Por Nulfo Yala
Una clase acaudalada minera privilegiada que se posiciona en altas esferas de poder, guardando lealtad solamente a sus intereses económicos y políticos. Una clase que surgió de una lucha revolucionaria, transformada ahora en la antítesis de todo aquello por lo que luchó. Triste derrotero para el gran ideario revolucionario minero del pasado.
El ciclo irónico de la historia se manifiesta de manera sorprendente en el caso de los ahora llamados empresarios acaudalados mineros, quienes alguna vez lideraron luchas por los derechos humanos contra la explotación capitalista. Sin embargo, en un giro inesperado, muchos de estos mineros se han convertido en los mismos explotadores que antes combatían. Ahora, como grandes empresarios mineros, justifican sus acciones bajo el pretexto de contribuir con regalías al departamento de Potosí. Pero detrás de esta fachada de progreso económico, se esconden realidades devastadoras: la contaminación, la degradación ambiental y los desastres que se desencadenan afectan no solo el entorno natural, sino que también perpetúan la explotación humana. En los oscuros socavones de angustia, otros seres humanos son explotados hasta el punto del aniquilamiento, una tragedia que refleja la paradoja de aquellos que antes luchaban por sus derechos, ahora siendo sus perpetradores.
Esta transformación no solo refleja una ironía histórica, sino que también plantea cuestionamientos profundos sobre el poder y la responsabilidad. ¿Cómo es posible que aquellos que alguna vez fueron oprimidos puedan convertirse en opresores? ¿Qué fuerzas sociales y económicas impulsan esta transformación?
La metamorfosis de estos grupos mineros de poder desde la esencia revolucionaria de movimientos de izquierda hasta la más rancia clase pudiente minera es un testimonio impactante de la dinámica del poder y la ideología. Lo que alguna vez representó la lucha por la justicia social y la equidad se ha desvirtuado en una encarnación del capitalismo más crudo y despiadado. Bajo el manto de la minería, el capitalismo se disfraza y se adapta, encontrando formas de perpetuar su dominio y explotación. Es particularmente insidioso cómo estos nuevos poderes mineros se apropian del discurso del «pobrecito minero» para justificar sus acciones. Utilizan esta narrativa para manipular a sus propios trabajadores, incitándolos a participar en movimientos de convulsión, bloqueo y hasta el uso y abuso de explosivos y dinamitas, todo en aras de sus mezquinos intereses de poder político y económico.
Esta estratagema es astuta y calculada. Al enmascarar sus verdaderas intenciones bajo la apariencia de preocupación por los trabajadores mineros, estos poderes logran movilizar fuerzas en su beneficio, creando una fachada de solidaridad que oculta su explotación y opresión. Esta situación resalta la complejidad de la lucha por la justicia social y la importancia de desenmascarar las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad y la injusticia.
El caso del ex-viceministro Illanes ejemplifica de manera trágica hasta dónde pueden llegar los acaudalados mineros disfrazados de proletariado en su búsqueda desesperada por mantener y expandir su control sobre la industria. El brutal desenlace de las movilizaciones, que culminaron en la pérdida de vidas humanas, incluida la de una autoridad nacional, revela la magnitud de la violencia y el abuso de poder inherentes a estas dinámicas. El asesinato del ex-viceministro Illanes, quien intentaba en vano dialogar con los mineros para resolver pacíficamente el conflicto, pone de manifiesto la falta de escrúpulos y la crueldad de aquellos que se benefician de la explotación minera. La brutalidad con la que Illanes fue golpeado y torturado por los mineros es un recordatorio escalofriante de la deshumanización que puede surgir cuando el poder y los intereses económicos están en juego. La creación de sindicatos dentro de las cooperativas mineras desató una crisis que reveló las tensiones profundas y la resistencia feroz de aquellos que temían perder su dominio sobre la fuerza laboral.
La búsqueda de poder político por parte de los empresarios mineros acaudalados, ya sean cooperatizidados o no, constituye un componente fundamental de su estrategia para consolidar y ampliar su dominio económico. Estos empresarios han tejido alianzas estrechas con el partido gobernante MAS-IPSP, asegurando así un acceso privilegiado a espacios políticos de gran influencia. Esta alianza ha engendrado una nueva élite señorial minera que opera con una impunidad virtual en su búsqueda por asegurar y proteger sus intereses económicos y políticos. Ahora, senadores, diputados, gobernadores y otros cargos de poder político son ocupados por individuos afines a estas élites mineras, permitiéndoles ejercer su influencia de manera desproporcionada en Bolivia. Este entrelazamiento entre el poder económico y político no solo refuerza las desigualdades estructurales en el país, sino que también socava la democracia al privilegiar los intereses de una élite poderosa sobre los derechos y necesidades del pueblo boliviano en general.
Los verdaderos propósitos de los acaudalados empresarios mineros van mucho más allá de lo que muestran públicamente. La revelación gradual de estas intenciones pone de relieve su ambición por imponer una legislación favorable a sus intereses, que les permita ampliar sus áreas de explotación minera, incluso adentrándose en zonas protegidas como las reservas fiscales. Este intento de privatización de los recursos mineros del país refleja su deseo de consolidar su dominio sobre la riqueza mineral boliviana y perpetuar su control sobre la industria minera. La búsqueda de leyes que legitimen estas prácticas revela una estrategia calculada para legalizar lo que ya realizan de facto: el manejo arbitrario de los yacimientos mineros a su antojo.
Estas exigencias desmedidas no son nuevas, ya que desde hace años estas élites mineras han buscado legitimar sus acciones a través de una nueva Ley Minera. Su objetivo último es erigirse como una casta privilegiada capaz de disponer de los recursos mineros del país como si fueran propios. Además, se resisten vehementemente a la organización sindical de sus trabajadores, ya que esto pondría en riesgo su capacidad para sobreexplotar a la fuerza laboral sin ningún tipo de control. Esta resistencia a la sindicalización revela su intención de mantener un control absoluto sobre las condiciones laborales y de explotación en beneficio de sus propios intereses económicos.
Asimismo, los intereses políticos de la clase acaudalada minera en Bolivia han perdido cualquier atisbo de principios ideológicos de lucha que pudieran haber tenido en el pasado. Ya no se trata de una resistencia revolucionaria contra dictaduras o de la defensa de los derechos de los trabajadores mineros, como en épocas anteriores. Un ejemplo contundente de esta transformación es la participación de un representante de esta clase minera en el derrocamiento de Evo Morales en 2019. Luis Fernando Camacho admite abiertamente la colaboración de su padre en las negociaciones para el golpe de Estado. En sus propias palabras, relata cómo un minero, representante de estos intereses, ofreció la fuerza de 6.000 trabajadores mineros armados con dinamita para sacar a Morales del poder.
Esto no solo ilustra la pérdida de los ideales revolucionarios que alguna vez caracterizaron al movimiento minero boliviano, sino que también revela la alianza entre la clase empresarial minera y sectores políticos dispuestos a utilizar cualquier medio (se descubrió por ejemplo que ese representante minero jugaba a los dos bandos), incluida la violencia, para alcanzar el poder. La disposición de estos empresarios acaudalados mineros a recurrir a la fuerza bruta y la coerción para lograr sus objetivos políticos y económicos subraya la naturaleza depredadora de su influencia en la sociedad boliviana. En lugar de ser defensores de los derechos y la justicia, estos actores privilegiados se han convertido en instrumentos de la desestabilización y la opresión, en detrimento del bienestar del pueblo boliviano en su conjunto.
La clase acaudalada minera en Bolivia se ha consolidado como una élite privilegiada que ocupa posiciones prominentes en las altas esferas de poder político y económico del país. Sin embargo, su lealtad se reduce únicamente a sus propios intereses, dejando de lado cualquier principio ideológico o compromiso con la justicia social que alguna vez pudieron haber tenido. Esta transformación representa la antítesis de la lucha revolucionaria que dio origen a esta clase, marcando un triste derrotero para el gran ideario revolucionario minero del pasado. En lugar de ser agentes de cambio y progreso, estos empresarios mineros se han convertido en símbolos del oportunismo político y la explotación despiadada, traicionando así el legado de aquellos que lucharon valientemente por un futuro más justo y equitativo. Es un recordatorio sombrío de cómo el poder y la riqueza pueden corromper incluso las aspiraciones más nobles, y de cómo los ideales revolucionarios pueden desvanecerse en la vorágine de la codicia y el oportunismo.
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