten vehementemente a la organización sindical de sus trabajadores, ya que esto pondría en riesgo su capacidad para sobreexplotar a la fuerza laboral sin ningún tipo de control. Esta resistencia a la sindicalización revela su intención de mantener un control absoluto sobre las condiciones laborales y de explotación en beneficio de sus propios intereses económicos.

Asimismo, los intereses políticos de la clase acaudalada minera en Bolivia han perdido cualquier atisbo de principios ideológicos de lucha que pudieran haber tenido en el pasado. Ya no se trata de una resistencia revolucionaria contra dictaduras o de la defensa de los derechos de los trabajadores mineros, como en épocas anteriores. Un ejemplo contundente de esta transformación es la participación de un representante de esta clase minera en el derrocamiento de Evo Morales en 2019. Luis Fernando Camacho admite abiertamente la colaboración de su padre en las negociaciones para el golpe de Estado. En sus propias palabras, relata cómo un minero, representante de estos intereses, ofreció la fuerza de 6.000 trabajadores mineros armados con dinamita para sacar a Morales del poder.

Esto no solo ilustra la pérdida de los ideales revolucionarios que alguna vez caracterizaron al movimiento minero boliviano, sino que también revela la alianza entre la clase empresarial minera y sectores políticos dispuestos a utilizar cualquier medio (se descubrió por ejemplo que ese representante minero jugaba a los dos bandos), incluida la violencia, para alcanzar el poder. La disposición de estos empresarios acaudalados mineros a recurrir a la fuerza bruta y la coerción para lograr sus objetivos políticos y económicos subraya la naturaleza depredadora de su influencia en la sociedad boliviana. En lugar de ser defensores de los derechos y la justicia, estos actores privilegiados se han convertido en instrumentos de la desestabilización y la opresión, en detrimento del bienestar del pueblo boliviano en su conjunto.

La clase acaudalada minera en Bolivia se ha consolidado como una élite privilegiada que ocupa posiciones prominentes en las altas esferas de poder político y económico del país. Sin embargo, su lealtad se reduce únicamente a sus propios intereses, dejando de lado cualquier principio ideológico o compromiso con la justicia social que alguna vez pudieron haber tenido. Esta transformación representa la antítesis de la lucha revolucionaria que dio origen a esta clase, marcando un triste derrotero para el gran ideario revolucionario minero del pasado. En lugar de ser agentes de cambio y progreso, estos empresarios mineros se han convertido en símbolos del oportunismo político y la explotación despiadada, traicionando así el legado de aquellos que lucharon valientemente por un futuro más justo y equitativo. Es un recordatorio sombrío de cómo el poder y la riqueza pueden corromper incluso las aspiraciones más nobles, y de cómo los ideales revolucionarios pueden desvanecerse en la vorágine de la codicia y el oportunismo.

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MINERÍA Y DERECHOS HUMANOS: UN ANÁLISIS DE SU IMPACTO EN EL ACCESO AL AGUA. CASO DE LA CIUDAD DE POTOSÍ, BOLIVIA

Por: Nulfo Yala

Debemos plantearnos  si estamos dispuestos a seguir tolerando esta situación. ¿Es aceptable que las ganancias de la actividad minera sigan primando sobre la seguridad y el bienestar de las personas? ¿Estamos dispuestos a sacrificar la salud de nuestros ecosistemas y la calidad de vida de las generaciones futuras en aras de un beneficio económico a corto plazo?

En el horizonte se cierne una amenaza silente pero devastadora: la posibilidad de una sequía catastrófica que podría desencadenar consecuencias impredecibles en las regiones afectadas en la actualidad. A lo largo de los años, hemos sido testigos de cómo la falta de agua potable se ha convertido en un problema creciente, extendiendo sus garras en diferentes rincones del mundo. En particular, el occidente boliviano, y más específicamente Potosí; regiones que sufren una grave crisis que nos lleva a cuestionar las causas subyacentes de esta emergencia.

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Si bien es innegable que la escasez de agua tiene raíces multifacéticas y complejas, en este artículo exploraremos uno de los factores principales que contribuye a esta crisis: la actividad minera y su impacto en el recurso hídrico. La explotación, concentración y comercialización de minerales, entre otras formas de actividad minera (caso de los ingenios mineras, empresas comercializadoras, empresas acopiadoras y concentradores, etc.), han demostrado ser un factor determinante en la disminución de la calidad y cantidad del agua disponible para consumo humano.

La relación entre la actividad minera y la contaminación del agua es un tema que merece una atención especial. A menudo, las ganancias económicas generadas por la minería fluyen directamente hacia el interés económico de las instancias gubernamentales a través de las denominadas “regalías” y las arcas de las mismas empresas y/o cooperativas. Mientras que los costos sociales y ambientales son asumidos por poblaciones enteras y ecosistemas vulnerables. Esta desigualdad en la relación costo-beneficio plantea cuestionamientos éticos y morales fundamentales.

La actividad minera, en su búsqueda incansable de producción de minerales, libera una serie de contaminantes que terminan en los cuerpos de agua cercanos. Sustancias como metales pesados, productos químicos tóxicos y desechos sólidos contaminan fuentes de agua subterránea y superficial. Esta contaminación no solo reduce la disponibilidad de agua potable sino que también la hace peligrosa para el consumo humano y perjudica gravemente los ecosistemas.

La realidad es que, en la mayoría de los casos, bajo la excusa y a veces chantaje de que la economía de la región (entiéndase como supuesto medio de supervivencia por sus defensores) las poblaciones locales que albergan actividades mineras no obtienen los beneficios que podrían esperarse de esta industria. La mayoría de las ganancias económicas se concentran en manos de los inversionistas y empresarios, mientras que la mayoría de la gente sufre de la degradación de su entorno natural y la disminución de la calidad de vida. Esta inequidad económica y social se agrava aún más cuando se trata de comunidades indígenas que tienen un profundo vínculo cultural y espiritual con la tierra y el agua.

La minería es una de las actividades humanas más intensivas en el uso del agua. Cada etapa de la cadena productiva minera requiere enormes cantidades de agua. Esta demanda hídrica es particularmente preocupante en regiones donde el agua ya es un recurso escaso y preciado.

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Un aspecto adicional a considerar es la pérdida de agua a través de procesos naturales como la evaporación y la infiltración, así como el aumento del consumo de agua a medida que la calidad de los yacimientos disminuye con su explotación continua. La escasez de agua es un problema que se retroalimenta en el ámbito minero, ya que a medida que los recursos hídricos se agotan, la industria minera se ve obligada a buscar fuentes de agua cada vez más distantes y costosas de obtener.

Sin embargo, el alto consumo de agua no es el único problema asociado a la actividad minera. Uno de los mayores riesgos que plantea esta industria es la contaminación del agua, un tema de preocupación creciente en todo el mundo. Los productos químicos utilizados en los procesos mineros pueden infiltrarse en el suelo y las fuentes de agua, afectando tanto a los ecosistemas acuáticos como a la salud humana.

Estos productos químicos, que incluyen compuestos tóxicos, tienen el potencial de causar estragos en los cuerpos de agua y en las poblaciones que dependen de ellos para su abastecimiento. La exposición a estas sustancias puede provocar una serie de problemas de salud graves, como enfermedades neurológicas, trastornos reproductivos y cáncer. Este problema es particularmente preocupante, con el caso de la contaminación por el plomo, en la ciudad de Potosí, Bolivia.

En lo que respecta a la cantidad de agua disponible, la minería puede agotar significativamente los recursos hídricos locales. Grandes volúmenes de agua son extraídos para satisfacer las necesidades de la industria minera, lo que contribuye a reducir la disponibilidad de agua para la población cercana, produciendo desabastecimiento y sequías como sucede actualmente. Esta disminución de la cantidad de agua afecta desproporcionadamente a las poblaciones más vulnerables que dependen del acceso al agua para su supervivencia.

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La minería, al afectar la calidad y disponibilidad del agua, viola también otros derechos humanos fundamentales. El Derecho Humano a la Salud se ve amenazado cuando la exposición a sustancias químicas tóxicas en el agua conduce a afecciones graves en la población afectada. Del mismo modo, el Derecho Humano a un Ambiente Sano se ve comprometido cuando los ecosistemas se ven perjudicados por la contaminación minera, lo que afecta negativamente la flora y fauna locales.

De esta manera estas formas de actividades mineras se transforman insostenibles, representando por tanto un riesgo flagrante para el Derecho Humano al Acceso al Agua Potable y Saneamiento. Derecho, ampliamente respaldado por las Naciones Unidas en la Resolución 64/292 que reconoce la importancia fundamental del acceso a agua limpia y segura para todas las personas. Sin embargo, la actividad minera desenfrenada pone en peligro tanto la cantidad como la calidad de las fuentes de agua, socavando así este derecho humano esencial.

Debemos plantearnos  si estamos dispuestos a seguir tolerando esta situación. ¿Es aceptable que las ganancias de la actividad minera sigan primando sobre la seguridad y el bienestar de las personas? ¿Estamos dispuestos a sacrificar la salud de nuestros ecosistemas y la calidad de vida de las generaciones futuras en aras de un beneficio económico a corto plazo?

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Es fundamental que abordemos esta problemática con seriedad y urgencia. La protección de nuestras fuentes de agua son imperativos para garantizar un futuro sostenible. El desafío de la escasez de agua para el consumo humano y su relación con la actividad minera nos exige una profunda reflexión y la toma de medidas concretas. No podemos permitir que la sed de lucro y un enfoque de desarrollo basado en la generación de riqueza como fuente y destino último de la sociedad, socave la esencia misma de nuestra existencia: el acceso a agua limpia y segura. Es hora de que las voces se alcen y que se promueva acciones constructivas que nos lleve hacia soluciones que respeten tanto el derecho humano al agua como el equilibrio de nuestro planeta. De manera que se tomen medidas efectivas para proteger este derecho humano esencial, garantizar y priorizar el acceso de los recursos hídricos para consumo humano y en el entorno natural.

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¿QUIÉN CUIDA EL AGUA EN POTOSÍ? – LAS AGUAS ROBADAS

Por: Milenka Almanza López

Pero no solo se apropian del agua, sino que después de sus procesos productivos violentos, nos la devuelven contaminada, con una carga social, económica y ambiental acumulada en las espaldas de los menos poderosos.

La crisis ambiental y del agua a nivel mundial tiene una connotación trágica, no solo para los seres humanos, sino también para los sistemas ecológicos. Potosí, Bolivia, no está exenta de esta problemática. En resumen, es el resultado de la agudización de la tensión ecológica, política y económica en la región. Hoy en día, esta región andina está atravesando una crisis del agua debido a la sequía producto del rompimiento de los ciclos del fenómeno del niño y el cambio climático implícito. Pero no solo eso, existe una suerte de competencia entre los usuarios del agua, intereses sectarios, económicos y hasta políticos, donde el agua fluye hacia quienes tienen más poder.

En este texto, no pretendo caer en el esencialismo y analizar esta crisis desde una dinámica de petición, sensacionalismo y hacerlo como resultado de la coyuntura actual. Potosí, al ser una de las regiones donde el avance del extractivismo supone la expansión y el patrocinio de proyectos de extracción a toda costa, sin importar la fractura de los sistemas ecológicos, las vidas ni su subsistencia. Además, se piensa que el territorio de la ciudad de Potosí está exento de los efectos del Cambio Climático. Esto supone entonces caer en una lucha de poder de quienes manejan a la sociedad potosina, donde la producción del agua en la ciudad responde a negociaciones para su uso, y las «decisiones» en última instancia las toman los poderosos que «mantienen económicamente el sistema de distribución», como ellos quieren hacer creer a los pobladores de la ciudad.

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Los titulares en el periódico local mencionan: «Recursos de regalías mineras atenderán necesidades de agua en Potosí», de la voz del nuevo Gobernador de Potosí, cuando en realidad la actividad minera en Potosí es la que despoja de los recursos hídricos a la población y a los sistemas ecológicos. Este despojo se denomina despojo hídrico por contaminación, pues los empresarios mineros que operan ingenios utilizan ingentes cantidades de agua para sus operaciones de beneficio de minerales. Aguas que les son robadas no solo a los pobladores, sino también a la naturaleza. Este despojo es violento, pues mientras las madres de familia hacen fila por unos cuantos cubos de agua o esperan a que el agua salga del grifo a las 3 de la madrugada, los poderosos la reciben canalizada y segura en sus instalaciones.

Pero no solo se apropian del agua, sino que después de sus procesos productivos violentos, nos la devuelven contaminada, con una carga social, económica y ambiental acumulada en las espaldas de los menos poderosos. Bajo esas premisas, existiría la privatización del agua en Potosí en pro de los empresarios mineros, afectando el acceso justo de los pobladores de la ciudad de Potosí. Se ha llegado a vender de forma ilegal incluso a 200 bolivianos o 28.8 dólares americanos el barril de agua de 200 litros, en una suerte de colonialidad de la naturaleza, esta vez por los propios, en la denominada colonialidad interna. Este poder cruento en este caso es ejercido por poderosos patriarcales que se traducen en las cooperativas mineras, transnacionales mineras, tecnócratas y burócratas estatales.

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Esto sucede en la ciudad de Potosí porque es un escenario de inacción social; el territorio está despolitizado respecto a temas ambientales, sobre todo relacionados con la minería. En ese contexto, la búsqueda efectiva de la justicia ambiental, ecológica y social es urgente, en sociedades como la potosina que priorizan el «desarrollo económico» ante todo. El agua debe fluir en un ciclo, no hacia el poder. El agua es un bien común, y fomentar la universalización de los valores de la ética de su cuidado hacia los humanos y la naturaleza es apremiante, tan imperante y central como apostar por la sostenibilidad y continuidad de la vida como categoría de análisis. Abordar una nueva y transformada cultura ambiental en la ciudad de Potosí.

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Dejar de feminizar la naturaleza y sobreser su subordinación, repensar y cuestionar los conceptos y construcciones sobre lo que se considera feminidad y masculinidad, pues en este contexto están jugando un rol crucial en cómo las sociedades ocupan y transforman los territorios. De lo contrario, Potosí seguirá transitando hacia un territorio vacío, que se ha incluido de manera forzada en la economía mundial, donde prima el capitalismo no solo como sistema económico, sino político, social y hasta cultural, que antepone los intereses del capital sobre cualquier forma de vida, dejando de lado nuestras relaciones de interdependencia y ecodependencia con el agua.

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